El reciente blog de Agamben, mal traducido como Réquiem para los estudiantes, puesto que debería ser Réquiem por los estudiantes, está levantando alergias en varios sectores desde posiciones supuestamente institucionales y bien-pensantes. Las descalificaciones densas y atrabiliarias continúan, como si lo que estuviera en juego en estas cuestiones fuera otorgar o retirar carta de ciudadanía. El problema es que la estrategia no funciona: Agamben no quiere ser ciudadano de esa república política o filosófica que sus denunciadores apoyan o imaginan. Prefiere ser un paria en ella. También yo.
La nota de Agamben responde a medidas tomadas por autoridades académicas y civiles italianas sobre la necesidad de continuar las clases en línea durante el próximo curso académico. Es probable que la respuesta de Agamben sea injusta, en la medida en que esas autoridades entienden bien que no conviene exponer masivamente a los estudiantes, ni por otra parte al cuerpo docente ni al administrativo, a contagio—y eso es prudencia más que conspiración siniestra. No creo que los responsables de estas decisiones tengan alternativa real, y por lo tanto es plausible que la retórica de Agamben se le haya ido una vez más de las manos. Queda dicho eso.
Ahora bien, no deja de ser cierto que en esa prudencia de la autoridad competente pueden ocultarse mecanismos de control social no tan inocentes. Es posible—solo posible, todavía no es un hecho constatado—que la deriva general hacia medios de comunicación digitales, si se convierte en permanente y no es un fenómeno cuya temporalidad pertenezca al tiempo del confinamiento, dure lo que dure, sea parte de lo que Tiqqun ha llamado “la hipótesis cibernética,” y que lo que está en juego sea una instrumentalización de la pandemia—una instrumentalización sin agente identificable, puesto que desborda a todo agente, excepto si entendemos que el agente es el capitalismo cibernético mismo—para consolidar el poder de lo que Jean-François Lyotard llamaba hace años “el concentrador,” cuya función esencial es garantizar “la inmovilidad del cuerpo.” Esta es una hipótesis que no debe desestimarse, porque es consistente con la lógica implacable del discurso capitalista, y que solo cabe resistir. Que es la función real de estos textos de Agamben que a veces parecen descabellados o exagerados.
Agamben dice que lo que está en juego es potencialmente “el fin del estudiantado como forma de vida.” Y así es: si las clases pasan a ser en su mayoría en línea entonces el estudiante podrá seguir viviendo, dada la opción, en su casa y en su pueblo, y se acabará de una vez por todas la errancia cara y superflua (tanto bar, tantas tapas, tantas copas) de los años de universidad entre colegas y amigos. Te quedas en casita comiendo la sopa de mamá, te compramos un buen Mac, y ahí nos las den todas. Usamos el dinero de forma más productiva y menos inquietante. Tu grado académico valdrá igual que los de los demás, y hasta es posible que en lugar de tener que escuchar al majadero a cargo de esa asignatura de especialización en la universidad de pacotilla de la capital puedas convalidar esa escucha, gracias a los generosos acuerdos ya aprobados, por la de las sabias palabras del genio aquel de Stanford o de Uppsala, que para y por eso tienen tantos miles de seguidores en Zoom o Google Meet o, todavía mejor, en YouTube, porque allí sí que no hay interrupciones y lo que llega es pura sabiduría.
Es una forma de vida ya milenaria, dice Agamben, la que ahora arriesga encontrar su fin. Y no tiene alternativa digna, pues quedarse en casa con la sopa boba, atendiendo solo a la voz del supuesto genio, el gran comunicador, el mamón famoso, no lo es. Lo que importará en ese momento no es, sin embargo, lo que hay, sino, como diría Lacan, lo que no hay, lo que está en falta, en pérdida, y se trata de una pérdida que ya las generaciones que vienen no estarán en disposición de apreciar como tal.
Pero Agamben dice más: dice que esto que llega a su momento de riesgo final lleva años ocurriendo, y eso lo sabemos todos los que llevamos ya mucho tiempo en la cada vez más insípida y letal profesión académica. La miseria de la vida estudiantil en el presente, para los que tienen ojos y oídos y memoria, y así posibilidad de comparación, es en general sobrecogedora, y su descerebrada opción por la mediocridad espiritual, siempre que pueda resultar bien pagada, es como sabemos absolutamente dominante. Por supuesto que hay excepciones—a mí me gustaría decir que mis estudiantes son la excepción, pero sería demasiada pretensión falsa por mi parte. ¿Qué decir de una institución cuya misión esencial es preparar a los jóvenes para la vida adulta cuando tiene que alimentarse de la excepción, cuando solo la excepción la redime?
Agamben dice que es difícil lamentar, por lo tanto, la muerte de esa institución, en la que, como mucho, al estudiante se le adiestra a participar en éxtasis meramente políticos cuando sus éxitos no pueden ser económicos. Yo tampoco quiero ser uno de esos juramentados de los que habla Agamben que apuestan hoy por la adaptación, qué remedio, al régimen pedagógico-telemático. Y no por nostalgia presencial, que yo, la verdad, no siento ni comparto. Se trata más bien de que, aunque hay muchas formas de enseñar en línea, y algunas son buenas, ya los últimos dos meses nos han mostrado y demostrado cuál va a ser el mínimo común denominador—devastador y estúpido, como si se pudiera caer indefinidamente en todavía mayor estupidez y todavía mayor devastación.
No sé si exagera Agamben al pensar que está en juego “la palabra del pasado.” Yo también lo creo. El sueña con una universitas ex universitate compuesta por los parias que resistan el modo de producción universitaria que viene, que vivan y se manifiesten “contra la barbarie tecnológica” que condiciona mucho más que el régimen telemático de enseñanza. De esa otra universidad tardarán en aparecer manifestaciones, y serán durante largo tiempo inconspicuas y secretas. Hoy me escribió un estudiante diciéndome que creía tener que leer a Emile Cioran, improductivamente, fuera de curriculum, y me preguntó si podría ayudarle. Le dije que sí.