Modo intelectual y “aprender a vivir.”

Una conversación reciente con Jaime Rodríguez Matos me llevó a releer la entrevista de Jean Birnbaum con Jacques Derrida, que apareció en Le Monde unas semanas antes de la muerte de Derrida y que constituye por lo tanto su última entrevista, hecha con plena conciencia de la gravedad de la enfermedad que acabaría ganando la batalla.  La entrevista se tradujo al inglés bajo el título Learning How to Live Finally.  The Last Interview (Pascale-Anne Brault y Michael Naas trads.  Hoboken, NJ: Melville House, 2007).  La entrevista, cruzada por el desgarro de la dificultad de “aprender a vivir,” tarea siempre inconclusa y nunca liquidada, concluye con palabras que remiten a la interrupción, estructural y nunca querida, inforzable, de la experiencia de apropiación del tiempo.  Pero yo no creo que esta interrupción—llamémosle el interdictum estructural con respecto de toda posibilidad de apropiación plena del tiempo—sea una objeción contra el entendimiento del ser humano como radicalmente mortal, sino al contrario:  es esa interrupción la que nos hace mortales, y así prepara la posibilidad de aprender a vivir.   Estas son las palabras de Derrida: “Sentir alegría y lamentar la muerte que espera son para mí la misma cosa.  Cuando rememoro mi vida tiendo a pensar que he tenido la fortuna de amar incluso los momentos infelices de mi vida, y de bendecirlos.  Casi todos ellos, con solo una excepción” (52).   Esa excepción singular (pero usted, querido lector, ¿cuántas excepciones propondría?  Será mejor que no se pase en el número) es a un tiempo obstáculo y confirmación de la relación afirmativa con la propia muerte.  No podría ser de otra manera. 

Me interesa sin embargo comentar otros dos momentos de esa entrevista, desde luego relacionados con el primero aunque más circunscritos a la experiencia del intelectual en relación laboral directa con la universidad.  En el primero de ellos Derrida, después de recordar la absolutamente extraordinaria generación de pensadores que marcaron a la de Derrida, “de Lacan a Althusser, e incluyendo a Levinas, Foucault, Barthes, Blanchot, Lyotard, Sarah Kofman, y otros,” habla de un “ethos de escritura y pensamiento, un ethos intransigente o incluso incorruptible . . . , sin concesión alguna ni siquiera a la filosofía, un ethos que no se deja asustar por lo que la opinión pública, los medios, o el fantasma de un grupo intimidante de lectores puedan presionar a uno a simplificar o reprimir . . .  Es necesario salvar eso o traerlo de nuevo a la vida a cualquier coste.  Y la responsabilidad de ello es hoy tan urgente: pide una lucha sin cuartel contra la doxa, contra esos que se llaman hoy ‘intelectuales de los medios,’ contra un discurso general que ha sido preformateado por poderes mediales que están en las manos de ciertos grupos académicos, editoriales, político-económicos” (28).  Esto se decía en 2004, y ha corrido mucha agua bajo los puentes, toda o casi toda ella olvidada de esa responsabilidad que pedía Derrida, que es más bien hoy objeto de presuntuosa e inane ridiculización. 

Y el segundo de ellos remite a la universidad entendida como espacio “incondicional” de producción de verdad.  Derrida dice que Kant lo propuso particularmente para “la filosofía,” cuya superioridad está derivada del hecho de que “debe ser libre para decir todo lo que considere ser verdad bajo la condición de que se diga dentro de la universidad y no fuera de ella—y esa era mi objeción a Kant.  En el concepto originario de la universidad hay esta demanda absoluta de libertad incondicional para pensar, hablar y criticar” (48).  Creo que los últimos quince años han modificado radicalmente el contexto en el que Derrida hablaba, y que hoy ya no es posible seguir manteniendo la pretensión de ese “concepto originario de universidad,” al que la institución no solo no responde sino que lleva años enterrando ávidamente.  De forma, yo creo, ya irreversible, me sorprendería equivocarme.

Por supuesto ambos problemas están relacionados: que hoy Facebook o Twitter marquen absolutamente la posibilidad de expresión, que la batalla (¿política?) por la recepción sea una batalla dada solo en los medios (podemos añadir Academia.edu) es sin duda lamentable, pero ¿quién cree todavía que nadie lea nada que no haya sido previamente colgado en Facebook, etc.?  ¿Cuándo fue la última vez que se entregó usted, en su cómodo sillón, a repasar los artículos publicados en el volumen editado por el profesor K., de la universidad de Bucarest?  Y pienso que la decadencia radical de la universidad como lugar de producción de verdades no vinculadas directamente a la explotación económica, y así sujetas a mandatos de mercado, forma sistema con el modo de producción intelectual sancionado por el reconocimiento del bendito público de Facebook.   Quizás Derrida sospechaba ya todo esto, en 2004, y quizá Derrida no podía ni imaginarlo—nunca lo sabremos.  Lo cierto es que, a mi juicio, esas reflexiones de Derrida son hoy solamente indicativas del lugar de una pérdida más, y conllevan, desde nuestra perspectiva, cierta ingenuidad que, en cuanto ingenuidad, es ya indefendible.  Dice Derrida: “En principio, la universidad continua siendo el único lugar donde el debate crítico debe permanecer incondicionalmente abierto” (49).  ¿Ah, sí?  Vaya usted a plantear un debate crítico abierto en la universidad de hoy y verá con qué inusitada rapidez queda usted catalogado como infame paria, sin condiciones. 

Por supuesto que ser catalogado como infame paria en la universidad puede no ser su “sola excepción” a la experiencia afirmativa del eterno retorno de su pasado.  Puede usted muy bien tener la energía suficiente para amar esa experiencia y convertirla en alegría.  Adelante con ello.  La cuestión es que ser percibido de esa forma, en la universidad o en Facebook, en la universidad y en Facebook (¿hay hoy realmente diferencia discursiva fuerte entre ambas instituciones?), no ayuda a la producción incondicional de verdades, ni siquiera al mantenimiento de ese ethos intransigente o incorruptible que hoy parece ya tan abiertamente anacrónico, solo entendible poco menos que como curiosidad de archivo.

¿Qué hacer, entonces?  ¿A qué debemos renunciar para buscar, también en la vida intelectual y su praxis, la posibilidad de “aprender a vivir”?  Yo no tengo respuesta, o por lo menos no tengo una respuesta que quiera arriesgarme a publicar aquí.   

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