Tras el extenso y acertado comentario de Alberto Moreiras sobre el opúsculo de Heidegger, se me ocurre resaltar un aspecto quizá inadvertido en general:
En el escrito se vinculan de modo no explícito dos significados o nociones tradicionalmente opuestas, como las de verdad y libertad. La primera, colonizada para la esfera del conocimiento y la ciencia, propia de la razón teórica (según la di-visión kantiana); la segunda, fundamento inmediato de la acción, principio de la voluntad, propia de la razón práctica. En cierto modo, siguiendo la tradición kantiana, se trata del nombre de los dos paradigmas irreconciliables que Heidegger, sin embargo, sin llegar a identificar, vincula ontológicamente o, incluso de modo más potente, los vincula más allá de toda ontología, precisamente porque alcanza más allá de la razón teórica y la razón práctica (responsabilidad de una ontología previa que en un momento se llamó “ontología fundamental”, pero a la que ya no conviene ni siquiera ese título y ni siquiera el de “ontología”). Bien es cierto que ese más allá es en Kant un más acá, pues remite a esa función previa a la sensibilidad y al entendimiento (entendimiento que vale como fundamento idealista de la libertad en su versión fichteana y, por lo tanto, de la razón práctica); función previa en definitiva a la razón teórica y la razón práctica. Se trata, naturalmente, de la imaginación trascendental.
Se podría preguntar si Heidegger no está reiterando el papel de esa imaginación trascendental, pero al margen de la subjetividad, como si retomara el juego y la función de la imaginación más allá de su posición como facultad del conocimiento, es decir, como puro juego del ser (“dejar ser…”). Considerado desde el paradigma kantiano, Heidegger se habría adentrado en esa oscura función más allá de sensibilidad y entendimiento, justo donde tiene lugar esa extraña y misteriosa conjunción – en términos kantianos – del tiempo y las categorías (en un lenguaje más coloquial, se podría decir que ese es el horno donde se cuecen los conceptos, que precisamente por cocerse en ese horno, tienen una constitución temporal, naturalmente en el sentido de la Zeitlichkeit y no de la Temporalität). Ya no se trata, en definitiva, como bien recoge la nota de Alberto remedando a Heidegger, de la esencia de la verdad, sino de la verdad de la esencia, es decir, de la verdad del ser o, más allá todavía, de una verdad que solo puede consistir en ser (= el interno intercambio o diferencia entre encubrir y descubrir – o como se los quiera llamar), en cierto modo, en ser-diferencia. ¿Hay, así pues, diferencia entre verdad y ser o, más bien, verdad es lo mismo que ser, o sea, diferencia? Desde esta perspectiva tiene sentido esa primera determinación de la esencia de la verdad como libertad, que no quiere decir otra cosa que el único comportamiento posible (en el original, ese “comportamiento” se dice “Verhalten”) es justamente la posibilidad de establecer relaciones (a saber, en el original, “Verhältnis”), pero sin regla anterior. Por así decirlo, la regla consistiría justamente en el exclusivo manifestarse de la relación; una relación, en primer lugar, entre sujeto y predicado: lejos de que en la proposición a un sujeto le convenga lógicamente un predicado, esa relación es verdadera solo fenomenológicamente, o lo que es lo mismo, según su manifestarse, que también podría haber sido de otra manera (pues no hay regla, o sea necesidad, previa, de modo que la relación sujeto y predicado no viene prescrita). Si de la lógica está excluido el error –justamente porque la lógica se pone por encima y al margen de la libertad, del ser –, éste forma parte constitutiva de lo fenomenológico, al punto de que esto mismo dejaría de tener sentido sin su “ontológica” vinculación al error. Lo que llamamos “verdad lógica” no dejaría de ser también un hallazgo fenomenológico – en todo caso una producción – al que le atribuimos el carácter de necesario eliminando el factor fenomenológico, es decir, el manifestarse.
Pienso que la diferencia “lógica/fenomenológica” viene jugando un papel decisivo desde Ser y tiempo en adelante, de modo que una forma de entender el opúsculo del que hablamos (“Sobre la esencia de la verdad”), expresado más escolarmente, pasaría por traducir o retrotraer ese independizado y soberano valor lógico a su constitución (no fundamento) fenomenológica, de manera que lo menos importante de eso fenomenológico es que fuera la señal distintiva de una escuela, corriente de pensamiento o teoría, como lo es la Fenomenología. En cierto modo, Heidegger no deja de arrancar a ésta de su posición de teoría constituida para iniciar ese “camino de un pensar que en lugar de proporcionar representaciones y conceptos se experimenta y se pone a prueba como transformación de la relación con el ser” (“De la esencia de la verdad”, en Hitos, Madrid 2000, pag. 171, traducción de H. Cortés y A. Leyte).
¿Cómo es un pensar sin conceptos? En esta pregunta se esconde lo más lúcido a lo que apunta Heidegger y, también, lo más peligroso, en definitiva la relación entre arché y an-arché, sugiriéndose que de alguna manera lo primero depende de lo segundo (a la verdad es consustancial el error, casi como su principio – fenomenológico, claro).
Según una interpretación más malévola, se podría decir que Heidegger desactiva el significado político de la libertad, justo cuando la ontologiza radicalmente y la remite al origen (esencia) misma de la verdad. Pero en última instancia, incluso esa perspectiva no tiene que velar la posibilidad, políticamente más rica, de que rescatando esa “libertad” de su enclaustrada posición lógico-política se vislumbra una más potente: ¿esa a la que Alberto se refiere en su nota como “an experience of errancy is infrapolitical”? Pienso que bien puede ser, siempre que no se pierda de vista que “experiencing errancy itself” también se puede caer en una proyección mítica – justamente elevando a categoría el propio errar (o el error como fundamento) – pues no hay posición que se encuentre permanentemente libre de incurrir en la proyección mítica, una proyección de la que ciertamente tendría que cuidarse la infrapolítica. Después de todo, desde la posición de Heidegger, hasta la lógica fue proyectada míticamente a la culminante posición que se define como “la que no resulta de una proyección mítica”. Heidegger no deja de denunciar, como ya anticipó Nietzsche, al concepto como expresión del error, pero se trata de que en ese errar “lo opuesto al concepto” – por cierto, ¿en qué consiste esto? – no reemplace sin más a “la verdad”. El asunto es más complicado y el opúsculo de Heidegger constituye un reto permanente.
Muchas gracias, Arturo. En relación con tu caveat final sobre no convertir una voluntad antimítica en mito, quizá pueda sostenerse que esa “relación en retirada” o “withdrawing engagement” del que yo hablaba y que marca o marcaría la exposición existente que llamamos infrapolítica es señal de un estado de ánimo o tonalidad o disposición en cuanto tal efectivamente previa a la división kantiana pero que buscaría una proyección existencial antimítica, libre y reconocedora de la errancia irreducible (o, si quieres, fenomenológica y hermenéutica). No sería pensamiento conceptual, por tanto, sino que buscaría ante todo manifestarse como una forma de práctica, un “ejercicio” en cuanto tal siempre preparatorio, no más, y lo que prepara es el éxodo con respecto de la existencia insistente. El exercitium (ex + arcare) busca sustraerse al misterio de lo oculto, busca liberar eso oculto–sería todo lo posible, aunque fuera incesante, interminable. Pero eso tiene implicaciones. Políticas por lo pronto, pero sobre todo existenciales.
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