(El trato es hablar solo entre 10 y 15 minutos, lo cual implica tener que dejar de lado tantas observaciones sobre este intenso y por muchas razones perturbador libro de Miguel Morey. Al menos hasta la conversación que siga a nuestros comentarios preliminares. Me limito entonces a mencionar algunas cuestiones que me motivan particularmente.)
Me pregunto en qué registro discursivo colocaría Jacques Lacan la obra de María Zambrano, ella misma relativa enemiga de la razón discursiva. El pensamiento de Zambrano no sigue ni responde al discurso del amo, ni al discurso universitario, ni al discurso histérico, ni al discurso del analista. Tampoco al discurso capitalista. Es quizá discurso del saber, o del sentir, pero de la misma manera que podría decirse, sostenidas todas las diferencias, del discurso de Friedrich Nietzsche o del discurso de Georges Bataille o incluso de gran parte del discurso de Martin Heidegger. En Zambrano todavía está más acentuada que en los pensadores mencionados la diferencia con el discurso universitario–para no hablar de los restantes. Morey, en su libro, habla con cierta insistencia de la dificultad extrema no ya de entender propiamente a Zambrano sino sobre todo de escribir o de establecer una relación crítica con su texto–el texto zambraniano desborda y delira el discurso universitario también en ese sentido, más marcadamente que tantos otros discursos de pensamiento en el siglo xx. Es interesante esa renuencia y creo que no es posible atribuirla sin más al tipo particular de idiotez que el discurso universitario ha ido labrando para sí mismo de manera creciente y ya abrumadora. En cualquier caso desde sus primeras páginas Morey renuncia a hablar sobre María Zambrano y opta por hablar desde ella o en relación con ella.
En el capítulo 10, un capítulo relativamente tardío en el libro de Morey, nueve lo preceden, nueve de once, al margen de los Apartes, Morey repite que “los alcances precisos” del pensamiento de Zambrano “se nos escapan” (223). Y continúa:
Hace ya mucho tiempo que nos movemos en su atmósfera, pero estamos lejos de haber podido tomar realmente tierra. Y tal vez siga siendo así aún durante un tiempo. Sin duda llegará la hora en la que su propuesta de una razón poética podrá comenzar a ser aquilatada en toda su complejidad, y cuando así se haga es seguro que no dejará de constatarse su asombrosa proximidad con muchas de las más nobles, por culturalmente nutricias, experiencias de pensamiento que por los mismos años se estaban llevando adelante en las cuatro esquinas del mundo occidental. (223)
Morey dice que el denominador común a esas experiencias de pensamiento es la “crítica de la razón discursiva” (224). Algo hay en el siglo xx, como período de la historia del ser, que lleva al pensamiento a intentar formularse como crítica de la razón discursiva en algunas de sus obras esenciales. Morey menciona a Heidegger y a Bataille, pero también a Maurice Blanchot, a Emile Cioran, a René Char, que son más o menos coetáneos de Zambrano. La pregunta de Morey en ese capítulo, para la que él esboza una respuesta preliminar y tentativa respecto de Blanchot, es, no si hay influencias o si puede establecerse una relación directa entre los textos, al modo universitario habitual, sino si hay paralelismos y concordancias que convendría establecer incluso a pesar del desconocimiento mutuo. Es por lo tanto una pregunta que atañe a cierto secreto del pensamiento, y que tiene que ver no tanto con el “espíritu de época” sino más bien con esas “hegemonías rotas” de la historia del ser de las que hablaba Reiner Schürmann. Si en la historia del ser hay principios epocales que acaban por sintonizar pensamientos de época incluso desde sus diferencias mismas, precisamente porque se postula que esos principios configuran una hegemonía histórica que condiciona, el siglo xx sería el comienzo de una época aprincipial, una época posthegemónica o an-árquica donde el pensamiento prescinde de toda sumisión epocal. Es algo paradójica la noción: habría pensadores, Zambrano entre ellos, también Morey, cuya pertenencia epocal puede medirse en relación con su capacidad de ruptura de toda pertenencia epocal–su capacidad posthegemónica en relación con una razón discursiva general que marcaría o seguiría marcando una tendencia dominante o abrumadoramente dominante. Pero hay algunos y algunas que no están en ello, siempre, dice Morey, “en soledad” (223).
La pregunta para nosotros, en la precisa medida en que ha dejado de interesarnos el discurso universitario o discurso dominante del saber, en la precisa medida en que nuestra curiosidad o nuestra querencia atiende genealógicamente a esos pensadores oscuros, relativamente impresentables, tan despreciados por la academia elegante, tan fuera de moda, tan incapaces de responder a esa noción caída de sentido común o de sentido común político que arrasa el campo contemporáneo de la producción académica, no es sin embargo si debe haber o no una “constatación,” como dice Morey, de sus paralelismos o concordancias diferenciales. Esa sería en cierta medida una mirada todavía filológica, todavía pendiente de recursos archiacadémicos tales como el de reducir el pensamiento a su historia. Yo pienso que nuestra pregunta es en qué medida esos pensadores an-árquicos o posthegemónicos del siglo xx pueden ser semilla o condición de pensamiento real en el presente y en el futuro. Está claro que esa pregunta no busca acumulación de saber y mucho menos bajo la fórmula marxiana de “acumulación primitiva,” que para Marx era el “pecado original” del capitalismo. No interesa encontrar una constelación de pensamientos que acabe por configurar, a fin de cuentas, una constelación de pensamiento en cuanto tal susceptible de configurar una nueva hegemonía–sería no solo un pecado sino también un error y una inconsistencia. Interesa más bien encontrar en esos textos de un pasado tanto más acuciante cuanto que es relativamente reciente acicate y modelo para seguir la obra o la desobra que empieza a ser ya condición literal de respiración en nuestro tiempo.
Hacia el final de Le coupable Bataille dice: “Tu asunto en este mundo no es ni asegurar la salud de un alma sedienta de paz ni procurar para tu cuerpo las ventajas del dinero. Tu asunto es la búsqueda de un destino inconocible” (416). Perseverar en esa búsqueda es una posibilidad para cualquiera pero no para todos. Sus resultados son en todo caso impredecibles y pueden resultar duros: “No te equivoques: esta moral que escuchas, que yo enseño, es la más difícil, no deja esperar sueño ni satisfacción. Te demando la pureza del infierno–o, si prefieres, de un niño: no habrá promesa alguna a cambio y no quedarás ligado a ninguna obligación. Oirás–viniendo de ti mismo–una voz que lleva a tu destino: la voz del deseo y no la voz de seres deseables” (416). Creo que no sería falso decir que Morey escribe su libro desde Zambrano de forma claramente comprometida con ese mandato batailleano, a su vez plenamente compartido por Zambrano misma.
Empieza a hacerlo desde la referencia a un “tercer camino” que buscaría eludir la muy antigua división del campo de pensamiento entre poesía y filosofía. El tercer camino zambraniano, meditativo antes que discursivo o contemplativo, trataría de eludir la doble trampa de la técnica y del misterio, es un camino más allá de la técnica pero también ajeno al misterio. Vocación y destino, dice Morey, añadiendo una serie de precisiones sobre la recuperación o el recuerdo de un “sentir originario” del que dependería la posibilidad misma–yo la llamaría antifilosófica–del aprendizaje del secum morari senequiano. Morey dice de ella, con Zambrano, que es un pensamiento del fondo oscuro, un pensamiento infernal o pensamiento de catacumbas que deriva o delira en “otra especie de verdad” respecto de las verdades que la filosofía o la poesía pueden producir.
Me atengo, pues, a eso en mi comentario. Quiero pensar ese tercer camino al morar consigo, camino del morar consigo, que promete, en la recuperación del sentir originario, una aventura de pensamiento destinal en la experiencia de “otra especie de verdad:” verdad poética, o racional-poética, diría Zambrano, o demónica, preferiría decir yo si se me permite. En todo caso, verdad todavía radicalmente intempestiva e inaceptable para tantos catedráticos del pensamiento contemporáneo y para sus numerosos acólitos. Pero de la que depende, no solo una respiración posible, sino la existencia misma de un futuro.