El camino de la diosa

Tormento de la memoria o de la mala memoria.  ¿Cómo reconstruir en narración algo que pasó hace cuarenta y dos años, en agosto de 1978?  Lo sé no porque me acuerde directamente sino por la fecha que anoté en las primeras páginas de la edición de Mario Untersteiner de textos parmenídeos (Parmenide.  Testimonianze e frammenti [La Nuova Italia, 1958]).  La nota dice: “Catania, agosto 1978.”

Hoy, leyendo la transcripción del seminario de Alain Badiou de 1985-1986, Parménide.  L’être I – Figure ontologique (Fayard, 2014), vuelven tormentosamente imágenes y fragmentos de imágenes, sensaciones, de aquel viaje.  Cómo estuve a punto de perder el tren en el inmenso nudo ferroviario de Messina, por haberme distraído en la cafetería de la estación.  Tuve que correr entre vías y saltar a un tren ya en marcha, en el que me esperaba Teresa.  Ya en Sicilia nuestra primera meta era Catania, donde adquirí la edición de Untersteiner.  Pero antes de Catania y antes de Messina el tren nos había dejado bajar en Velia, en medio de una tarde polvorienta y calurosa.  Nuestra idea era ir de Velia a la excavación arqueológica de Elea, creo que tomamos un taxi o hicimos auto-stop y alguien nos llevó.  Pero eran ya las seis cuando llegamos y la excavación estaba cerrada.  ¿Qué hacer?  Era demasiado importante no perderse aquello, secretamente para mí la visita a Elea constituía el fondo del viaje.  Había estado leyendo en Barcelona la Introduzione a Parmenide de Antonio Capizzi (Laterza, 1975), que presentaba el Poema como un viaje chamánico, iniciático, en torno a su ciudad.  Era necesario para mí, imperativo, ver la puerta rosada, el lugar fundador de la filosofía, por el que pasa el camino de la diosa.  También los álamos, las doncellas del poema, que marcan el camino, y la fuente de la diosa.  También la acrópolis que apunta en contemplación a la esfera bien redondeada de la verdad.  Si lo mismo es pensar y ser, si el ser es lo mismo que aquello de lo que el ser es causa, era preciso marcarlo en mi retina y apostar por la revelación que no llegaría a producirse de aquello sin lo cual, eso sentía, toda mi orientación era pérdida de tiempo y de vida.  Pero la puerta de la excavación estaba cerrada y no parecía haber nadie a quien acudir.  Desalentados y fatigados por el calor nos sentamos en alguna piedra, hicimos algo de ruido, gritamos y para nuestra sorpresa apareció al otro lado del muro un guardia preguntando qué queríamos, qué buscábamos, si aquello estaba cerrado y no se podía pasar.  Yo tenía en mi mochila un folleto, que había encontrado en una librería de Nápoles, cuyo autor era un tal Mario Napolitano, dando noticia de la excavación en Elea.  No se me ocurrió otra cosa que identificarme falsamente como un estudiante del Professore Napolitano (¿era profesor el tal Napolitano?), aludiendo a alguna encomienda importante, el Professore me había mandado allí, teníamos que poder entrar, solo un rato, por favor.  Fue entonces cuando, por detrás de la cabeza del guardia, surgió alguien más, un caballero enjuto, con pelo blanco y barbita de chivo, que se dirigió a nosotros en francés, lengua incómoda para mí.  Contestamos en inglés y parecimos conmover lo suficiente al personaje, que le indicó al guardia con un movimiento de su mano que nos franqueara el paso.   Lo hicimos, y allí estaban la puerta rosada, los álamos, la fuente en la que bebimos.  También estaba un espléndido Mercedes descapotable que tenía dentro a una mujer con la que el hombre de la barbita de chivo habló en alemán.  Nos preguntó cuál era nuestro interés real, y adujimos la visión desde la Acrópolis.  Tenía en la mano una ridícula bolsita negra, de plástico, con el membrete de una compañía de seguros de Badajoz.  Confirmamos que también hablaba español, y en español nos dijo que toda visión desde cualquier acrópolis era en el fondo la visión de la laguna Estigia.  Tuve la impresión, fugaz pero fuerte, de que aquel hombre era Aqueronte el políglota.  Todo esto pasó.  Teresa y yo hicimos nuestra visita, y al pasar por una especie de caseta rudimentaria el guardia nos hizo parar, abrió la caseta y extrajo de ella lo que dijo que era la última pieza encontrada: un busto de Parménides con la inscripción iatrós physikós sophós, que me permitió examinar y sostener en mis manos.  Que le habláramos de ella al Professore Napolitano. 

Fue imposible no ver la laguna Estigia desde la altura de Elea.  El sol estaba bajo ya en el horizonte y emitía destellos de crepúsculo entre los que se mezclaba una luz negra.  Fue esa luz negra con destellos rosáceos la que recordé hoy leyendo en Badiou “c’est l’impossibilité du non-être . . . comme création de la possibilité de la pensée de l’être.  La pensée ne peut être pensée . . . qu’au régime d’une interdiction: il faut qu’il y ait une interdiction pour qu’il y ait la pensée en tant que pensée de l’être.  Mais l’interdiction . . . constitue la pensée elle-même” (109). 

En Catania teníamos alguna amiga, amiga de amigos más bien, y cenamos con ella esa noche: erizos de mar, recuerdo, y pizza.  No volvimos a ver al hombre de la barbita de chivo, ni a su amiga alemana, pero al volver al hotel, en la gran plaza de Catania, un perro se cruzó con nosotros y nos miró al hacerlo.  El aviso en su mirada me asustó.  ¿Cómo no entenderlo ahora como referencia a la prohibición parmenídea?  No seguir el camino del no-ser, porque el no-ser no es, y eso es condición de pensamiento, y así condición de existencia.  Pero, dice Badiou, “il faut un point d’insoumission à l’interdit” (111). 

¿Cómo vivir esa insumisión?  Los recuerdos de hoy me hacen pensar que los últimos cuarenta y dos años no han sido mucho más que la vivencia desgarrada de esa insumisión, para bien y para mal: una errancia a veces extática y feliz, otras veces densa y oscura, de la que no cabe echar cuentas, pero lejos del camino de la diosa, al que no puedo saber si hay retorno.   Nunca llegué a leer la edición de Untersteiner, pero todavía tengo ese libro, milagrosamente, porque casi todas mis cosas de aquella época acabaron en manos de algún trapero de Les Glóries, que las compró a precio de saldo. 

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