El quiasmo en Podemos. Por Alberto Moreiras.

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Uno de los problemas de aceptar la teoría de la hegemonía como marco exhaustivo del debate es tener también que aceptar lo que Ernesto Laclau llamaba “los fundamentos retóricos de la sociedad,” con sus secuelas inevitablemente sofísticas y antiparrésicas.   El político embarcado en la obsesión de “construir pueblo,” es decir, de construir hegemonía, no puede sino intentar acertar con la expresión que de suelo a un efecto de equivalencia, redefinible como catexis de identificación afectiva.   La retórica impera en esta táctica a expensas de la más sobria voluntad de decir la verdad—no se trata de que el hegemónico necesariamente mienta, sino más bien de que su voluntad de verdad está cruzada inevitablemente por una estrategia de disimulación, en la que lo disimulado es cualquier pulsión no susceptible de catexis identificatoria. El político populista apuesta por la comunidad, nunca por la separación. El espacio político hegemónico es siempre simulacro de comunidad, quizá en la esperanza vaga de que el simulacro se asiente en comunidad auténtica. La separación, como efecto necesario de la palabra verdadera (el que dice solo la verdad lo hace desde su soledad incompartible, desde aquello que en él no es comunitario ni busca catexis), es irreducible a práctica hegemónica o hegemonizante.

Hace unas semanas, cuando empezaba a perfilarse al menos públicamente la confrontación de posiciones entre Pablo Iglesias e Iñigo Errejón que iba a establecer las coordenadas para la reconfiguración del partido en Vistalegre 2, Iglesias le escribe a Errejón, o más bien le escribe al público con Errejón como pretexto de interlocución, una “Carta abierta a Iñigo” (cf. 20 minutos, 12 de diciembre 2016). En ella Iglesias habla de amistad, de “echarse unas risas,” de compañerismo e intimidad, pero se preocupa, dice, porque “quizás eso no dure siempre.”   Iglesias da un paso atrás, dice darlo, y le promete a Errejón que esta su carta pública, su carta abierta, no es la carta de “tu secretario general,” sino que es la carta de “tu compañero y amigo.”   La catexis identificatoria está implícita como propuesta para todo lector de la carta que tenga compañeros y amigos sin tener necesariamente secretarios generales al mando. Ah, qué bien, aquí no habrá autoridad, solo reflexiones íntimas. Eso me decían a mí mis tutores en el colegio, también decían hablar desde la amistad pura, y yo, por supuesto, les creía, cómo no creerles sin traicionar la amistad que yo mismo sentía.

Pero no hay que leer las cartas siempre desde la sospecha, eso está mal entre amigos y compañeros. Iglesias le da unas lecciones fraternales a Errejón, y le dice que se “enorgullece” de seguir siendo su candidato a secretario general, pero que no le es posible aceptar la separación que propone Errejón entre “proyectos y personas.” Esto es claro: si Errejón propone que la candidatura de Iglesias a la secretaría general no será amenazada, Iglesias le avisa con sinceridad amable de que a él le iba a resultar muy difícil, como a todo el mundo, ser el líder de un partido sin mando real, es decir, tener que liderar sobre las ideas y los equipos de otros.   Es perfectamente entendible y lógico. Así que Iglesias invita a Errejón a un “debate fraterno” que permita en última instancia “lograr la mayor integración de todos los proyectos.” Pero, Iñigo, no me pidas “que desvincule mi papel de secretario general de mis ideas.”   Creo que eso es lo esencial en la carta, que termina diciendo “quiero un Podemos en el que tus ideas y tu proyecto tengan espacio, del mismo modo que los de otros compañeros como Miguel y Teresa. Quiero un Podemos en el que tú, uno de los tipos con más talento y brillantez que he conocido, puedas trabajar a mi lado y no frente a mí.” “A mi lado y no frente a mí,” puesto que yo soy el secretario general, y te quiero a mi lado, porque soy generoso, no por debajo, no obedeciendo, no mandando tampoco (no me impongas tus ideas, respétame las mías), sino en tu lugar cabal, en el lugar que corresponde a alguien que no es secretario general y que así no ocupa el papel del líder. Hay líderes, y hay otros que no lo son tanto. Y el lugar natural de los que no lo son tanto en una organización política es al lado de sus líderes, no discutiendo con ellos. Eso manda malas señales, y confunde las catexis de la gente.

Me gustaría analizar la estructura que inmediata e infernalmente se crea a través de esta carta—pero la carta es solo síntoma de un estado de cosas, el estado de cosas hoy en Podemos y en la democracia española, y a ello nos remitimos, con respeto para ambos lados, entendiendo plenamente la enorme dificultad de la política, la dignidad de la política en cuanto actividad humana siempre elusiva en su verdad, siempre notoriamente esquiva.   Errejón reclama—ha reclamado, antes de la carta, como condición de la carta—su derecho a proponer listas a la dirección de Podemos mediante las que se encarne necesariamente una diferencia de ideas en la dirección misma. Errejón reclama un principio de pluralidad en el centro del poder de Podemos, algo perfectamente compatible con la teoría de la hegemonía. Errejón reclama, en otras palabras, que el significante vacío, encarnado en el secretario general, sea realmente un significante vacío, y así susceptible de ser llenado, fantasmática, retórica, ilusoriamente, por una multiplicidad de demandas cuya concreción—es decir, cuya jerarquización, cuya victoria o derrota, cuya significación en cuanto demandas—sería ya harina de otro costal, entregada a negociaciones siempre intensas a partir de la aceptación de que el conflicto es inevitable y siempre irreducible en política, sobre todo en política democrática.  Para que mis demandas sean oídas, Pablo, le dice Errejón, es necesario que tengan la visibilidad adecuada, y eso me obliga a proponer listas alternativas a las tuyas a partir de un conflicto que no podemos negar. Solo quiero que mis demandas estén, no quiero que me desaparezcan, aunque también quiera que tú continues siendo mi jefe, sigas al mando, sigas en el papel que ya otras demandas y sus cadenas de equivalencias te han otorgado, retórica y efectivamente.

E Iglesias le contesta, no menos lógica y razonablemente, que él, aunque sea, en cuanto secretario general, no más que un significante vacío, no puede vivir como significante vacío ni quiere ser significante vacío. Y no le gusta que otros, tú mismo, Iñigo, intenten aprovechar su calidad teórica de significante vacío para convertirlo realmente en un significante vacío, desrealizado, inerte, marioneta de las ideas de otros, y así ya incapaz de, como dice la carta, decir “ciertas verdades como puños,” excepto en calidad de consejero delegado, hablando por otros, como el muñeco del ventrilocuo. Pero entonces esas verdades ya no serán puños, serán simulacro de puños, serán meros artilugios retóricos. ¿Y cómo objetar a esto?

Es un quiasmo.  En el contexto de la teoría de la hegemonía funciona la contraposición entre el que dice su verdad en separación y el que la dice buscando articulación comunitaria.  El quiasmo entre Iglesias y Errejón es que ninguno de ellos puede renunciar a ninguno de esos dos registros, por razones en sí contrapuestas. La articulación retórica comunitaria paraliza y moviliza a Iglesias y la verdad parréstica en separación paraliza y moviliza a Errejón.  Se trama una figura retórica que puede quedar bien en el terreno de la poética, incluso de la poética política, pero que, como todo quiasmo, resulta existencialmente invivible. Ni Errejón puede aceptar el disciplinamiento del silencio—pliégate, Iñigo, no es el momento de imponer tus ideas, nunca será el momento de imponer tus ideas, hasta que seas el líder, olvidémonos de Vistalegre 2 y de la Asamblea Ciudadana, sabes, como lo supiste ya en Vistalegre 1, que la Asamblea Ciudadana es solo un momento más en la estrategia de catexis, en la estrategia de construir hegemonía, y tus ideas pueden jodernos, pueden romper la armonía hegemónica, pueden dividir al pueblo, pueden destruir el aparato—ni Iglesias puede aceptar la mordaza—aguántate, Pablo, tú quisiste ser un hiperlíder mediático, quisiste construirte como jefe solo en aras de tu capacidad retórica, de tu carisma parlante, aténte a eso, no trates de tapar la proliferación de ideas y propuestas, no trates de tapar las mías, la Asamblea Ciudadana es un momento necesario en la estrategia de catexis, y tus ideas pueden jodernos, pueden romper la armonía hegemónica, pueden dividir al pueblo, pueden destruir el aparato.

La situación—sostenerse en el quiasmo es existencialmente invivible, no ya para Errejón e Iglesias, sino para todos los inscritos en Podemos, que no encuentran forma de conciliar las posiciones pero saben que los votos que decidan serán votos que separen, saben que la situación tiene arreglo imposible, que solo la victoria de unos decidirá la derrota de otros, pero que la victoria será pírrica, y la derrota no será definitiva—no se zanja con “documentos políticos.”   El lector tanto de “Recuperar la ilusión,” que es la propuesta del equipo de Errejón, como de “Plan 2020,” que es la propuesta redactada por Iglesias, puede leer entre líneas diferencias que son solo administraciones de énfasis, variaciones retóricas sobre temas similares, y lo que queda es una difusa sensación de incompatibilidad fantasmática, es decir, no basada en ningún desacuerdo explícito, tangible.   La retórica misma, por los dos lados, busca unidad, y lima las diferencias, que quedan referidas solo al mayor predominio de buscar transversalidad en “Recuperar la ilusión” o de buscar unidad en “Plan 2020,” pero de forma que todos entienden como políticamente precaria, puesto que ni la transversalidad ni la unidad se consiguen en los documentos, sino en la práctica política cotidiana.

¿No es hora, ya, de dar un paso atrás, y de considerar que, si los presupuestos teóricos que han sostenido el curso de Podemos han llevado a este impasse, es hora de cambiar los presupuestos teóricos? Cuando uno no puede resolver un problema, conviene estudiar el problema, y cambiar sus coordenadas.   En ese sentido, me gustaría proponer solo dos cosas:

  1. Ni Pablo Iglesias es un significante vacío ni debería permitirse jugar a serlo. La figura del lider sostenida en la teoría del significante vacío produce el impasse de Podemos.  Iglesias debe renunciar a su auto-mantenimiento como líder de Podemos en aras de su carisma mediático, hoy maltrecho por otro lado. Si Iglesias ha de seguir siendo secretario general, que lo sea porque gana en votos, sin más consideraciones, sin más dramas, sin más creación artificial de ficciones teóricas insostenibles.  Iglesias debe aceptar su verdad como sujeto político y renunciar a su autorrepresentación primaria como significante vacío y receptor de deseo.  De esa manera podrá volver a tener “amigos y compañeros” y no más bien sumisos o insumisos.
  1. Y Errejón debe aceptar que ninguna transversalidad sustantiva es compatible con la teoría de la hegemonía, que la disuelve en equivalencia.   La transversalidad es la apuesta por un populismo an-árquico, a-verticalista, en el que la figura del líder no tiene más consistencia que la del gestor de los intereses de sus votantes. La ruptura posthegemónica–y esa es en el fondo la deriva de Errejón desde las elecciones de junio de 2016–es necesariamente la renuncia a la articulación retórica comunitaria como horizonte primario del discurso político.  La transversalidad reconoce la separación como condición constitutiva del discurso político.  Errejón ya está en ello, pero le falta recordar que no hay transversalidad si la transversalidad se afirma solo para ser mejor capturada en recuperación comunitaria.

Quizás sea necesario esperar a la emergencia de un Podemos anarco-populista, posthegemónico, antiverticalista.   Todo el programa real de Podemos podría potenciarse fuertemente desde esos presupuestos.   Es la teoría de la hegemonía la que crea el impasse presente. Veremos qué pasa la semana que viene, aunque la votación ya ha empezado.   Modestamente, como mero inscrito, sin militancia, imagino que será más fácil esa recomposición teórica a partir de la victoria de las listas de Recuperar la ilusión.

No Peace Beyond the Line. On a Footnote by Schürmann. By Alberto Moreiras

thThe complicated conjunction between “principle” and “anarchy” is motivated on the alleged or suspected fact that the so-called “hypothesis of metaphysical closure,” and the consequent loss of any recourse to principles or principial thought, do not immediately condemn us to an a-principial world, since, on the “transitional” line, at the line but not beyond the line, we can only think, our language can only offer us to think, the lack of a recourse to principles through the painful enunciation of the principle of anarchy, the principle of non-principles. This is not a trivial affair. If, as Reiner Schürmann establishes at the end of Broken Hegemonies, a hybristic insistence on the maintenance of principles as constant presence equals something like (non-ethical, non-moral, but nevertheless overwhelming) evil, the principle of anarchy might also be considered historial evil—is it not after all a reluctant recourse to principles in the last instance? A desperate clinging to the principle—an irremediable and yet bogus extension of its presence—under the ruse of anarchy?   How are we to negotiate the ultimate catastrophe assailing the hypothesis of closure?

I do not mean to answer that question. Let me only point out a curious circumstance. Emmanuel Lévinas, whose work could be considered committed to the awakening of goodness in his sense, published Autrement qu’Ëtre in 1974. His Chapter 4 opens with a section on “Principle and Anarchy” (Otherwise Than Being, 99-102). It could be expected that any posterior attempt at dealing with the “and” in Lévinas´ phrase would refer back to that work and those pages. And yet Schürmann’s Le principe de l’anarchie. Heidegger et la question de l’agir (1982) devotes only one footnote to Lévinas (in the English translation, page 346, on the difference between originary and original Parmenidism), and, let us say, half of another one, whose main thrust is a sharp critique of Derrida: “Among the company of writers, notably in France, who today herald the Nietzschean discovery that the origin as one was a fiction, there are those who espouse the multiple origin with jubilation, and this is apparently the case with Deleuze. There are others who barely conceal their regret over the loss of the One, and this may indeed be the case with Derrida. It suffices to listen to him express his debt to Lévinas: ‘I relate this concept of trace to what is at the center of the latest work of Emmanuel Lévinas,’ Jacques Derrida, Of Grammatology, p. 70. The article by Emmanuel Lévinas to which he refers announces in its very title—‘La trace de l’autre,’ the Other’s trace—how far Derrida has traveled from his mentor. For Derrida, the discovery that the ‘trace’ does not refer back to an Other whose trace it would be, is like a bad awakening: ‘arch-violence, loss of the proper, of absolute proximity, of self-presence, in truth the loss of what has never taken place, of a self-presence which has never been given but only dreamed of,’ ibid., p. 112” (Schürmann, Heidegger on Being and Acting, n. 44, 321-22). As you have just seen, there is no mention of Lévinas’s take on “principle” “and” “anarchy.”   Unless we take the implied, indirect critique to Lévinas’ notion of the trace as referring to an Other understood as neighbor, always already nostalgic of the pure presence of the One, as a terminal disagreement at the level of conceptualization.   But the footnote does not really warrant it.   So we can only hypothesize.

For Lévinas “consciousness” does not exhaust the horizon of being and should not be, against modernity, considered the being of beings. Or perhaps it can, but then the positing of a me-ontological region, beyond being, certainly beyond consciousness, becomes obligatory.   Within that structure, “principle” is very much on the side of consciousness: in fact, subjectivity is the principle. “Being a theme, being intelligible or open, possessing oneself, losing itself and finding itself out of an ideal principle, an arché, in its thematic exposition, being thus carries on its affair of being. The detour of ideality [Lévinas has just said that ‘even an empirical, individual being is broached across the ideality of logos,’ 99] leads to coinciding with oneself, that is, to certainty, which remains the guide and guarantee of the whole spiritual adventure of being. But this is why this adventure is no adventure. It is never dangerous: it is self-possession, sovereignty, arché” (99). If there were to be an “spirituality” beyond “the philosophical tradition of the West,” it would have to be found beyond consciousness, that is, beyond always already archic being.   It would be the place of “anarchy.” Of a dangerous and adventurous anarchy.

Anarchy is a persecution and an obsession. “The subject is affected without the source of the affection becoming a theme of representation” (101); “Anarchy is persecution. Obsession is a persecution where the persecution does not make up the content of a consciousness gone mad; it designates the form in which the ego is affected, a form which is a defecting from consciousness. This inversion of consciousness is no doubt a passivity—but it is a passivity beneath all passivity” (101).   Far from being a hypertrophy of consciousness, it hits us as irremediable and always unwelcome trouble. It comes from outside. It is not domesticable, tamable, it admits of no reduction to arché. It is an absolute passion: “This passion is absolute in that it takes hold without any a priori” (102). Do we want it? But the question is only a question posited to consciousness, to the archic.   Beyond consciousness we cannot resist it.

What is it? Lévinas calls it “a relationship with a singularity” (100).   It therefore irrupts from a “proximity” we cannot organize or measure, and it is a proximity beneath all distances (“it cannot be reduced to any modality of distance or geometrical contiguity,” 100-01). It is the “trace:” “This way of passing, disturbing the present without allowing itself to be invested by the arché of consciousness, striating with its furrows the clarity of the ostensible, is what we have called a trace” (100).

Is this commensurate to Schürmann’s thought of the principle of anarchy?   Does it come under the indirect critique of his footnote? Yes, without a doubt, it is “arch-violence, loss of the proper, of absolute proximity, of self-presence, in truth the loss of what has never taken place, of a self-presence which has never been given but only dreamed of.” Schürmann’s critique may hint at the notion that any surprise in this regard would be always naïve or feigned. It is true that Lévinas makes it dependent on the encounter with the other as neighbor (“What concretely corresponds to this description is my relationship with my neighbor,” 100).   This is what Derrida is said to depart from, and what Schürmann seems to take for granted as correct. The irruption of anarchy should not for him, any more than for Derrida, be reduced to an encounter with human otherness, even if the encounter with human otherness could trigger it every time, or some times, also as a persecution and also as an obsession. In Lévinas the persecutory obsession of relational anarchy does not seem to be triggered by unspecified being—it is always a relationship with a singularity that does it. But, leaving Lévinas’ ultimate position aside, there is something else in Schürmann’s gesture of (non)citation that should be questioned.

Schürmann seems to naturalize the persecutory aspect of me-ontological anarchy by positing (displeased) surprise at Derrida’s feigned surprise and celebrating Deleuze’s jubilation in the face of it.   As if there were nothing particularly painful in being thrown over to an anarchic relation.   As if, therefore, the resources of subjectivity—the subjectivity of the thinker—were or could be enough to keep the dangerous adventure of anarchy at bay, under control. But, if so, the principle of anarchy emerges, plainly, as principle, and principle of consciousness.   Anarchy runs the risk of becoming yet another form of mastery.   At the transitional time, posited as such by the hypothesis of metaphysical closure, metaphysics still runs the show as consolation and consolidation.   But this may not be good enough.   It is not exposure but counterexposure.