Sobre Interpretación y diferencia (Madrid: Visor, 1991)

Andrés Gordillo quiere entrevistarme para su programa La gallina ciega y ha estado mandándome recado de que es posible que me pregunte por un viejo libro mío, mi tesis doctoral, del que ahora se cumplen treinta años (más, en verdad, en la medida en que la tesis fue entregada en 1987 y se publicó sin modificaciones). Yo no había vuelto a releer el libro desde que se publicó. El libro fue mal recibido por el llamado campo profesional–yo ya no sé qué puede significar esa entelequia, he perdido toda noción de ella–y supongo que eso impuso en mí autocensura y bloqueo. Nunca leí, nunca recordé, ese libro. Pero ahora, esta noche, la insistencia generosa y excesivamente benévola de Andrés me forzó a releerlo.

Me doy cuenta al releer, dolorosamente, Interpretación y diferencia que–de forma tosca o incluso brutal, violenta, y violenta por tosca–lo que estaba en juego para mí era una analítica de la existencia–de mi existencia–que se expresa en forma de teoría pura–pura en el sentido de que renuncia radicalmente a su verdad como mero discurso poético y lo invierte en su contrario.  Toda la estructura tropológica del libro–el entramado de diferencias, textual, interpretativa, discursiva, y luego, en repetición, discursiva, interpretativa, textual–esconde algo radicalmente distinto, una imposibilidad expresiva, la disfraza y la encubre, por miedo o angustia: el texto es la historia encriptada de la muerte y transfiguración, no, más bien de la voluntad de muerte y transfiguración, o de la voluntad de hacer lugar a una muerte y transfiguración cuya necesidad es corporal, física, molecular, porque remite solo a la necesidad de explicitación de algo que ya habría tenido lugar, de un “Narciso historial” que soy yo y nadie más que yo, pero es un yo bajo tacha.  Todo lo que habré hecho desde entonces no es progreso sino regreso hacia el fondo oscuro que Interpretación y diferencia revela sin manifestarlo, por incapacidad o incompetencia.  “Interpretación como exilio” que lleva a la “interpretación como abismo”–ese es el paso académico del mulo lezamiano que yo consumé en ese libro, mi tesis doctoral.  Es un libro engañado, que engaña desde su constitución misma.  Solo hay trazas que permiten vislumbrar una verdad oculta–que el conocimiento es trágico y no optimista, que hay inversión autográfica radical, que ethos es daimon.  En la falsedad de que el texto habría tratado de buscar una relación entre discurso poético y discurso interpretativo desde el lado de la interpretación emerge una realidad más oscura: es solo discurso poético caído e incapaz de reconocerse a sí mismo, de nombrarse como tal. 

Esta es, sin adornos, la verdad del libro, también su impasse existencial, que el libro sintomatiza en falsedad rotunda, en simulacro: “El pasaje en el fin de la metafísica no puede consumarse.  El pasaje final, pasaje sin fin, debe absorber su angustia de muerte, vivir en ella.  Como pasaje interpretativo, no tiende un puente entre lo familiar y lo extraño, no va de ninguna parte a ninguna parte, queda parado en el entre hermenéutico, en el quicio de articulación de toda categoría.  No pudiendo resolverse en identidad, no puede tampoco resolver la cuestión de su diferencia.  ¿Es posible concebir solución del pasaje, hacer nacer, dar luz a lo que en él alienta?  ¿Y cómo saber que lo que alienta ahí no es otro que un monstruo?  Nacimiento historial” (80-81).

Ahora entiendo, y aplaudo, el primer movimiento de mi comité de tesis, que fue querer imponerme una reescritura radical.  Excepto que hubiera sido imposible–o que me iba a llevar toda la vida. 

Andrés, historiador, me o se pregunta qué demonios puede tener esto que ver con la historia. La historia está en el lugar del discurso poético. La tarea del historiador no debe engañarse al postularse como diferencia discursiva en el recurso a la interpretación. El historiador no tiene más recurso que el que Interpretación y diferencia perdió en su constitución misma: una inversión autográfica que no se niegue a sí misma buscando su transfiguración teórica.

Podemos llamarla noein: desde ella el historiador restringe su mirada, no hay sino restricción–noein, al restringir, configura en lo abierto.

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