Conversación con Alberto Moreiras. De José Luis Villacañas

I

Deconstrucción y estudios culturales

Hay dos tipos de conversación filosófica. La primera es explorativa, sutil, propia de rumiantes. Uno escucha, puede que durante años, a otro filósofo amigo y extrae de sus palabras muchas inquietudes, formulaciones, puntos de vista a los que va respondiendo en silencio. Se trata de una recepción creativa. Al pasar sus palabras por el propio taller, por el propio estómago, se generan reacciones que contribuyen a definir la posición propia, manteniendo los contextos que le dan significado en un segundo plano. La segunda es franca y abierta y suele suceder cuando la conversación de primer tipo alcanza cierta densidad temporal, cierta intensidad de reacciones. Entonces uno comprende que es mejor poner encima de la mesa las cristalizaciones que han resultado de todo el proceso anterior. Esta segunda conversación ya no puede mantener en un segundo plano el contexto que hace significativas las interpretaciones y el propio camino. La vieja conversación que Alberto y yo mantenemos desde hace décadas ha llegado a este punto. Debemos esforzarnos por formulaciones que asuman que este camino recorrido debe explicitarse y exponerse con claridad. No veo la manera de que en filosofía la conversación pueda acabar. En realidad, filosofía es conversación interminable.

            Ha sido Alberto el que ha pedido tener esta conversación de segundo tipo y debo decir que tiene derecho a ella. Lo hace porque una frase de mi libro le parece que augura desacuerdos más profundos. Me planteo por eso contestarle no tanto como el que se dispone a revelar la lógica de un síntoma, sino sencillamente como el que se siente obligado a precisar su posición, el asunto crucial por el que es interpelado. Esa frase la ha transcrito Alberto en su primera tanda de comentarios y no la repetiré aquí. Hace referencia a la comprensión de la filosofía. La impresión que ha causado en Alberto es que mi frase “condena toda la reflexión teórica de los últimos años”. Luego desgrana ese todo de la teoría en tres elementos: estudios culturales, deconstrucción e Italian Theory. Respecto de este último elemento no voy a decir nada. He promovido y prologado el libro de Portinaro, Quitad las manos de Maquiavelo, y me sumo en cierto modo a las críticas del autor de este libro. Pero la crítica a la Italian Theory no puede entrar en lo que yo comentaba en mi frase, pues precisamente en ella hago referencia a la teoría que no aspira a cumplir con un objetivo, que es oponerse a la cultura neoliberal. La teoría italiana quiere hacerlo. Lo que mi frase dice, por el contrario, es que determinada forma de cultura académica no ha ni siquiera luchado por ofrecer categorías capaces de pensar el capitalismo neoliberal como modalidad. La Italian Theory de Toni Negri sí ha querido hacerlo, pero lo ha querido hacer a través de la propia condición de necesidad, propia de la tradición marxista. Es decir: el capitalismo es una modalidad solo porque se autotrasciende cuando llega a la subsunción real, tal y como siempre pensó el marxismo. La crítica de Portinaro es que esa perspectiva no hace sino eliminar cualquier tipo de praxis política genuina, la que abre el campo de lo posible, no la que acompaña espectralmente lo necesario. Esto es así porque lo que produce modalidad en la historia real es algún tipo de normatividad, de comprensión de que algo vale frente a algo. El azar no es ni necesario ni suficiente para producir genuina modalidad. La estrategia de Negri acaba con ella tanto como el materialismo del azar del segundo Althusser. La consecuencia es que el pensamiento que parece dirigir la alternativa mundial al capitalismo, en realidad, produce en casa a Salvini y a Bepi Grillo.

            Queda aclarar mi posición ante los estudios culturales y la deconstrucción. Me siento dispuesto a aclarar mi posición ante estas dos direcciones de la vida académica, aunque no acabe de reconocer que me refería a ellas cuando hablaba de “humanidades y ciencias sociales” que han destruido las herramientas teóricas que permiten pensar el capitalismo como un modalidad. ¿Ha hecho esto la deconstrucción? No, desde luego. La deconstrucción, frente al marxismo, rompe estructuras de aparente necesidad. Por eso ha significado un revolución teórica impresionante, que nos ha llevado a mirar de otra manera lo que se suponía que era el transcendentalismo del logos, el conjunto de elementos a priori sobre los que se suponía que estaba levantada la ratio humana. Nadie que haya perseguido el proceso de la filosofía deja de ver la justicia de esta respuesta, provocada por la incoherencia de la fenomenología, que integraba la aspiración de dar cuenta autoconsciente de la génesis formadora de todas las funciones racionales, y sin embargo no cesaba de introducir elementos completamente opacos e imposibles de tornarse evidentes. Sabemos de forma clara que en esos componentes opacos (como la Fundación originaria) estaba la pretensión y el medio para derivar las estructuras necesarias de la razón. Así, Husserl ofrecía un conjunto de sofismas y la deconstrucción hizo bien en liberarnos de ellos. Por tanto, la deconstrucción aumentó nuestro sentido de la modalidad. Pero de la misma manera que se aplicó a Husserl con éxito, no se aplicó a Marx. Los intentos de Althusser de regresar a un materialismo del azar no cumplen esa función y toda la mística del acontecimiento, inspirada por Heidegger, no hace sino producir una falsa impresión de apertura de la historia que es incuestionablemente ideológica, y que deja el campo libre a las fuerzas reproductoras de necesidad. La capacidad de configurar genuinas fuerzas históricas emancipatorias alrededor de la categoría de azar y de acontecimiento es tan probable como que existe una providencia.

            Respecto de la frase que se cita en la tercera entrega de Alberto (dejo para una ocasión posterior mi respuesta a Sergio Villalobos) quiero recordar que ahí digo ciertamente que considero legítima la batalla de la deconstrucción. El pathos dominante en el pasaje es desde luego trágico, dada la necesidad que siento de respetar el ingente trabajo de Habermas. La clave de la tesis reside en el aspecto fatídico que encierra tanto la historia de la metafísica, como en cierto modo el principio productivista marxista, que le es opuesto en su sentido, pero afín en la producción de necesidad que ambos encierran. Sin embargo, yo no sigo a Habermas, como sugiere Alberto. Como digo en el libro, Foucault respondió muy bien las inquietudes de Habermas, este no lo entendió, y eso es suficiente para que el terreno de juego lo marque Foucault. En un momento del libro recuerdo que Habermas no ha sido capaz de entrar a un verdadero análisis del neoliberalismo y de la biopolítica, lo que para mí es un gran problema. Como luego diré, creo que debemos abandonar el esquema habermasiano de normatividad. Su ética discursiva me parece utópica y gnóstica la diferencia entre mundo de la vida y normatividad reflexiva, tanto como la que propone entre facticidad y validez, y por tanto su capacidad de mediar con el mundo de la vida me parece inviable. De modo expreso digo que El discurso filosófico de la modernidad es su peor libro. Habermas aparece en el libro como el adecuado punto de partida, pero como el punto de llegada.

            Los estudios culturales es otra cosa, por supuesto. Su proliferación fue de tal índole que no presentaron fronteras definidas. Por supuesto, ninguna inquietud de principio. Max Weber reunió todas las ciencias humanas y sociales bajo el rótulo de Kulturwissenschaften. Sin embargo, él incluyó una serie de condiciones y presupuestos metodológicos que se han olvidado. Con ello, se ha producido un campo especialmente amorfo. Todavía en el contexto de los estudios subalternos, los estudios culturales tenían que encuadrarse dentro de ámbitos sociales y debían hacer referencia a los intereses de comprensión del sentido del presente. En este campo, los estudios de Raymond Williams sobre las relaciones culturales entre campo y ciudad eran formidables y los leímos con gratitud en la edición de Sarlo. “A los trabajadores rurales que fueron mis abuelos”, decía Williams al inicio de su libro. Eso no era fetichismo, sino el esfuerzo por comprender la evolución de una sociedad en su conjunto y un lugar en ella. Pero pronto los estudios culturales se liberaron de este condicionamiento sociológicos, que contribuían a entregarnos tipos humanos enteros capaces de enfrentarse a un destino histórico, y se desplegaron en estudios parciales que reflejaban los intereses afectivos y de identidad de las personas que investigaban con ellos al margen de todo el sentido profundo de la sociedad estudiada y de la sociedad que observaba. Y eso si no es que buscaba en todo caso la aventura propia del antropólogo clásico, descubrir la fascinante pluralidad de los sentimientos humanos sin otra aspiración que la identificación de todas las variaciones de lo humano, sin los marcos adecuados para comprender su significado y su sentido para nosotros. La fragmentación de los discursos, las apelaciones a las identificaciones fetichistas, la búsqueda de objetos de saber excéntricos, puntos de llegada posibles de una subjetividad ansiosa de lo inédito, fue la consecuencia necesaria. Así se llegó a la tesis de que lo social no existe, de que no hay otra cosa que espacio discursivo en el que lo único que permite anclar y extender la circulación del significante es el sistema psíquico vacío de él. Por supuesto, nunca era así, pero se ofreció suficientes evidencias para que Laclau extrajera esa conclusión y organizara el pensamiento de que lo político funda lo social. Se olvidaron las cadenas institucionales, las estructuras burocráticas, las ordenaciones reales (judicatura, iglesias, universidades, empresas, industria) que condicionan el significante desde lugares sociales preestablecidos. Ese olvido fue la oportunidad para que el neoliberalismo estableciera su agenda y lo ocupara todo. En fin, mi problema no son los estudios culturales pues somos seres de cultura, sino su práctica desvinculada de referencias al todo social que siempre las acoge, a la historia que las determina y que les impone supuestos existenciales de índole muy plural.

II

Heidegger atrás

            Así que es posible que la frase que interpela a Alberto sea idiosincrática. Pero debemos también reconocer que quizá pueda encubrir el hecho de que aquí interesa especificar el sentido del trabajo teórico. Como bien ha observado Alberto, la frase hace sistema con el libro. Cuando se afirma hacer historia conceptual del presente, por supuesto que se dice algo preciso que no es deconstrucción ni estudios culturales. Para mí, formado en Kant, el pomposo nombre de ontología debe ceder a una analítica de los conceptos que usamos de índice y factor. Por su propia condición, esos conceptos son producciones históricas, tienen su momento de emergencia y su contexto de sentido, registran cambios fruto de su uso plural. Eso ya me coloca en la inmanencia de la historia y me prohíbe el uso de categorías que conecten de algún modo con la trascendencia. Eso no significa que desprecie otros campos de estudios. Ni mucho menos. Incluso en sus formas más lejanas de las condiciones que propongo, no diría yo que no se deban leer este tipo de trabajos. Para el que quiere aproximarse fenomenológicamente al presente y caracterizar el sentido de los conceptos que usa, todo lo que produce el presente adquiere un poderoso significado, ya sea como índice o con factor, como experiencia o como expectativa, como diagnóstico o como pronóstico. Cada uno tiene su contexto retórico que condiciona su significado. Pero hay algo que todo el que quiera hacer esa ontología del presente, que es la de la historia conceptual, debe cumplir: considerar su objeto de estudio en su condición histórica, su valor relativo, su tiempo de emergencia, su contexto de significado. Por supuesto que uno puede y debe seguir vinculado a elementos abiertos del devenir histórico. Pero creo que jamás debe dar por sentado que su vínculo obedece sencillamente a que sus conceptos responden a la esencia de las fuerzas reales y por eso tienen valor necesario y metahistórico. Ahí ancla mi reluctancia a emplear el término “Ser”, por su intrínseca valencia metahistórica y por la inclinación que produce a confundir un concepto con la estructura esencial de la realidad.

            Esto es lo que resumo con la frase “Heidegger queda atrás”. Su terminología ha pasado a ser la retórica de un pequeño grupo mundial de virtuosos teóricos. Yo no lo frecuento por eso, sin embargo. Puede haber elementos muy centrales en los virtuosos teóricos. No la frecuento por otra cosa. La tradición de la que procedo abandonó hace mucho la cultura del Ser y el supuesto de que la filosofía, e incluso el ser humano, es el camino hacia el Ser. Este gesto, que procede de Brentano, y que proyectó el arcaísmo del pensar escolástico sobre la modernidad alemana tardía, no es sino un fenómenos más de la peculiaridad alemana de finales del siglo XIX y principios del XX, que tiene su raíz más precisa en la respuesta católica a la Kulturkampf luterana. Esa respuesta generó muchas ambigüedades, como la de configurar un “campo católico” en el que se suponía que militaban Husserl, Scheler, Heidegger, Carl Schmitt y algunos otros, y que cuando se le conoce de cerca no es sino un completo conjunto de malentendidos. No son menores los de Schmitt que los de Heidegger, desde luego, y nadie que no conozca esta momento puede comprender lo que ha sido el destino de la filosofía del siglo XX.

            Pero justo cualquiera que conozca este momento se da cuenta de que produjo la metamorfosis de la cultura de procedencia católica en un dispositivo teórico que se vinculó de forma todavía más firme que el luteranismo oficial a la política del Reich, antes de la guerra, y a una política restauradora del Reich después de ella. Una de las características fundamentales de esta ofensiva católica fue que se hizo con todas las herramientas de la cultura protestante oficial, a la que hizo coronar con elementos procedentes del pensamiento católico. Así, Schmitt se hizo con toda la tesis específicamente prusiana de la doble espada en manos del rey, al modo del Leviatán, pero mostró con toda claridad que el modelo teológico político se debía referir al papado. La implicación existencial católica podía transferirse a la intensificación existencial en el seno del Estado que heredaba la constitución de la historia sagrada como Cristo/Anticristo, amigo/enemigo, kathechon/acelerador. El dispositivo tenía como misión implicar a los católicos en la divinización del Estado. Heidegger, por su parte, se hizo con todas las categorías del pensamiento sociológico de la época. Su deuda con Simmel y con Weber es innegable y ha sido estudiada. No hay que olvidar que su verdadero maestro era Rickert, íntimo amigo de Weber y su filósofo de referencia. Su crítica a la teoría de los valores fue la puerta por la que mostró su apuesta por el Ser. Su filosofía se resume por aquel tiempo en Ser frente a Valor. La operación de Heidegger, parecida a la de Schmitt, consistió en mostrar que todo este pensamiento social no producía más que inautenticidad y que sólo el viejo Ser de la escolástica podía generar existencia genuina y auténtica, en cierto modo lo que buscaba Schmitt, aunque ahora lo específicamente católico era el Destino que enviaba el Ser. En todo caso, los dos pudieron implicarse en lo que consideraban la regeneración de la autenticidad alemana.

            En su segunda entrega, Alberto muestra que lo que yo ofrezco como fenomenología del presente neoliberal ya se encuentra en Heidegger. Como he dicho, sería el último en negar la formidable cristalización de saber sociológico que observo en el dispositivo filosófico de Heidegger. Pero Heidegger pertenece a otra época. La Stimmung dominante en su comprensión epocal no es tanto el terror, ni la precariedad, sino la inautenticidad, el man, la forma específica de la cultura de masas que había comenzado a definir Walter Rathenau. Lo que Heidegger llama Gestell, se parece como dos gotas de agua, a la stahlharten Gehäuse weberiana, que Parsons tradujo por iron cage. Como se parece mucho el artículo sobre La época de la imagen del mundo a la tesis de desencanto, intelectualización, racionalización, calculabilidad, etcétera, de Weber. Para ambos, este conjunto de fenómenos solo permitían la vida al coste de su reducción a una egiptizanización de escribas, de especialistas sin espíritu y de estetas sin corazón, de literatos diletantes y de políticos amateurs que se ganaban el pan vociferando. Pero al contrario de Heidegger, Weber si dijo mucho sobre esa stahlharten Gehäuse y el capitalismo y desde luego ofreció opciones que debemos colocar en el pasado, porque algunos de sus contextos de industrialización, fordismo, americanismo, socialización, ética de la ciencia y de la política, realmente ya no se dan. Weber también queda atrás. Sugiero que muchas de las cosas que han sostenido nuestra conversación residen justamente en que, como dijo Schmitt con su malevolencia característica, Heidegger traduce a un bello alemán arcaico las precisas nociones teóricas de Weber. Y eso hace que tengamos un sistema de traducción en muchas ocasiones.

            Pero de la misma manera que protestaría si Weber se considerara como el léxico sociológico definitivo, protesto cuando se extrapola la estructura categorial de Heidegger sobre el presente. Esa moda de la diferencia ontológica aplicada a los fenómenos de la política, que ha hecho fortuna, con las diferencias entre política y policía, y todo lo demás, me parece profundamente equivocada. Vive del sueño de la revolución y de la reversibilidad de la historia, que es lo que se esconde en la terminología del “nuevo comienzo”, del “acontecimiento” y todo lo demás, que solo puede ser persuasivo cuando se ignora de forma radical las inexcusables dimensiones de continuidad que tiene y en todo caso debe tener la vida histórica que quiera cambiar. Hoy por hoy, esa mítica de la revolución ha servido al neoliberalismo y sirve al nuevo fascismo, que anhela más que cualquier otra cosa desprenderse del fastidio que le produce  las coacciones de la realidad. Pero por debajo de esa mística, la más poderosa continuidad ata los sistemas burocráticos tradicionales weberianos con los nuevos neoliberales, más allá de toda funcionalidad racional, pues no tiene como misión la racionalidad, sino el dominio del ser humano.

            Es seguro, como sugiere Alberto, que Heidegger estuvo atento a los fenómenos mundiales o planetarios en los años 50. De esto no tengo duda. Pero tengo mis dudas de que el Andenken o la Besinnung sea una “respuesta clara a la Gestell epocal” tal y como observamos la hegemonía neoliberal. No desde luego en el sentido de que afecte a un nuevo comienzo epocal. Los acontecimientos del pensamiento no son por sí mismos acontecimientos en los mundos históricos. Esa es la cláusula anti-idealista de la que hablaba antes. Los pensamientos acerca del Ser no son, en el mejor de los casos, acontecimientos del Ser. Eso es lo que dijo Blumenberg al hablar con cierta ironía del McGuffin del Ser. Los pensamientos acerca de Kaplan en Con la muerte en los talones no son acontecimientos de Kaplan. Mi primer escrito se titula Kant sobre la noción de Existencia y de ahí se deriva el argumento. Ser no es un predicado. Tampoco un sujeto lógico. Esa es la clave de la negativa de Wittgenstein a habla de él. No puede entrar en un frase.

            No deseo confundir mi crítica a Heidegger, con la por lo demás legítima crítica en términos de su complicidad con el nazismo. Hablamos de otra cosa. En mi visión de las cosas, el pensamiento solo prepara más pensamientos. Mi dificultad con la segunda entrega de Alberto invoca y requiere desarrollos que no están en mi librillo y que aquí solo puedo sugerir. Puedo aceptar que onto-teología y teología política tengan rendimientos parecidos. Puedo creer que la teología política sea una “especificación ontoteológica”. Teología política es una aspiración histórica constante del poder, es verdad, y quizá el modelo de pensamiento que encierra, el pensar de la unidad, sea ontoteológico. No lo discuto, aunque en el caso del neoliberalismo no hay Dios ni Uno sino solo procesos. Aquello pudo valer para los fenómenos que estudia Assmann, pero no para el neoliberalismo. Pero la clave efectiva de la teología política es histórica y consiste en mostrar el modo específico de dominación que en cada caso se pone en marcha, sus secuencias, sus continuidades, sus innovaciones, el regreso de otros estratos de tiempo. El neoliberalismo como teología política no es relevante como enunciado, sino como punto de partida que oriente en una fenomenología del mundo de la vida que pone en marcha. No hace falta ser demasiado agudo para decir que Heidegger, sobre todo el segundo, se separó del compromiso inicial de descripción de las realidades concretas de los mundos históricos y que ese era en cierto modo un efecto de la diferencia ontológica y de la concentración en lo que por principio no puede ser objeto de fenomenología alguna, el Ser. Aquí la tradición escolástica gnóstica venció a la moderna orientación husserliana-weberiana mundana y por eso algunos discípulos de Heidegger tuvieron que aspirar a una fenomenología de la historia.  

III

Daleben, no Dasein

            Mi punto sobre cómo entender nuestro oficio pasa por apostar por una refuncionalización del pensamiento que procede de exigir que recupere una dimensión mundana. No creo que el pensamiento sea el terreno privilegiado del acontecimiento. El pensamiento es algo bastante secundario en la historia. Esa creencia idealista, que consoló a generaciones de filósofos alemanes, no es la mía. Mi apuesta por el pensamiento de Blumenberg reside en la centralidad de la categoría, por supuesto husserliana y heideggeriana, de Lebenswelt. El pensamiento es funcional respecto de un Lebenswelt. O por decirlo al estilo de Weber: el pensamiento con sus abstracciones siempre le queda todavía el camino de encontrarse y confrontarse con los hombres vivientes (die lebendigen Menschen). Para mí, la categoría fundamental no es Ser sino Vida. Y por eso reelaboro el sentido del Dasein desde el sentido alternativo de Daleben. Creo que la manera en que Heidegger y Scheler reaccionaron contra Plessner, y su exitosa conspiración para que no pudiera alcanzar una cátedra de filosofía, reside en que ambos comprendieron que su libro Stufen des Organischen constituía un verdadero desplazamiento de sus cuestiones, y tuvieron que llegar a lo más bajo, a denunciarlo por plagio, cuando solo tenemos que ver El puesto del hombre en el cosmos y Kant y el problema de la Metafísica, para darnos cuenta de lo distante que estaba de ellos. Lo que el ser humano lleva en sí, pero que está mucho más allá de sí, no es el Ser, sino el camino que la vida ha hecho hasta llegar a él. Esa carga biológica es el verdadero Ello y algunas veces Freud perece reconocerlo así. Esta cuestión, que estuvo en su inicio vinculada a von Üxküll fue decisiva. Claro que Heidegger se tuvo que ocupar de ella, pero su pensamiento sobre el asunto, que Agamben ha visitado en Lo Abierto queda muy por detrás de Plessner. En todo caso, todos estaban en este asunto, sin descontar a Ortega.

            El resultado de todo esto es que la vida no es posible sin mundo de la vida. Este sencillo hecho cambia todas las cuestiones y sugiere que el significado de un pensamiento pasa por mostrar su relación con el mundo de la vida. Esto significa mostrar una transformación de la experiencia estabilizada en él, un distanciamiento, una modalidad, un regreso, pero su verdadero significado teórico reside en que pueda producir de algún modo una nueva estabilización del mundo de la vida. Producir modalidad no es producir un pensamiento desvinculado de la realidad de un mundo de la vida, sino culminar un contingencia respecto de él. Es producir un mundo de la vida alternativo. El pensamiento abstracto en sentido teórico funciona aquí de manera pragmática, como estabilizador de estabilizaciones, estabilizador de prácticas de estabilización, pues un mundo de la vida solo cambia cuando las categorías que estabilizan al antiguo tienen alternativas suficientemente claras desde un punto de vista lógico. Esto no lo hace la mítica del acontecimiento, ni la mítica de la revolución, sino el modo en el lento proceso en que evolucionan los sistemas vivos. El neoliberalismo y el capitalismo no será modalidad cuando pensemos una alternativa abstracta, sino cuando transformaciones muy reducidas del mundo de la vida, estabilizadas por si mismos en tanto prácticas, queden ampliados por las categorías que lógicamente las esclarezcan. Por eso he subrayado la relevancia de la práctica divergente, de la heterodoxia, de la variación mínima, porque son las auténticas modalidades que se acreditan en medio de un mundo de la vida en tanto compatibles con la posibilidad objetiva que ese mundo genera. Cuando esta prácticas se estabilizan lógicamente aumentan exponencialmente su dimensión de factor. Pero no es un asunto meramente lógico.

            Creo que la práctica del pensamiento de Heidegger tiene otra matriz. En las variaciones de los entes existentes no ve el principio humilde de una emancipación posible en la medida en que alteren de algún modo el mundo de la vida; en las diferencias no ve sino reenvíos del Ser y ocasiones de su olvido. Por supuesto, cuanta más diferencias heterodoxas más modalidad, más recursos evolutivos, más modalidad, más opciones de formas de vida. Por eso es tan importante para mí la tradición del Ethos reformado. Si el pensamiento occidental, en lugar de quedarse prendado del modelo de la Revolución francesa, que nada revolucionó, se hubiese quedado prendado del modelo de la producción de heterodoxia que organizó la Reforma, no tendríamos necesidad del problema lógico de hegemonía/posthegemonía, en el que formalmente no puede sino estar de acuerdo con Alberto. Hannah Arendt tiene responsabilidad en este hecho porque habló de Revolución americana, lo que en el fondo era el fruto de prácticas de variación respecto del mundo de la vida de las colonias, que no cambiaron su principio político, sino que mostraron la necesidad de hacerlo coherente respecto al Parlamento de Londres. Aquí Arendt es frente a Tocqueville una amateur.

            En suma, no podemos colocar en el centro de nuestro pensamiento un concepto escolástico como Ser. Eso en España lo sabemos muy bien, pues por ahí se ha canalizado un pensamiento que conecta con los hábitos de la escolástica franquista. Por supuesto, si queremos identificar la clave del neoliberalismo tenemos que ir al concepto de Vida y esa es la contribución decisiva de Foucault y por eso tiene tanta relevancia en mi librillo. Cuando analizamos las cosas desde este planteamiento, todo tiene mucho más sentido y eso es lo que realmente ha visto Esposito, en la línea del último Derrida, que deconstruye la diferencia antropológica de un modo que estaba muy cerca en su planteamiento de Plessner, como he mostrado en algún articulillo. Pero una vez más, la vida no puede vivir sin mundo y ese sencillo enunciado realmente lanza un desafío no tanto al primer Heidegger, sino a sus seguidores tardío Deleuze y Agamben. Pues la relación entre vida y mundo de la vida no puede ser jamás la misma que entre Ser y entes. Creo que aquí hay un matriz completamente diferente, que requiere pensar la relación entre vida y acción alrededor de la noción de Ethos, en un sentido del que no se escapa la vida vegetal y la animal.

            Por eso estoy firmemente convencido de que tan pronto pongamos en primer plano que la vida necesita mundo, y que esto requiere un ethos, la necesidad de mercado quedará reducida a modalidad, pues la atención a lo que todo mundo lleva implícito, una comunidad, relaciones de confianza, una delegación, racionalidad, una diferencia de ver y ser visto, una definición de secreto personal, implica una reconstrucción de todo lo que el mercado destruye como innecesario para la capitalización. Creo que ambos simpatizamos con esos ámbitos concretos sepultados por la dominación del mercado, que llegan hasta donde llegan las infinitas cadenas burocráticas que le sirven de esbirros. Pues no debemos engañarnos. Donde domina la burocracia ahí tiene el mercado su coartada de imposición anónima. Aquí se ve como la utopía de libertad del neoliberalismo es pura ideología. Pero creo sinceramente que si queremos establecer estos planteamientos en conceptos lógicamente coherentes, que aumenten su capacidad de configurar mundos, no podemos canalizarlo en categorías heideggerianas. Creo que es más fácil hacerlo mediante una dieta de variaciones de conceptos políticos, capaces de actualizar su dimensiones de índices y de factores. Y eso es lo que llamo tradición republicana, la única que, haciendo pie en el Renacimiento, pudo variar mediante la heterodoxia de la Reforma, como en su día vio con claridad Gramsci. La clave de este planteamiento es que puede efectivamente ofrecer las categorías lógicas para estabilizar esas innovaciones (que eso es lo que quiere decir Gramsci por hegemonía) sin impedir ulteriores heterodoxias, variaciones y divergencias, potencialmente antihegemónicas, pues no tiene necesidad de dogmas. Esto puede hacerlo un pensamiento inspirado en la rica y versátil metafórica de la Vida, no en la rígida del Ser.

IV

Republicanismo de los vivientes

            Me gustaría hacer mención de algo que Alberto dice en su tercera entrega. Aunque aquí la retórica se hace un punto más agresiva, pero no es esto lo que me interesa destacar. La historia conceptual de la contemporaneidad que propongo no tiene nada que ver con una “tendencia clasificatoria y reductiva propia de las sociologías del conocimiento y la historia de las ideas”. Tampoco creo que yo aborde una taxonomía que use “etiquetas generalizantes y descuidadas”. Me he quejado por el contrario de que muchos estudiantes y académicos amontonan citas de autores cuyos modelos de pensamiento son precisamente poco compatibles. Esto es adentrarse en la noche en que todos los gatos son pardos. Esa confusión, que permite hablar de Deleuze y de Foucault como si a fortiori estuvieran de acuerdo, de Derrida y de Agamben, como si fueran siempre composibles, de Arednt y Ranciere como inevitablemente afines, ese método de la signatura en que todo es compatible con todo, creo que debe ser corregida. Pero reclamar claridad no puede ponernos eo ipso como si reclamáramos una nueva edición del Asalto a la Razón. Ese Lukács me es tan antipático como le pueda resultar a Alberto. Mi aproximación es antiespeculativa, desde luego, pero no tiene nada que ver con la sociología del conocimiento ni con la historia de la ideas. Pretendo establecer el significado que determinadas filosofías tienen en el presente, en lo que puedo estar equivocado, y lo hago mostrando su juego estabilizador de mundos de la vida, a veces amplios, como la institución universitaria, a veces pequeños, como el ethos pequeño burgués de los profesores de filosofía. En la búsqueda de ese significado desde luego, no se trata de bien y mal, y no veo donde está el maniqueísmo de mi posición. Este tu quoque, en el que se me acusa de desconocer la fuentes de otros pensamientos, me parece sobremanera improductivo. Reconozco muchas fuentes de pensamiento, y ciertamente no considero que las estructuras profundas del pensamiento estén vinculados a una temporalidad reducida. Eso distingue el pensamiento de la ciencia. Pero con la misma fuerza me niego a aceptar una valencia metahistórica, que permite que determinados pensamientos sean válidos sin atención a que sus mediaciones y estilos, Stimmungen, problemas y sentidos fueron respuestas a momentos históricos. Por supuesto que el expediente del Ser quiere realizar esa función, pero no creo que lo pueda lograr. Es una red demasiado ancha, como estrecha es la sociología del conocimiento clásica. La crítica (no la historia de las ideas, ni la sociología del conocimiento) quiere hacer una red adecuada, que recoja diferentes tiempos. Pero para eso la crítica distingue el pensamiento del comentario de texto que supone que un texto es a fortiori actual en su significado para nosotros.

            En su tercera entrega, Alberto, afirma que el estar ciego a estas posibilidades me cierra diversas oportunidades que podrían ser muy útiles al desarrollo de mi propio pensamiento. Como he dicho, acepto el sentido que él le da a la noción de posthegemonía, en la medida en que reconoce el neoliberalismo como una hegemonía actual. Yo no estoy muy preocupado por esta cuestión por dos razones: primera porque me preocupa mucho más la metamorfosis del neoliberalismo liberal en neoliberalismo fascista. Esto es: me preocupa el cambio de hegemonía a desnuda dominación del esquema de pensamiento neoliberal. Segundo, porque no veo en el horizonte una contrahegemonía, lo que en todo caso permitiría imaginar el neoliberalismo superado. Creo que a estas alturas sabemos que el populismo nacional-popular no es una opción contrahegemónica. Es una opción de resistencia y la respeto y valoro, pero no pondrá fin al neoliberalismo. Por el contrario, creo que en el mundo comienza una larga época de variaciones, de ensayos, de heterodoxias, de corrimientos de poder, de zonas confusas en las que los sobrevenidos serán peligrosos. La propia Unión Europea no ha dejado atrás la matriz neoliberal por haber innovado en su doctrina del Baco Central. Pero lo que suceda a partir de ahí nadie lo sabe. Las heterodoxias se saben donde empiezan, pero no como acaban. No me siento por tanto presionado por la dialéctica hegemonía-posthegemonia, ni por la hegemonía que vendrá, sino por respirar en medio de la hegemonía que padecemos. Ese respirar no puede funcionar sino al servicio de hacer más presente ese republicanismo de los vivientes y su libertad e igualdad para formas mundos de la vida.

            También estoy de acuerdo en que discutir a fondo la posición de Alberto sobre la infrapolítica podría ser muy útil. Aquí quiero decir con claridad que no tengo aspiraciones de definir una posición propia. Así que de buena gana estoy dispuesto a enrolarme en la posición que me convenza. Pero incluso con esta disposición, realmente abierta, no puede dejar de ver las cosas desde mi propio estilo de pensar, que es más bien concreto, circunstancial, y que sólo tiene una estructura implícita, porque estoy más interesado en que sea funcional en una circunstancia que en que se le pueda desplegar de forma abstracta desde el refinamiento lógico. En este sentido, cuando leo la frase que Alberto cita, la de la comunidad de los vivientes, fuera del contexto del libro, no me reconozco en ella porque me parece que no funciona bien. Creo que ese es el ethos en el que estoy instalado. Por eso atiendo esta conversación. A veces pienso como Canetti, que debería leerme más a mi mismo, con la finalidad de configurar una posición más clara. Pero me resulta imposible. No lo soporto. Así que dejo al receptor que quiera refinar lo que digo porque estoy más pendiente de que le llegue algo significativo que de producir algo que valga para otros contextos.

            Por supuesto que estoy de acuerdo en las grandes líneas. Dejar atrás toda teología política como tarea política del presente, sin duda. Que la inspiración marxista fue de esta índole, ¿quién puede negarlo? El texto de Gramsci sobre el príncipe moderno del Partido en tanto definición de militancia produce esa impresión, aunque todavía se pueden apreciar distancias entre una forma de organizar el partido desde el culto a la personalidad y desde un compromiso democrático. No es lo mismo una militancia que está atravesada por la crítica que una que no lo está; no es lo mismo una que asume la contingencia de la propia posición práctica, que una que solo juega con la noción de necesidad. Todo esto cuenta, pero al final estamos de acuerdo, el marxismo alberga una inclinación teológico-política tan fuerte que podemos decir, incluso, que Schmitt no es sino un imitador. Pero mi actitud no es la espera y aquí una vez más me encuentro con dificultades a las que ya he aludido. Mi actitud es la desviación crítica, la formación de un pensamiento divergente, de una heterodoxia, en buena medida dependiente del contexto. Comprendo el catolicismo inglés, pero me gusta el reformismo desde abajo español. Una universidad que no esté burocratizada, sino resistentemente diferente; una prensa que no mantenga el libro de estilo de ningún periódico, una economía doméstica que no esté obsesionada por la capitalización, una política que sea irreverente con la derecha y la izquierda, un arte que no siga la moda. Todo esto parece negativo, pero no es así. Cambia lo estabilizado. Ese es mi ethos, no el de la espera. No es un activismo por producir diferencias. Es buscar la ocasión de actuar de otra manera y de dejar lugar a la modalidad de lo sobrevenido.

            Esta respuesta lleva camino de ser infinita, pero han sido muchas las cuestiones que se han levantado. No es un vacío sentimiento de hostilidad lo que mueve mi escritura, como dijo alguien en la intervención en el Instituto de Benjamín Mayer. Es sencillamente la profunda convicción de que no estoy disponible para repetir pensamientos cuyo anclaje en las realidades en las que vivimos no veo en modo alguno claro y que por eso tienen poco sentido concreto para mí. Esa sensación de extrañeza puede ser fruto de la miopía, como dice Alberto, y es muy posible; pero creo que este caso no está exenta de cierto cansancio y fastidio por unos caminos del pensamiento que se han convertido en abstracciones y cuya función para orientar nuestras prácticas cotidianas para oponerse a la dimensión absoluta del capitalismo neoliberal y sus esbirros no las entiendo.

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