Cambiemos el modo de producción intelectual en la universidad.

No se pueden celebrar los últimos dos meses por el sufrimiento que han traído a tantos—no solo a los enfermos sino a tantas otras personas que han perdido su trabajo y que viven hoy en la angustia de un futuro incierto o directamente ominoso.  Pero hay que darle vueltas a lo que la vida nos trae, para peor o para mejor, y tratar de extraer lecciones de todo ello.  Este apunte valdrá quizá para mí más como recordatorio en el tiempo que como testimonio del presente.  Lo cierto es que estos dos meses, a mí, que tengo un trabajo más o menos sólido y seguro, o en eso confío, me han servido para algo quizá, ojalá, personalmente decisivo y que quiero anotar aquí. 

Como tantas personas que conozco personalmente en Estados Unidos tuve que dar mis clases en línea, y lo hice sin novedad y tratando de sacar el mayor provecho posible de la experiencia, lo cual costó sin duda más tiempo del que me hubieran costado mis clases habituales.  Así que no es que yo me beneficiara demasiado de no tener que ir a la universidad—digamos que lo que me ahorré en tiempo de transporte o en reuniones desconvocadas por innecesarias lo invertí en la ejecución de mis tareas de enseñanza. 

El verdadero beneficio, ahora me doy cuenta, vino por otro lado en el que nunca hubiera pensado en frío.  En marzo yo estaba pendiente de recibir aquí a algún visitante y también de preparar ponencias en relación con varias reuniones académicas que no voy a llamar habituales, en el sentido de que procuro no repetir mis papers y de redactar siempre algo nuevo.  Así que no eran habituales, pero tampoco eran nada extraordinario.  Digamos, sin faltar a la verdad, que hubiera tenido que preparar cinco ponencias nuevas para ser leídas entre abril y junio.  Creo que eso coincide con mi media de los últimos muchos años, e imagino que no es muy diferente de la media académica general.  Pero, claro, todas esas reuniones se suspendieron, con la consecuencia de que no tuve que dedicar mi tiempo a pensar, leer, escribir en relación con los temas de esas reuniones, que son siempre temas más o menos generales en el sentido de que no se atienen, no pueden atenerse, a mi propia agenda singular de escritura, incluso si soy yo, o cuando soy yo, el que organiza esas reuniones. 

Y así, por primera vez en mucho tiempo, tuve tiempo, me encontré con un tiempo inesperado, pude usar el tiempo en lugar de dejar que el tiempo—el tiempo profesional, el tiempo académico, el tiempo de los otros—me usara a mí.  Pude pensar en lo mío, leer como me daba la gana, anotar sin prisas o no anotar en absoluto.   Pude escribir.  Me escandaliza darme cuenta de lo obvio y trivial que suena esto, darme cuenta de la disponibilidad limpia de mi tiempo privado, porque, debo reconocerlo, aunque me tire de los pelos al hacerlo, hacía décadas enteras que no pasaba.  Hacía décadas que me había olvidado de que la pulsión del trabajo obligado es, mírese como se mire, pulsión esclava.  Aunque esa obligación venga solo impuesta por algún tipo de superego profesional del que basta un acto de decisión para prescindir. 

Creo que, en lugar de entrar en el pasmo, que siempre es un riesgo en ese tipo de caídas en el camino de Damasco, pude usar la experiencia, pero esto no viene a cuento.  Lo que me interesa es cómo voy a dejar que esa experiencia funcione y marque mis días una vez haya un retorno a la normalidad profesional, que supongo que ocurrirá desde enero de 2021 si no hay mayor novedad.  Hay una forma sencilla de hacerlo, que es no aceptar ya más invitaciones para presentar ponencias o participar en conversaciones sobre temas no previamente preparados por mí.  En otras palabras, que si no tengo ya algo hecho, la respuesta tendrá que ser “no, gracias, no tengo tiempo.”  Y no porque no lo tenga, sino porque, si lo doy, dejaré de tenerlo. 

Esto tiene implicaciones.  A mí no me importa personalmente que, como consecuencia de una nueva actitud, que podría juzgarse antipática o poco colaborativa, se reduzcan las ya de todos modos escasas invitaciones que recibo (quizás nada personal en esto: hoy hay menos medios).  No me juego nada en ello, o me juego mucho menos que nada si, como consecuencia de no estar siempre tratando de vencer al tiempo, crece en mí el goce real de la escritura libre, de la que me incumbe realmente, si consigo con ello renunciar a la nefasta vieja práctica del escribiente por encargo–¿qué otra cosa somos cuando accedemos a redactar ocho o diez páginas, que significan ocho o diez días de trabajo, para acudir a una conferencia equivalente a otras, nunca decisiva, que ni nos va ni nos viene en el fondo?  A mis amigos los seguiré viendo y seguiré charlando con ellos por otros medios, ya me encargaré yo de eso. 

Pero a otros puede importarles, pues estamos hablando del modo académico habitual de producción, y sustraerse a él puede imponer un precio que no se quiera pagar.  No es mi caso, pero hay otros casos.  Y entonces la pregunta atañe a las ventajas reales de ese modo de producción, que a mi juicio está vencido ya, ha agotado su productividad y pertenece a otra época de la que hemos salido sin enterarnos realmente. 

En los ochenta y noventa estaba de moda, o en el lugar del prestigio académico en humanidades, la figura del llamado turboprof, esto es, el tipo que, a fuerza de anfetaminas por regla general, enseñaba en tres o cuatro instituciones distintas, iba a cuarenta conferencias al año y publicaba libros cada dos por tres.  Casi todos ellos han desaparecido o entrado en una vejez modesta y sin mayor pena ni gloria.  No creo que resuciten para decirnos que cometieron un error—son errores de goce, pues, en aquellos años, era divertido hacer su vida:  había dinero, todo eso se hacía por dinero, y por sus privilegios: buena comida en restaurantes que proliferaban como nunca en este país, buena bebida, todo ello a mayor gloria del dinero, o de la fama, o quizá también por secretas motivaciones sexuales, no sé.  Tampoco sé ni quiero saber si esas motivaciones son todavía influyentes hoy, pero si lo son lo son un tanto ridículamente.  El dinero se ha desvanecido, cuando te llevan a algún sitio te ofrecen pizza o bocadillos, y cualquier aspirante a turboprof en nuestros días (fuera de algún gran personaje como Zizek o Badiou o Butler, etc., o algún otro personajillo que tiene a gala ser invitado como celebridad menor y lo consigue a fuerza de insistir) afrontaría ruina personal si tuviera que costearse sus propios billetes de avión y pagarse el vino de la cena.  Quedan pocos de esos: la mayoría está ya arruinada.  Y las cuentas de investigación no son tampoco lo que eran ni mucho menos.  Y así no hay compensación.  Irme al MLA o a LASA o a ACLA me cuesta un mínimo de $5,000 al año, y ese es un dinero que la universidad ya no me da y tiene que salir de mi bolsillo.  Pero no tengo ese puto bolsillo, desde luego no para eso.   Y lo peor: ir a MLA o LASA o ACLA es lo mínimo que uno puede hacer.  Y ya ni eso se puede pagar.  Así que dígame usted: ¿de qué le sirve el modo de producción consistente en preparar papers e ir a leerlos por ahí, cuando su misma institución y la institución en general le han dicho que se apañe como pueda al respecto?  ¿O es que nos gusta sufrir?  Porque, reconozcámoslo, cuando uno va a esas conferencias vuelve a casa siempre frustrado además de empobrecido. Nos están tomando el pelo, no sé quién, pero alguien lo está haciendo.

Luego están las otras conferencias: las que organiza algún amigo, y que a veces te pagan y a veces no.  Son conferencias profesionales en las que, a veces, se promete un volumen, que cuando aparece, una vez de cada cuatro o cinco, acaba normalmente siendo más malo que bueno.  Y sí, esas son ocasiones para ver no solo amigos sino también gente que se supone son colegas y trabajan en las mismas cosas que tú, más o menos, sin fijarse mucho.   Ahí hay que elegir, y mi consejo es: elige.  No vayas a todas.  Date cuenta de qué es lo que importa y examina tus motivaciones, porque no es oro todo lo que reluce. 

No me meto en más.  La universidad no apoya ya, en humanidades, el modo de producción de cuya inercia sigue viviendo.  Cuenta cuántos papers diste y solo le importa el número, no su calidad.  Pero, reconozcámoslo ya sin hipocresías: tampoco le importa el número, todo eso le trae sin cuidado.  La universidad abusa de sus miembros imponiéndoles evaluaciones anuales en las que la participación en conferencias y la presentación de papers cuenta, pero no quiere pagarlo.  Y prepárate, porque los billetes de avión van a experimentar una subida de precios como nunca hemos visto.  ¿Qué va a ser de ti, de nosotros?  Tampoco te darán dinero para que tú organices nada, tú, cuyo impacto social es mínimo.

¿No sería mejor, digo yo, que a partir de ahora accedamos selectivamente a ir a reuniones donde se nos invite a presentar solo aquello que libremente estamos haciendo o hayamos hecho, sin prejuicios ni presuposiciones?  ¿No sería mejor privilegiar solo la escritura libre en nuestra trayectoria profesional?  ¿No sería mejor hacer caso omiso de las expectativas hipócritas de nuestras administraciones, y rehusar, como acto de libertad, someterse a las inercias de un modo de producción sin operatividad alguna?  Es preciso cambiar el modo de producción, irnos a otro lado.  El único pensamiento que cuenta es el pensamiento que es también operación de existencia, no hermenéutica religiosa (pero nuestra vida ya solo clerical en la universidad, y clerical sin dios, puramente clerical, nuestra insistencia en hacer lo que se hace y en seguir haciendo lo que se hace, es pura hermenéutica entre religiosa e infernal.).

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