Lo primero es felicitar a Robert y a su equipo de colaboradoras y colaboradores por haber dedicado tanto tiempo y esfuerzo tanto a la creación de su archivo de narraciones digitales como al libro. El proyecto es altamente útil e importante y desde luego tiene una función política de primer orden. Reconozco el enorme esfuerzo y el cuidado que fue necesario para llevar esto a buen puerto, y son cosas por las que debemos estar muy agradecidos a Robert y a su equipo. Entendemos también las dificultades que todo ello ha presentado y la generosidad e incluso la valentía que fueron esenciales para superarlas. Para mí, como coeditor de la serie de University of Texas Press en la que el libro aparece, fue un honor y un privilegio haber apoyado la publicación. El libro presenta el archivo, pero lo hace selectivamente de forma orientada a manifestar y enfatizar su fuerza política.
Me gustaría indicar ahora dos puntos en los que quizá podemos insistir en la discusión, pero quiero hacerlo de forma tangencial, solo pasar por ellos, para luego enfocarme en lo que realmente me interesa más. Esos dos puntos son, el primero, la insistencia en la noción de comunidad, que me parece un tanto contraintuitiva en la medida precisa en que las historias de deportados que nos cuentan son más bien historias de aquellos que no tienen comunidad, que han perdido su comunidad. Los deportados constituyen en el mejor de los casos una comunidad de los que no tienen comunidad–y la herida infligida en ellos es precisamente la herida de la pérdida de comunidad.
El segundo punto tiene que ver con la insistencia en el llamado “conocimiento migrante.” Yo hubiera preferido mayores referencias a la noción de experiencia. No estoy seguro de que la experiencia cree conocimiento cuando la experiencia es de naturaleza traumática. El trauma no aporta conocimiento, o lo hace muy rara vez. Por el contrario, como nos enseña la literatura crítica sobre estas cuestiones, el evento traumático des-aprende, crea un shock epistémico. Así que la noción de conocimiento migrante para mí permanece enigmática y solo puede ser entendida de forma tropológica o metafórica. Como en el caso de la referencia comunitaria, el conocimiento migrante es en realidad el conocimiento de la pérdida de conocimiento, la adquisición de un des-conocer traumático. En fin, esas son dos cuestiones que me gustaría que discutiéramos.
He enseñado el libro en mi seminario de este semestre sobre mexicanos en Estados Unidos. La idea detrás del seminario era postular que la experiencia mexicana en Estados Unidos tiene como eje de referencia central la experiencia migrante. Así como la experiencia afroamericana no puede no pensar en la esclavitud y sus secuelas, aunque obviamente los afroamericanos no han sido esclavos en los últimos ciento cincuenta años, la experiencia mexicana no puede no pensar en las repercusiones de la experiencia migratoria, del cruce de la frontera, en tantos casos de forma no sancionada y últimamente perseguida por la ley. Aunque es obvio que no todos los mexicanos en Estados Unidos son migrantes o descendientes de migrantes, y tambien es obvio que no todos los migrantes, o sus progenitores, cruzaron la frontera sin sanción legal, hay una especie de metonimia social en juego desde la revolución texana que asimila lo mexicano en Estados Unidos al estatuto del migrante subalterno recibido con fuerte ambivalencia social, y en ciertos periodos históricos con hostilidad clara. Irwin y su equipo se concentran en la historia de los últimos veinticinco años, que en general conforman uno de esos períodos hostiles, pero no dejan de insistir en otros momentos históricos de deportación generalizada, después de la crisis de 1929, por ejemplo, también en cierto momento del período de la Guerra Fría.
Por eso este libro que comentamos, y el archivo que lo sustenta, son esenciales para esta historia. Los deportados son algo así como el grado cero de la experiencia mexicana en USA, un caso límite, pero en cuanto caso límite también el lugar de una verdad histórica determinante y central. Podríamos decir, con cierta exageración simbólica, que el deportado, la deportada, cifra el secreto de la experiencia mexicana en USA–lo cual implica, entre otras cosas, que todo mexicano en USA tiene que establecer una relación con la deportación como principio amenazante, como condición de vida. Esa relación es clave para su subalternización efectiva, siempre presente en el trasfondo. Lo que el libro llama “new migrant ontologies” podría ser desplazado, si insistiéramos en ese vocabulario, a la noción de ontología migrante como condición permanente de la existencia mexicana en USA a lo largo de los últimos dos siglos. Por eso este libro tiene, además de sus virtudes intrínsecas, también una función simbólica más amplia y general.
Tengo poco tiempo y por lo tanto me gustaría usarlo para decir ciertas cosas en referencia a esa función simbólica más amplia y general de forma inevitablemente abrupta pero espero que clara. El libro se instala, para empezar, en el corazón de una crisis de la democracia norteamericana cuyos efectos durarán indefinidamente. La crisis tiene que ver con el fin de las ideologías de integración social que han sido funcionales al neoliberalismo norteamericano desde los años 80 del siglo pasado. El multiculturalismo caduca en el reconocimiento del hecho de que la democracia norteamericana funciona a partir de una exclusión constitutiva de sectores minoritarios de los espacios hegemónicos. Una sociedad en crisis por la exacerbación de sus contradicciones internas no puede ya sostenerse en viejos paradigmas de inclusión social de minorías en la distribución dominante de riqueza económica y de poder simbólico y político. En otras palabras, asistimos a un agotamiento histórico de las ideologías basadas en demandas de reconocimiento. Sabemos hoy que un racismo estructural endémico, dependiente desde luego del imperialismo europeo, no se resolverá en integración multicultural. Asistimos en otras palabras al agotamiento terminal de lo que en los últimos cincuenta años hemos venido llamando políticas identitarias, todas ellas basadas en la demanda de reconocimiento e inclusión que, en cuanto demandas, se producían en cada caso desde una posición de exterioridad con respecto de la articulación hegemónica dominante. Todas esas demandas buscaban una modificación de la hegemonía en un sentido inclusivo. Pero hoy entendemos que las luchas contra la hegemonía social constituida, autodenominadas luchas contrahegemónicas, han sido siempre en cierto modo ilusorias desde el punto de vista de una democratización real del espacio social.
Se hace por lo tanto necesario entender la praxis democrática de otra manera. Una visión alternativa del proceso democratizante no buscará ya la integración a la hegemonía dominante, entendiendo por otro lado que ninguna contrahegemonía es directamente accesible. Conviene apartarse de, por ejemplo, la celebración de particularismos culturales y demandas de tolerancia, reconocimiento e inclusión para pasar a insistir en aspectos de experiencia existencial cotidiana que constituyen formas de vida específicas y minoritarias. Si llamamos a esto vida infrapolítica, el corolario es que se hace necesario desarrollar formas de praxis política al margen de la demanda de inclusión hegemónica y a favor de una democracia posthegemónica.
Migrant Feelings, Migrant Knowledge se integra de forma orgánica en ese movimiento. Desde ese punto de vista me gustaría insistir en la vigencia en el libro de dos categorías conceptuales que formarían parte de esa “ontología” de la vida mexicana en USA: me refiero a la noción de fugitividad y a la noción de supervivencia. No tengo tiempo de leer las citas, pero puedo remitir a páginas: por ejemplo, páginas 95 a 97, en las que la noción de vida fugitiva queda vinculada a otra vieja noción de la vida hispánica, el marranismo, del que sin duda podríamos hablar largamente; la fugitividad es mencionada también en páginas 118, 128, 162: la noción de supervivencia en 104, 132, 135, 151, y 157-58. Para mí, estas dos nociones, fugitividad y supervivencia, son nociones centrales en la formación de lo que el capítulo 6, escrito por María José Gutiérrez, llama “theory from below,” o teoría desde abajo. Me gustaría también citar la totalidad del capítulo 7, cuya autora es Ana Luisa Calvillo, titulado “Infrapolitics and Deportation.” Aunque la noción de infrapolítica usada por Calvillo remite exclusivamente al trabajo del antropólogo James Scott, en el que la infrapolítica nombra “micropractices of resistance,” sería más que posible ampliar el marco de referencia hacia una noción de infrapolítica considerablemente enriquecida con respecto de la versión de Scott en la que algunos de nosotros llevamos tiempo trabajando.
Las experiencias puntuales de deportados de las que el libro da noticia son una magnífica aunque por supuesto lamentable adición a la posibilidad de un pensamiento nuevo sobre condiciones de democratización. Pienso que a ello contribuye Migrant Feelings, Migrant Knowledge de forma no exhaustiva pero desde luego excelente y crucial. Si este libro no existiera, habría que inventarlo.