
Han pasado tres semanas de autoconfinamiento. Saludo a los árboles que rodean nuestra casa y corto la hierba del prado (conseguí que me arreglaran el tractor, y el mío fue el último que arreglaron antes de cerrar la tienda) y espero la próxima visita del correcaminos, que sé que puede eludir a mis gatos perezosos. No he parado de trabajar, pero me doy cuenta de que mi trabajo no es trabajo, más bien solo ocupación que me llena el tiempo, eso sí, trabajosamente—reuniones por zoom de algún comité, inaguantables, mirar las noticias, tratar de estar el día con lo que aparece en las redes, aunque solo hasta cierto punto (las redes se están haciendo tan inaguantables como los comités, no significa nada tener 1,000 amigos), corregir lo que mis estudiantes me van mandando o redactar alguna indicación para ellos, tratar de leer sin distraerme con los mensajes de texto o de whatsapp, salir de paseo obligadamente, preparar la cena, buscar frustrantemente alguna película o serie que pueda interesarme sin llegar a conseguirlo (pero habrán pasado dos horas). Si en algún momento tuve la secreta tentación de celebrar el confinamiento como recuperación de tiempo, y por lo tanto de placer, ya es una tentación olvidada por inútil. El tiempo distendido produce un aburrimiento sordo, también leve nada más. Como se han cancelado todas las reuniones y talleres de los próximos meses, y como en general esta crisis ha ampliado ineluctablemente todas las fechas límites y ha reducido urgencias profesionales, no tengo nada urgente que escribir (bueno, una cosa que tendría que haber entregado hace ya un par de meses—pero esa urgencia no está en mí). Y no siento que ese vacío sea particularmente generador para escribir otras cosas a más largo plazo.
Empiezo a pensar, oscuramente, y esta nota es un esfuerzo por darle vía a ese pensamiento incipiente, que esa misma situación, cuyo tono anímico no alcanzo a poder nombrar, empieza a exigir algo así como una crítica general de mi vida, o más bien de las condiciones que he acabado por soportar como forma de vida, como hábito. A Hobbes le gustaba decir que la pasión fundamental de su vida habría sido el miedo. La mía, creo, el aburrimiento: tratar de eludirlo, fuera como fuera, ha sido mi estrategia vital más sostenida, desde siempre, desde que era estudiante en Barcelona y tenía que enfrentar domingos cóncavos hasta el presente, en el que intento movilizar interlocución a través de grupos de amigos o estudiantes en Slack, en general con muy poca fortuna, pasando por tantos grupos de trabajo, organización de talleres, propuestas de conversación, aceptación de tantos compromisos de presencia o escritura en los que a mí, realmente, no me iba nada y no me ha ido nunca nada excepto llenar el tiempo vacío. Tengo que aceptar una realidad dolorosa, que es la calidad meramente compensatoria de casi todas mis actividades profesionales de los últimos cuarenta años. Quizás por eso haya escrito relativamente poco: mis estímulos han estado siempre coartados, siempre condenados a una falta específica de liquidez, a una oclusión receptora. Entre la niebla autogenerada por mis pobres estrategias compensatorias siempre he podido ver el horror de la pregunta para qué, que no he sabido contestar excepto puntual y por lo tanto insatisfactoriamente. (Excluyo de todo esto la conversación con mis amigos, crucial para mí.)
Y no diré más porque me metería en otros problemas. La cuestión es saber si de esa crítica general de mi vida puede salir alguna forma de regeneración para los próximos años; saber si es posible recoger lo tantas veces arrinconado como estorbo, lo real o auténtico en mi vida, y darle vía libre; saber si es posible vivir en y para un tiempo que sea otra cosa que tiempo de compensación simbólica. ¿Es posible renunciar a lo que aburre todavía más que el aburrimiento que ostensiblemente busca reducir o eliminar? ¿Por qué no? Pero planteármelo me aterra. Mi vida cambiaría de tal forma que puedo no tener recursos para ello.