
Buscando un libro veo y miro una foto específica en uno de los estantes de mi estudio, la que hicimos de los cuatro primos en una playa de Connecticut. Surge el recuerdo de una sensación íntima perturbadora, una memoria involuntaria. O no es memoria, no un recuerdo, sino que pertenece a la materialidad de la foto, y ahora la leo.
Es como una sombra en la foto. La foto me habla de una prisa interior. O es solo el desajuste o desequilibrio entre estar allí, en aquel sitio, en aquel momento, y sentirme a la vez desplazado a otra temporalidad, acuciante, desde la que el tiempo de la foto solo podría ser recordado con pesar.
Como si pesara sobre mí, en el instante de la foto, una obligación que obliteraba la realidad de aquel momento; que lo desrealizaba y lo volvía el lugar de una pérdida.
Pero sí, esto vuelve como memoria, no está en la foto. No es lo que leo ahora sino lo que sentí entonces. Y que solo ahora identifico y nombro.
Como si un pacto anterior hubiera ya consumado la imposibilidad de estar allí, entonces.
Como si mi alma constatara su venta previa—pero ¿quién fue?—a un futuro que nunca iba a llegar y que sin embargo ordenaba ineluctablemente mi vida.
Como si todo hacer o todo estar fuera siempre disimulación respecto de una sustracción de tiempo a la que yo habría accedido inmemorialmente. Algún engaño, algún error.
Como si no pudiera estar allí, estando, en virtud de estar o tener que estar en alguna otra parte que no existe.