Se trata de una novela de Gonzalo Torrente Ballester de 1992. Yo la tengo en edición de bolsillo publicada por Planeta en 1999. La debí de comprar en algún verano en España en 1999 o poco después, y nunca la leí. Ayer, buscando en mi biblioteca el Sepharad de Antonio Muñoz Molina, que voy a incluir en un curso el semestre próximo, me la encontré y empecé a leerla. Ocurre en Santiago de Compostela a finales de los años cuarenta del siglo veinte, y cuenta la investigación que sucede a la aparición del cadáver del Decano de Filosofía y Letras y Catedrático de Historia Antigua en sus aposentos en uno de los Colegios Mayores de la universidad gallega. Los personajes relevantes son el Juez, el Comisario, el Fraile, don Enrique y Francisca, casada con don Enrique. El pobre don Enrique es el asistente o auxiliar del Decano, un hombre joven, de alrededor de treinta años, que acompañó al Decano a Santiago desde Barcelona y está preparando sus oposiciones. Don Enrique le debe todo al Decano, pero en la novela se presentan indicios de que el Decano prepara su propia muerte para hacer aparecer a don Enrique como su asesino.
No quiero estropearle la lectura de la novela a ningún incauto lector de este blog, así que no revelaré nada referente a conclusiones. Lo extraordinario (para mí, por esa coincidencia en la que no creo) es que el texto de Torrente Ballester incide de forma un tanto siniestra en la nota que redacté ayer para el blog, la llamada “Plata o plomo.” En respuesta a una pregunta de Edwin Culp en los comentarios a esa nota, yo decía: “Dado que no es posible eludir la opción plata o plomo, solo cabe encontrar una relación a ella. El abanico de opciones ofrece algo así como una fenomenología psíquica–desde la opción más abyecta, que es el sometimiento puro al imperativo llamémosle institucional, sin residuo, hasta la opción del que no quiere renunciar al propio deseo y pasa su vida tratando de encontrar resquicios de aire en lo abrumador del imperativo. Hay más de lo primero que de lo segundo, sobre todo porque sabemos que esa primera opción de sometimiento se camufla tantas veces bajo diversos disfraces. Vivir en lo segundo, en cambio, es difícil y doloroso y no siempre puede ejercitarse sin fracaso. Yo le llamaría a la primera opción Torquemada, mientras que la segunda sería la opción marrana. Entre ellas estamos todos.” Lo que me resultó intrigante fue pensar qué posición ocupa don Enrique en esa fenomenología psíquica a partir de las siguientes palabras de Francisca al Juez instructor: “Nunca creí que Enrique pudiera alcanzar un sometimiento y una ceguera tales. Su identificación con el Decano llegó al punto de no darse cuenta de que quien pensaba era él, y no el Decano. El Decano era hombre agotado desde hace ya tiempo, pero mi marido no se dio cuenta. Uno dejó de pensar, pero pensaba el otro” (113-14).
Ese sometimiento auto-identificatorio de don Enrique parece colocar a don Enrique en una posición abiertamente torquemadesca. Don Enrique, aun sin darse cuenta, canibaliza el cuerpo institucional hasta el vampirismo, aunque todavía no ha pasado las oposiciones a cátedra, o quizá justamente por ello. Y es curiosamente esa autoidentificación extrema la que le llevará al presunto fracaso. El Decano no puede sino reaccionar con violencia insólita e insólitamente autodestructiva ante la pretensión o la práctica excesiva de don Enrique, que ha conseguido engullir simbólicamente su pensar mismo: ya no piensa el Decano, solo don Enrique piensa. Así, el Decano encarga a don Enrique, o eso dice don Enrique y corrobora Francisca, que le compre un poco de cianuro en la farmacia para matar a una rata, y se hace visitar por él la noche de autos, con la consecuencia de que don Enrique es la última persona de la que se sabe que vio al Decano, en cuyo estómago la autopsia encuentra cianuro, en vida. La misma tarde del suceso el Decano le cuenta al Fraile su sospecha de que su asesinato es inminente. Pero ¿es asesinato o suicidio?
Hay torquemadismo en don Enrique, consciente o no. Las condiciones en la España de los años cuarenta no permitían demasiado marranismo activo. Aunque quizá, desde otro punto de vista, el marranismo activo fuera precisamente todo lo permisible, lo únicamente permisible. No sé si han cambiado tanto las cosas. Don Enrique no podía permitirse la mínima disidencia intelectual o vital con respecto de su maestro y mentor, su protector institucional. Y entonces elige la máxima identificación simbólica con él. La pregunta que parece insinuar Torrente es entonces la de si esa máxima identificación simbólica no implica por lo tanto un marranismo también máximo y así máximamente denegado. Ese marranismo podría entonces fácilmente evolucionar hasta el parricidio patente y grosero. La investigación, por otro lado a cargo de un Juez y un Comisario de poca experiencia, este último, aunque alférez provisional, habiendo aprendido de las novelas policíacas que leía en el frente casi todo lo que sabe sobre homicidios y asesinatos, debe establecer si eso fue lo que pasó. O si pasó alguna otra cosa.
Todo tiene que ver con “unos papeles,” notas de escritura que el Decano le dice al Fraile haber mandado al archivo de la Academia de la Historia para que sean leídos solo veinte años después de su muerte. “Entonces, usted supone que el Decano montó toda esta máquina complicada y confusa sólo para aniquilar intelectualmente al acusado” (179). El Decano quiere protegerse del robo de su propiedad intelectual–sus esbozos y notas de investigación, si es que eso es lo que son, demostrarían retrospectivamente el plagio indebido de cualquier impostor advenedizo, incluido el mismo don Enrique. “Algo referente a su pensamiento, así como un resumen. Temía que se lo robasen. Pasados veinte años, al publicarse ese escrito, se vería que ciertas obras eran un plagio” (129). El Decano, al final de sus posibilidades de pensamiento, en opinión de Francisca, encuentra fuerzas de flaqueza para pensar y tramar su propia vindicación póstuma. Si es que es eso lo que está haciendo.
La alternativa plata o plomo ya está insinuada en el intertexto, aunque de forma invertida. El Decano, esa es su función, demanda y requiere sometimiento: plata o plomo. Pero el excesivo sometimiento invierte la encrucijada. Es ahora don Enrique el que le hace comer plomo al decano, prefigurado en la alarmante cena en Casa Ramallo, en la noche de autos del invierno gallego, en la que el Decano deglute dos raciones inmensas de empanada de lamprea (contra la ascética merluza cocida de don Enrique) sabiendo que le van a sentar como un tiro.
Si es incapaz de demostrar su inocencia, don Enrique debe enfrentar cuarenta años en la cárcel de La Coruña. ¿Es esa la intención oscura del Decano, que habría conseguido con ello la inversión de la inversión y así restituir la verdad primera de la alternativa plata o plomo? Tu total sometimiento es falaz y marrano, rebelde, insumiso, diría el Decano, y pagarás por ello aunque yo también haya pagado con la pérdida de mi pensamiento por confiar en ti. Más te hubiera valido ser un idiota abyecto.
Y eso así sería incluso si el Decano le dice la verdad al Fraile cuando le confiesa estar enamorado de Francisca. Querer apropiarse de Francisca sería no más que una extensión de su prerrogativa, frustrada en este caso, y así sin duda ocasión de una terrible venganza. Solo los Decanos tienen ese privilegio, contra todos nosotros. Al menos este murió, justo antes de indigestarse de lamprea.
Me quedé pensando, Alberto (y espero con esto no traer demasiado el agua a mi molino), si aquí el marranismo no supone una serie de pliegues de ficciones, de superficies que muestran y ocultan —o, que cuando ocultan, muestran. Ahí quizás una posibilidad de escapar a la sumisión del plata o plomo, no sé.
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Edwin, en algún momento de El hombre sin cabeza Sergio Gonzalez cita a Kafka: “Pensar en la vergüenza de ser hombre, ?no es la mejor razón para escribir?” Yo de ninguna manera pienso que someterse al imperativo “plata o plomo” sea inevitable. Solo creo que es necesario desplazar esa disyuntiva lo más radicalmente posible. Es el trabajo de una vida. Me interesa pensar y decir que esa labor trasciende la política, en la medida misma en que la política está pringada en la alternativa e incluso vive de ella.
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