Comentario a capítulos 5 y 16 de The Rivers North of the Future.  The Testament of Ivan Illich as Told to David Cayley.  Toronto: Anansi, 2005.  Para conversación en 17 Instituto de Estudios Críticos, 5 de mayo 2022. 

Muchas gracias por la invitación a participar en esta conversación.  Es un honor.  Cuando me contactó Benjamín Mayer al respecto yo pensé que mi única función en ella sería precisamente la de ser un conversante más, no tenía idea de que se esperaría de mí esta pequeña intervención especial, para la que no me encuentro especialmente preparado.  Así que, con mis disculpas, y sin más pretensiones que la de ayudar en la conversación, voy a centrar mis comentarios en el capítulo 5 sobre “la criminalización del pecado” y en su contrapartida en la segunda parte de Los ríos al norte del futuro, que es el capítulo 16, la conversación sobre “conciencia.” 

El contexto es por supuesto la gran temática de cristianismo y secularización que cruza todo el volumen.  Para Ivan Illich, como sabemos, la secularización es consecuencia de la “corrupción” del cristianismo, ella misma consecuencia quizá inevitable de la formación original de un “cristianismo histórico” en la creación de la Iglesia como poder secular.  La cuestión fundamental atraviesa por lo tanto la misión o la función de Pablo e indirectamente de Agustín de Hipona.  Dado que hablamos de corrupción, es lógico suponer que habría en Illich un gesto o una voluntad contra la corrupción, definitorio de su posición, y que tal gesto consiste en un retorno a la pureza de la revelación original, del acontecimiento de Cristo como revelación.  A lo largo de todo el libro Illich insiste en la parábola del Samaritano como momento clave o cifra de esa revelación.   Si el pecado es, desde el punto de vista de esa revelación original, simplemente la traición del amigo, que es también traición al dios encarnado, Illich insiste en que la criminalización de tal traición, que equivale a la conversión del pecado en crimen, tiene consecuencias incalculables en el proceso de corrupción secularizante constitutivo de la civilización cristiana y europea. 

Todo se retrotrae al siglo XII, para Illich un momento histórico en el que se produce una extraña conjunción histórica, que es la conjunción de una serie de cambios de formas de vida y de mentalidad y de prácticas eclesiásticas cuyo interés principal era el control de tales cambios.  Por eso podemos entender esa extraña conjunción histórica como un momento señalado en el itinerario que va de la conspiratio original a la conjuratio ya siempre necesariamente corrupta porque vela y oculta el flujo original del espíritu al darle concreción institucional y política, político-institucional.  “Cristo vino a liberarnos de la ley, pero la cristiandad permitió que la mentalidad legal fuera inserta en el corazón mismo del amor” (87), dice Illich refiriéndose a la institucionalización del matrimonio como contrato entre personas en el Cuarto Concilio de Letrán (1215). 

Son las disputas de investidura, sin embargo, las que terminan por originar la criminalización del pecado.  La Iglesia quiso asegurar sus derechos de control y dominación sobre los fieles contra los derechos del imperio sobre sus súbditos.  E intentó hacerlo mediante la reivindicación de autonomía en su autoridad espiritual.  La institución del sacramento de la Confesión, que obliga al fiel a declarar sus pecados a un sacerdote un mínimo de una vez por año, es entendida por Illich como un paso esencial en la criminalización del pecado, es decir, en la idea de que una falta espiritual habría de tener consecuencias seculares en el terreno del castigo.  Así nace el forum internum por oposición al forum civile, según el cual el fiel debe acusarse a sí mismo ante Dios y su representante sacerdotal por faltas a la ley divina.  Illich piensa que tal creación sacerdotal o eclesiástica implica ni más ni menos que el nacimiento de la conciencia.   Dice Illich:  “la implicación primaria de la idea de forum internum es que la ley ahora gobierna lo que es bueno y lo que es malo, no lo que es legal e ilegal.  La ley eclesiástica se convirtió en norma cuya violación llevaba a la condena al infierno–un logro fantástico y . . . una de las formas más interesantes de perversión del acto de liberación de la ley consagrado en el Evangelio” (90). 

El Concilio de Trento es un paso más, notorio, en la medida en que en él la Iglesia, que ya no es identificable con la Cristiandad sin más, entroniza la noción de que su autoridad ha abolido ya la diferencia entre lo que es bueno y verdadero y lo que es mandado, impuesto por la Iglesia misma.  No es que esto consume una colonización de la conciencia, sino que, para Illich, constituye la conciencia misma como interiorización, no ya del evento de revelación cristiana, sino de la autoridad eclesiástica.  Para Illich, siguiendo a Paolo Prodi, esta “criminalización del pecado” “guarda la llave para entender los conceptos políticos de Occidente de los próximos 500 años” (89)–por ejemplo, sienta las bases para entender el concepto de ciudadanía, y de ciudadanía democrática o tendencialmente democrática, como algo obligado por la conciencia. 

El capítulo 16, que empieza con la demanda de David Cayley a Illich de elaborar la noción de fuero interno, por un lado aclara la noción del nacimiento de la conciencia en la criminalización del pecado y sus repercusiones políticas, y por otro, en mi opinión, revela su posible problematicidad.  No tengo más remedio aquí que citar con cierta amplitud, también porque no es seguro que ustedes hayan vuelto a ese capítulo en la medida en que la conversación de hoy tenía que centrarse en los capítulos 5 a 9.  La primera cita que quiero traer a su consideración es la siguiente:

La criminalización del pecado hace posible hablar de conciencia.  Olvidamos con demasiada frecuencia que la conciencia, en el sentido en el que hablamos de dolores de conciencia y de que debemos actuar según nuestra conciencia, o, a la manera kantiana, derivar normas de la conciencia, porque lo que no quiero que se me haga a mí no debería yo hacérselo a otros, la conciencia en ese sentido es producto de la criminalización del pecado, y esa criminalización del pecado puede atarse plausiblemente al siglo doce, y particularmente al intento del Papa de expandir la victoria ganada en la lucha de investiduras.  (190)

Y la segunda:  “Mi hipótesis es que las certezas de hoy son . . . el resultado de los intentos occidentales de institucionalizar la idea cristiana fundamental de que la fe, la caridad y la esperanza no están vinculadas a una norma sino que son interpersonales.  . . . Las ideas occidentales sobre la democracia son un intento de institucionalizar un ‘deber’ que por su propia naturaleza es una vocación personal, íntima e individual” (191).  Y la tercera:  “parece extraordinariamente difícil . . . concebir la conciencia excepto como apelación a una norma . . . El Samaritano no actuó desde su conciencia.  ¿Cómo debemos entender desde qué actuó?  Pablo habla de amor, fe y esperanza” (192).  El capítulo termina con ciertas reflexiones sobre la angustia desde luego nada casuales pero que debo dejar al margen por el momento. 

Cabe entonces resaltar dos cosas, y con esto concluiré.  En primer lugar, la confesión y la obligación de confesión son cruciales en este proceso, pues es la confesión la que inscribe en el cuerpo del fiel la noción de que más allá del bien y del mal está lo que es correcto o incorrecto legalmente, esto es, atendiendo a las normas de la Iglesia.  Y por otro lado, la conciencia es entendida por Illich como sometimiento a la norma, o bien exógena o bien, a la manera kantiana, ya internalizada como mandato interior. 

Me gustaría invocar las reflexiones de Hegel sobre la conciencia desdichada en el capítulo cuarto de su Fenomenología del espíritu.  La subjetividad está para Hegel, en ese período de la historia del espíritu subsiguiente a la dialéctica del amo y del esclavo, escindida, alienada radicalmente.  El llamado sujeto se encuentra autónomo o abandonado y al mismo tiempo soberano, en el sentido de que todo lo que existe existe para él.  Pero el sujeto también entiende que su particularidad y su finitud burlan su pretensión de soberanía universal.  Soy capaz de incorporar la totalidad del mundo a mi conciencia pero el mundo al mismo tiempo me rechaza como ejemplo o instancia particular de finitud ridícula, como egoísta patético.  Desde el punto de vista del otro, es decir, para el mundo, soy solo otra cosa, un cuerpo, un donnadie.  El conflicto entre mi autoentendimiento interno y mi autoentendimiento como resultado de una perspectiva externa me liquida, me hace miserable.  La Iglesia, para Hegel, presentó una solución histórica a ese problema de la conciencia desdichada mediante el sacramento de la Confesión.  La Confesión es el mecanismo mediante el que excedo mi propia finitud.  En ella me reconcilio conmigo mismo, pero a un coste, a un precio.  Es el precio del autosacrificio.  La confesión, mi confesión, es la realización del hecho de que hay un tercero, y de que necesito un tercero, un mediador.  Ese tercero, el espacio de la comunidad, es el espacio en el que me alieno absolutamente para recuperarme a mí mismo, excepto que ahora mi verdad ya no es la mía sino que es siempre ya la verdad del otro.  En el retorno a mí me he sacrificado a mí mismo.  Encontré un nosotros, y ese nosotros me hará inmortal, me dará vida eterna.  Por fin hay un sentido en el mundo. 

La figura de la conciencia desdichada es la figura que media entre la vieja relación con lo divino, anterior a la “muerte de Dios,” es decir, entre la epifanía de la revelación en el sentido de Illich, una revelación siempre olvidada en el pecado, y por lo tanto también siempre recordada en él, y la versión moderna y secularizada que es la relación con “el pueblo,” la nación, la comunidad identitaria, en otras palabras, la política.  Podríamos incluso entender a partir de estas reflexiones de Illich sobre el siglo XII que la muerte de Dios no es un fenómeno de los siglos XVIII y XIX, vinculado a los nombres de Kant, Hegel, Marx y Nietzsche, sino que es ya parte de la reforma gregoriana, como momento en que la mediación eclesiástica reemplaza la mediación divina y hace al dios redundante.  Después de eso, ya todo es política.  Hasta que aparezca otra posibilidad. 

Pienso que todo esto es consistente con, y al mismo tiempo va más allá de las reflexiones de Illich.  Illich no habla de conciencia desdichada como aquello que el cristianismo histórico, en su corrupción o perversión institucionalizante, supera.  Mi idea es que no lo hace porque Illich es incapaz de asumir la necesidad de cancelar el sacrificio–su posición es sacrificial, abiertamente sacrificial, como la hegeliana.  En él el cristiano de la revelación debe aceptar su sacrificio en la marcha de la historia, y el cristiano histórico debe también en el límite aceptar su sacrificio en cuanto al dios de la revelación.  La desecularización en Illich todavía es práctica sacrificial, como lo es la secularización. 

En cuanto a la conciencia, ¿estamos seguros de que la noción de conciencia se agota en la conciencia moral que propone Illich?  Tenemos por supuesto un modelo alternativo, que es el heideggeriano.  Para Heidegger, desde la analítica existencial de Ser y tiempo, la conciencia no responde a la interiorización de la norma y no es por lo tanto primariamente conciencia moral.  Más bien todo lo contrario.  Por lo tanto cabría decir que Heidegger establece las condiciones para un abandono de la estructura sacrificial de la historia en los términos de Illich, que son los términos de toda contraposición entre cristianismo y secularización, incluyendo la hegeliana pero también a otros pensadores de nuestra contemporaneidad como René Girard, Vincenzo Vitiello o Gianni Vattimo.   La conciencia heideggeriana no lleva a la construcción o consolidación de ningún “nosotros” comunitario o político o político-comunitario que sea a la vez la apoteosis y la negación de la comunidad de fieles, sino que atiende más bien a un abandono y desplazamiento radical con respecto de los términos de la conciencia desdichada solo resolvibles en el sacrificio.  No hay por supuesto tiempo de entrar con detalle en el análisis heideggeriano, así que debo limitarme a proporcionar dos breves citas que podemos discutir, y con ellas termino mi exposición:  “La llamada de retorno a través de la cual la conciencia llama hacia delante da a entender al Da-sein que el Da-sein mismo–como fundamento nulo de su proyecto nulo, en pie en la posibilidad de su ser–debe sustraerse y retrotraerse de su perdición en el ‘se,’ y esto significa que es culpable” (Sein und Zeit 287).  “Cuando el Da-sein se deja ser convocado a esta posibilidad, ello incluye hacerse libre a la llamada: su disposición para la potencialidad-de-ser a la que se le convoca.  Entendiendo la llamada, el Da-sein escucha a su posibilidad más propia de existencia.  Se ha escogido a sí mismo” (287).

Ese entendimiento de la conciencia no pasa por la criminalización del pecado ni por la sublimación político-comunitaria de la muerte de Dios–tampoco por la ley moral kantiana.  Busca, sobre todo, eludir el sacrificio en el retorno a una concepción trágica de la existencia opuesta al drama histórico cristiano que Illich tan brillantemente propone.  Saber si la analítica existencial en Ser y tiempo es en última instancia compatible con la posición existencial de Illich, y cómo,es algo que no excluyo de antemano, pero que nos llevaría lejos de estos capítulos que debemos comentar hoy. 

One thought on “Comentario a capítulos 5 y 16 de The Rivers North of the Future.  The Testament of Ivan Illich as Told to David Cayley.  Toronto: Anansi, 2005.  Para conversación en 17 Instituto de Estudios Críticos, 5 de mayo 2022. 

  1. Llego tarde a esto, Alberto, pero aunque sea tarde, te molesto: ¿por qué dices que Illich es abiertamente sacrificial, igual que Hegel, o que es incapaz de ver la necesidad de la cancelación del sacrificio? ¿Quieres decir que su pensamiento es antidemocrático, sin más? Lo que pones aquí me hace pensar que no hay en realidad afinidad entre Illich y la infrapolítica, aunque yo había creído verla a pesar de los problemas que tengo con su discurso sobre el género.

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