Anarquía y pasión absoluta. Diálogo con Gerardo Muñoz, “¿Democracia o anarquía?”

Quiero tratar de continuar la conversación pública o por lo menos abierta respecto de lo que plantea con nítida claridad Gerardo Muñoz en https://infrapolitica.com/2020/05/28/democracia-o-anarquia-por-gerardo-munoz/  Creo que el tema, y el texto de Gerardo, son lo suficientemente provocativos como para procurar darle algunas vueltas y ojalá otros se sumen a esto.  Desde luego en él se anudan oscuramente varias tendencias del pensamiento contemporáneo, entre otras las asociadas a los nombres de Levinas, Derrida, Schürmann, Agamben y Rancière, así como a otros a los que no podré referirme excepto por posible implicación, que quedaría por desarrollar en discusión posterior.  No es quizá necesario decir que no hago a Gerardo responsable de lo que sigue: la asumo yo toda. 

 Dado que Agamben es el referente teórico principal en el texto de Gerardo, me gustaría empezar proponiendo a discusión la siguiente cita de Creazione e anarchia:   “una buena descripción de las sociedades llamadas democráticas en las que vivimos consiste en definirlas como sociedades en las que la ontología del mando ha reemplazado a la ontología del aserto, pero no en la forma clara de un imperativo sino en la más solapada del consejo, de la invitación, del aviso dado en nombre de la seguridad, de tal manera que la obediencia a una orden toma forma de cooperación y, a menudo, de una orden que uno se da a sí mismo . . . Los ciudadanos libres de las sociedades tecnológico-democráticas son seres que incesantemente obedecen en el gesto mismo con el que imparten órdenes,” por ejemplo, en sus iPhones u ordenadores, puesto que para hacerlos funcionar deben dar órdenes que obedecen a reglas inscritas en la estructura misma del aparato.  En esta cita Agamben tiene bien presente tanto la doctrina nietzscheana de la voluntad de poder como la posición heideggeriana ante la técnica como fin y consumación de la metafísica, y también posiciones como las de Lacan en sus referencias al discurso capitalista.  También la de Tiqqun en La hipótesis cibernética.  Pero esta cita—que da no más que un ejemplo que habría que usar metonímicamente–significa que la estructura de nuestras sociedades es una estructura árquica, o eso es lo que dice Agamben si se acepta su argumento.  Con respecto de ella Agamben, que no se priva de decir “la anarquía siempre me ha parecido más interesante que la democracia, pero no hace falta decir que cada uno en esto puede pensar lo que de la gana,” establece una diferencia entre la opción de  Schürmann, quien en su El principio de la anarquía habría propuesto una liquidación de la noción de arché hacia un simple “advenir a la presencia,” y la de Derrida, que trata de neutralizar todo arché para alcanzar un “imperativo puro, sin contenido alguno excepto la conminación ‘!interprete!’.”  La opción anárquica de Agamben remite, con reparos, a la de Schürmann más que a la de Derrida, en la búsqueda de un desmantelamiento del principio árquico en la democracia liberal que podríamos llamar “hegemonía” (cosa que no es explícita en Agamben.)

Podemos complicar un poco más el cuadro recurriendo al capítulo sobre “Principio y anarquía” en De otro modo que el ser de Emmanuel Lévinas.  Sabemos que para Lévinas la conciencia no agota el horizonte del ser y no puede ser considerada, como lo hizo la modernidad, bajo el nombre de subjetividad trascendental, entendida como el ser de los entes. O quizás, perversamente, puede de hecho considerarse que la subjetividad moderna nombra el ser de los entes, pero solo para inmediatamente postular el correctivo de una región me-ontológica (del griego me, que significa “no”) que estaría situada más allá del ser, más allá de la conciencia. Tal estructura meontológica sería, para Lévinas, anárquica, mientras que toda noción de “principio” estaría del lado de la conciencia. De hecho, la subjetividad es el principio invocado en la frase “principio y anarquía,” como testifica la siguiente cita: “Siendo un tema, siendo inteligible o abierto, poseyéndose, perdiéndose y encontrándose desde un principio ideal, un arché, en su exposición temática, el ser lleva adelante su affaire de ser. El desvío de la idealidad [Lévinas acaba de decir que ‘incluso un ser individual, empírico, es accedido desde la idealidad del logos’] lleva a coincidir consigo mismo, esto es, a la certeza, que permanece la guía y garantía de toda la aventura espiritual del ser. Pero esta es la razón por la que tal aventura no es una aventura. Nunca es peligrosa: es auto-posesión, soberanía, arché.”  Es árquica y no anárquica, y responde a un principio de mando y control.  La subjetividad contemporánea es no solo cómplice sino configuración y producto de la voluntad de poder, de la ontología del mando, del origen como voluntad de mando.  El sujeto, la conciencia, es voluntad de poder. 

            Si fuera a haber una “espiritualidad” más allá de la “tradición filosófica de Occidente,” piensa Lévinas, tendría que encontrarse más allá de la conciencia, esto es, siempre más allá del ser ya árquico. Ese sería el lugar de la “anarquía.” De una anarquía peligrosa y aventurera que las nociones occidentales no ofrecen. La anarquía es presentada por Lévinas como persecución y obsesión. “El sujeto es afectado sin que la fuente del afectar se haga tema de representación:” “la anarquía es persecución. La obsesión es una persecución en la que la persecución no inventa el contenido de una conciencia enloquecida; designa la forma en la que el ego es afectado, una forma que es una defección de la conciencia. Esta inversión de la conciencia es sin duda una pasividad—pero es una pasividad por debajo de toda pasividad.” Lejos de ser una hipertrofia de la conciencia, nos golpea con daño irremediable y nunca bienvenido. Viene del afuera. No es domesticable, no admite reducción alguna a principio. Es una pasión absoluta: “Esta pasión es absoluta porque toma lugar sin a priori alguno.” ¿La queremos, la buscamos?  Pero esa pregunta solo puede ser una pregunta para la conciencia, regida por lo árquico. Más allá de la conciencia no podemos resistirla, y eso es todo lo que puede decirse.  La anarquía es por lo tanto en Lévinas la llamada a lo incondicional que nos cae encima desde el Otro, o desde lo otro, lo que quiera que sea, forzando el desmantelamiento de toda certeza árquica, así del principio de la conciencia o de la conciencia como principio, pero también de toda ontología del mando. ¿Qué es, específicamente? Lévinas lo llama “una relación con una singularidad.” Irrumpe desde una proximidad que no podemos organizar ni medir, y es una proximidad por debajo de todas las distancias (“no puede reducirse a ninguna modalidad de distancia ni de contigüidad geométrica”). Es la “traza:” “Esta forma de pasar, molestando el presente sin permitirse ser investida por el arché de la conciencia, estriando con sus dientes la claridad de lo ostensible, es lo que hemos llamado una traza.”  Esa traza no es reducible ni domable ni sometible a mando. Excede o sub-cede.

            Schürmann, al invocar por su parte el principio de anarquía como respuesta política en tiempos que él considera de transición (epocal, histórica) a la ausencia de principios metafísicos, que es la nuestra, parece naturalizar, y así denegar, el aspecto persecutorio de la anarquía me-ontológica.  Como si no hubiera nada particularmente doloroso en ser arrojado a una relación anárquica como obligación y exigencia radical. Como si, por lo tanto, los recursos de la subjetividad—la subjetividad del pensador—pudieran ser suficientes para mantener la peligrosa aventura de la anarquía bajo control. Pero esto implica que el principio schürmanniano de la anarquía podría no ser más que la reacción todavía subjetiva al desmantelamiento epocal de la metafísica. Si esto fuera así, el principio schürmanniano de anarquía emergería, pura y simplemente, como principio y como principio de la conciencia. Y de forma todavía radicalmente moderna y por lo tanto metafísica, en términos levinasianos.  La anarquía schürmanniana corre el riesgo, contraintencionalmente, de hacerse otra forma de maestría principial, o más bien, la anarquía, como principio, sería la última forma de maestría, la última forma de control subjetivo. En el tiempo de la transición, postulada como tal por la hipótesis de la clausura metafísica, la metafísica todavía vende butacas para un espectáculo de consolación y consolidación. Y quizás esto no basta. La anarquía como principio no es exposición sino contraexposición. Es reacción, domesticación, re-encierro, atrapamiento.  Esa no es la forma en que Gerardo plantea el tema, quizás tampoco Agamben, quizás tampoco Schürmann si su muerte prematura no le hubiera impedido continuar su obra.  Gerardo, esto se lo atribuyo yo y él puede corregirme si me equivoco, no apunta hacia una configuración principial, árquica, en su propuesta anárquica, sino que plantea la anarquía como dimensión en el límite de la política democrática, como dimensión no reducible a mando ni subsumible en hegemonía, como dimensión des-legitimadora y anómica de toda ontología de mando siempre en cada caso. 

¿Qué pasa entonces con la democracia?  Rancière entiende muy bien que el problema de la democracia total o absoluta está muy lejos de ser mero asunto de dejar que sean precisamente las fuerzas de la democracia total o absoluta las que triunfen.  Para él la política es siempre un campo polémico y sin estabilidad, donde todo logro puede ser revertido y toda derrota es temporal: la política está siempre a merced de la policía, aunque también la policía puede sufrir derrota política.  En su ensayo “Should Democracy Come?  Ethics and Politics in Derrida,” Rancière aclara que el concepto mismo de democracia vive en una inestabilidad radical, no porque los que gobiernan sean a veces sabandijas, aunque lo sean, sino porque hay una diferencia inherente a la democracia misma que la hace constitutivamente incapaz de autoconseguirse como forma de gobierno.  En la medida en que la democracia ha de ser entendida cabalmente como “exceso respecto de toda forma de gobierno” la postulación de la democracia como absoluta, como imperium absolutum en la formulación spinoziana, no tiene sentido.  Pero ese sinsentido de la democracia no ha de llevarnos a su rechazo en nombre de pureza ética alguna.  La eticización de la democracia es el viejo caballo de batalla de Rancière, y la fuente de casi todas sus deslegitimaciones.   Para Rancière la democracia, en cuanto término político, debe caer bajo la racionalidad política, aunque tal racionalidad esté lejos de ser simple.  La renuncia de la politicidad democrática en nombre de la ley ética, de cualquier ley ética, no es sólo objetable filosóficamente, sino que lo es todavía más desde el punto de vista político.  Y eso es lo que está en juego en su confrontación con Derrida.  La pregunta fundamental de Rancière es si la deconstrucción puede llegar a definir un pensamiento político, es decir, “un pensamiento de la especificidad de lo político.”  Ranciére piensa que la deconstrucción, como Lévinas, es incapaz de trascender una estructuración ética de la existencia.   Pero ¿qué ocurriría si postuláramos, como parece hacer Gerardo invocando a Agamben, no una estructuración ética, sino una estructuración anárquica de la existencia, y por lo tanto a fortiori una dimensión anárquica siempre irreducible, siempre destituyente, en el corazón de toda democracia posible?

Para Rancière la posibilidad misma de la democracia implica antes que nada la renuncia al principio de legitimación de gobierno, es decir, a cualquier forma de arché.  El ciudadano en democracia, en la medida en que es el ciudadano que puede indiferentemente participar en el gobierno y en ser gobernado, cancela de antemano la lógica del principio de gobierno.   Demos es fundamentalmente el principio aprincipial de la indiferenciación, principio anárquico que dis-yunta, es decir, junta disyuntivamente, las nociones de poder y de demos.  No hay comunidad política sin tal unción disyuntiva:  sólo si hay indiferenciación en el principio del poder, lo cual significa que la única cualificación para ejercerlo es no tener cualificación alguna, puede haber política, en un contexto en el que la política, para ser política y no mera dominación principial, tiene que ser siempre de antemano política democrática.   La parte de los que no tienen parte, para usar la famosa formulación de Desacuerdos, no es el resto subalterno, no es el oprimido o la víctima, no es, primariamente, posición identitaria alguna, sino que es justamente la indiferenciación misma con respecto de cualquier principio de cálculo o de cuenta.  Llamémosle, cosa que Rancière no hace, a esa indiferenciación dimensión posthegemónica, o anárquica, esto es, bien entendido, dimensión posthegemónica y anárquica de toda democracia.  El problema es que, al ser indiferenciación con respecto de todo principio calculativo, tiende siempre a descontarse y a ser descontada.   El agente del descuento es lo que Rancière llama “policía,” y contra ello está, en cada caso, la afirmación indiferenciante, la negación de la negación policiaca—tal afirmación en doble negación es la política misma en su carácter constitutivo.   Forma disenso con respecto del consenso social, y de ahí su carácter siempre productivamente estético: abre nuevos sensorios e instala un nuevo régimen de lo visible.  La posthegemonía siempre irrumpe, cuando irrumpe, en antagonismo con respecto de toda ontología de mando, en antagonismo destituyente, como persecución y obsesión.  Y golpea estructuralmente el corazón de toda hegemonía. 

Para Rancière no hay en Derrida nada que permita suponer que él también piensa la política como poder del demos, como poder del principio aprincipial de la indiferenciación.   Dice Rancière: “su democracia [la de Derrida] es una democracia sin demos.  Lo que está ausente en su perspectiva sobre la política es la idea del sujeto político, de la capacidad política” (278).   Rancière piensa que, si la democracia en Derrida es una democracia sin demos, es porque Derrida rehusa o es incapaz de tematizar la idea de un sujeto de la política.  Cuando Rancière condena como mera ética el entendimiento o el rechazo de la política en Derrida, tal condena podría retrotraerse a la supuesta ausencia de un sujeto pleno de la política en Derrida, de un sujeto capaz de tomar sobre sí el nombre de demos, y de actuar desde tal impostación, desde tal “como si:” “hablo y actuo como si yo, el cualificado por mi descualificación, fuera el nombre mismo del pueblo, el nombre mismo del principio constitutivo de la acción democrática.”   Según Rancière nada en Derrida autorizaría a nadie, esto es a ningún cualquiera, a ningún desnombrado, a decir tales palabras o a actuar como si quisiera decirlas.  Y esto impide el proceso de convergencia contrahegemónica o posthegemónica.  El problema de la deconstrucción es que no nombra un sujeto de la política. Ahora bien, ¿tiene razón Ranciére?

Dice Rancière que Derrida no puede entender al sujeto demótico de la política porque para él, como para muchos, pues se trata de una “idea ampliamente aceptada” (279), “la esencia de la política es soberanía” (279).  Y, dice Rancière, para Derrida el soberano es el otro, esto es, el huésped que, al imponer incondicionalmente la ley de la otredad, la ley imposible de la hospitalidad incondicional, excluye de lo posible la exigencia de reciprocidad, la exigencia de sustituibilidad y así hunde cualquier perspectiva indiferenciadora esencial para la política democrática.   Según Rancière la teoría de la soberanía retorna en Derrida como la soberanía del otro.  Derrida, dice Rancière, sustituye disenso por aporía y “aporía quiere decir que no puede haber posibilidad de acuerdo en la práctica del desacuerdo.  . . . que no puede haber sustitución del todo por la parte, que ningún sujeto puede performar la equivalencia entre mismidad y otredad” (282).  Es decir, para Ranciére, no se trata solo de que Derrida y la deconstrucción no tengan concepto de la especificidad de la política; se trata más bien de que evacuan la posibilidad misma de una práctica política en democracia. 

Pero, si el soberano es efectivamente el otro, si la anarquía es persecución por parte del otro, y desgarro en la aquiescencia a la demanda del otro, si entendemos la anarquía como persecución y ruptura de la ontología del mando en la indiferenciación posthegemónica, entonces Ranciére no ha sido suficientemente generoso o ha quedado excesivamente enganchado en su énfasis en la conciencia subjetiva como principio hegemónico de la política.   A partir de tal entendimiento, al que Gerardo parece apuntar, sería posible reinterpretar o corregir—si esto último hiciera falta empíricamente, pero no la hace: el pensamiento no depende de autoridades—la posición política ostensible en Lévinas o en Derrida o en otros pensadores de la constelación postheideggeriana y acordar con Agamben en la necesidad de una postulación anárquica en el límite mismo de la democracia.  Excepto que, en democracia, el límite es su corazón mismo. 

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