(Creo que, en condiciones como las presentes, y a pesar de que la crítica a lo que otros piensan es en muchos casos condición de la propia escritura, es mejor tratar de decir lo que uno quiere sin mayores mediaciones, es decir, no desde el antagonismo ni la animosidad, que se están empezando a extender a principios de este segundo mes de confinamiento, de forma algo preocupante, como el estado de ánimo más frecuente. Recojo aquí en un solo archivo revisado lo que he ido escribiendo sobre la situación presente en las últimas semanas.)
Si uno pudiera ser un piel roja siempre alerta, cabalgando sobre un caballo veloz, a través del viento, constantemente sacudido por la tierra estremecida hasta arrojar las espuelas, porque no hacen faltas espuelas, hasta arrojar las riendas porque no hacen falta riendas, y apenas viera ante sí que el campo era una pradera rasa, habrían desaparecido las crines y la cabeza del caballo. (Franz Kafka)
Sosiego siniestro. Primer mes
- 20 de marzo, 2020
Llevamos, en mi casa, Teresa, el gato y yo, una semana de semi-confinamiento, que sería confinamiento total si no incluyera un par de salidas para comprar provisiones y para coger papeles en la universidad. Cortar la hierba lo interrumpió la lluvia de hoy y me parece que mi tractor está a punto de averiarse y no sé ya si podré hacerlo arreglar. Se fue el tiempo entre unas cosas y otras. Algunas de preparación de las clases en línea que empiezan este lunes, y otras producidas por el puro desconcierto—atención a la vez distraída y fija a las noticias, periódicos, curiosidad impaciente por ver qué se dice en Facebook o Whatsapp, ansiedad por nuestros hijos, que viven en otros lugares. Va siendo hora de darle la vuelta a eso, y de recogerse de otra manera.
No es que sienta necesidad de trabajar. Algo habrá que hacer, entre otras cosas ocuparme de las clases, aunque estén en general ya preparadas. Pero noto tensión, y tengo que nombrarla o me dejará inquieto no llegar a hacerlo. Hay suspensión de lo habitual, puesto que las condiciones tanto de trabajo cotidiano como de todo lo demás están en entredicho. No puedo ir al gimnasio, por ejemplo, y no es que me guste tanto, pero marca mis días. Lo habitual se suspende y en ello aparece un ocio que apenas puede llamarse así, porque no es elegido. Es un ocio ansioso, y lo hace más ansioso la voluntad de sacarle partido, de capitalizarlo, en realidad. De poder usarlo como posibilidad de entrada en mi propia existencia, de la que parezco haberme ido, de darme cuenta de lo que es este tiempo parado que sin embargo no deja de fluir. Me vienen a la memoria dos versos de Quevedo: Buscas a Roma en Roma, ¡oh, peregrino!/ Y en Roma misma a Roma no la hallas. Y por debajo la sensación de que ese proyecto es tan precario que puede irse al tacho si alguien cercano a mí cae enfermo. Siento una urgencia hacia el sosiego, una necesidad apremiante de sosiego, pero el sosiego no se lleva bien con la urgencia, y esa contradicción es la que no puedo resolver, o no todavía. Estamos solo en el principio de algo que durará, todo lo indica, y esa duración, imaginada, me produce una angustia leve que no puedo negar ni esconder del todo. No es solo mía, claro.
In the meantime it was folly to grieve, or to think. La frase del cuento de Edgar Allan Poe “La máscara de la Muerte Roja” me ronda la cabeza. No es tiempo de aflicción, no por mí ni por los míos, aún no ha pasado nada, ojalá no pase. Pero pensar parece también un esfuerzo excesivo. Pensar ¿qué? Pensar lo inane inanemente. De alguna manera también mi condición tiene trazas de la del Príncipe Próspero: también yo estoy refugiado en mi magnificent structure, y también yo he invitado a reunirse conmigo a mil damas y caballeros que me esperan por las noches en las películas de Netflix o Amazon Prime. Tenemos provisiones. Solo queda organizar el baile de máscaras.
En el cuento de Poe el castillo del Príncipe incluye una extraña sala interior, con su contraste negro y púrpura, donde reside un gigantic clock of ebony cuyas campanadas interrumpen la música de la orquesta y paran el vals de las damas y los caballeros, que se sienten temblar y empalidecer sin entender por qué la perturbación sónica los afecta. Y en el toque de medianoche aparece una new presence, enmascarada como todas las del baile. Y es la máscara de la Muerte Roja, que entró like a thief in the night. And the life of the ebony clock went out with that of the last of the gay. And the flames of the tripods expired. And Darkness and Decay and the Red Death held illimitable dominion over all. Pero eso no pasa, dice el cuento de Poe, hasta el final del quinto o sexto mes del confinamiento. Falta mucho.
Cómo encontrar sosiego en lo siniestro, o no es caso de encontrarlo sino de buscarlo y lograrlo. Esa búsqueda, me temo, vendrá impuesta como la tarea esencial de los próximos meses. Y los marcará, con apremio y tesón. Y cambiará mi vida solo si alguna otra cosa no la cambia antes con mayor dureza. It is folly to grieve, or to think. No se puede penar, ni pensar, pero penar y pensar—pensar ese secreto–es por lo pronto lo único posible, la sola vía abierta.
(27 de marzo, 2020: la incapacidad del pensamiento contemporáneo para hacerle frente a esto, por la izquierda tanto como por la derecha, implica la necesidad de pensamiento nuevo. Nadie sabe cómo hacerle frente a este asunto. Pero para que esa novedad pueda darse es necesario renunciar a los ideologemas y ataduras convencionales, que no solo duran a pesar de su inopia sino que se endurecen de forma cada vez más dogmática y descabellada. Las viejas retóricas son aplaudidas con ferocidad creciente y lo incipiente o posible queda inmediatamente descalificado y condenado al infierno de la irresponsabilidad.)
(29 de marzo, 2020: Sensación, quizá falsa, paranoide, de que el mundo va a cambiar de tal forma que las coordenadas y parámetros conocidos, o que uno lleva una vida tratando de conocer y entender, van a dejar de ser relevantes. Por lo tanto, de que no solo todo lo que se diga o piense ahora es meramente provisional e incierto, sino también de que todo lo que se lea, escrito por los que vivieron antes de esta incursión de lo siniestro, no es más que falso consuelo o compensación, no necesariamente irrelevante, pero de relevancia indeterminable. O eso es así o no es sino una excusa retorcida para mi pereza. Y entonces, segundo golpe de lo siniestro, se insinúa la noción de que esa sensación de indeterminabilidad de la historia no debería constreñirse al entender en tiempos de crisis, sino que pertenece a toda nuestra temporalidad. En cada caso todo cambia siempre de forma que lo que uno pensaba y vivía va a dejar de ser relevante y no entrega sino una verdad provisional y traidora, una mentira. Y lo que se lee es siempre en cada caso falso consuelo y compensación. Y ese momento de visión que arriesga el desorden recuerda viejas reflexiones: cómo la expresión ho autontimoroumenos, que era un ejemplo de participio en mi libro de texto para aprender griego, y que desde el verbo timeo puede traducirse como “el que se honra a sí mismo,” puede leerse desde el verbo timao y entonces tiene que traducirse como “el que se destruye (o atormenta) a sí mismo.” Circulus vitiosus deus en Nietzsche remite a esa estructura del doble golpe de lo siniestro. La idea del Eterno retorno habría sido un intento de superponerse, en voluntad de poder, a esa doble estructura. Pero Nietzsche no pudo evitar radicalizar su idea hacia la construcción participial del verbo timao.)

- 1 de abril, 2020
Cuando Alain Badiou, en un momento de su seminario sobre “La esencia de la política” (L’essence de la politique (1991-92), París: Fayard, 2018), menciona el “estilo político-extático de los años treinta” del siglo XX, dice que “su seriedad y su profundidad” estaban vinculadas inevitablemente a la producción de un desastre. El desastre habría sido la “teatralización, localizada bajo el signo de una puesta en escena del lugar, de un nudo singular entre política, Estado y filosofía, cristalizado en la obligación del éxtasis del lugar” (132). La aparición del nombre sagrado del líder y la producción del espacio político como espacio de terror, en el cual a parte de lo que es no se le permite ser, son consecuencia directa del éxtasis del lugar. Uno tendería a pensar en el fascismo como la manifestación más obvia de esa teatralización estatista. Badiou, que excluye al nazismo de la noción de desastre en la medida en que el nazismo nunca se propuso como política emancipatoria, le da otro nombre preciso: estalinismo. No cabe pensar que ese nombre no recurrirá ya más en nuestra historia. ¿Hacia dónde se mueve hoy la izquierda? ¿Cuáles son las propuestas emancipatorias incipientes en plena crisis del coronavirus? ¿Y en qué lugar está la política que nunca pretendió ser emancipatoria?
El estilo político-extático de los años treinta del siglo XX no fue ajeno a la crisis económica de los años veinte. Dadas las predicciones económicas, corremos el riesgo no tan remoto de una nueva territorialización extática a partir de la crisis del COVID-19. Carlo Galli la identifica en un breve texto llamado “Epidemia y soberanía” como una incipiente exacerbación de la soberanía, en una situación que plantea, desde el punto de vista democrático, “dos exigencias iguales y contrarias:” la primera, que esa soberanía reclamada sea eficaz, que funcione, por ejemplo, para abordar el problema sanitario y para promover una reconstrucción económica; por otro lado, “que la emergencia no se institucionalice en un estado de excepción” (Galli, https://ragionipolitiche.wordpress.com/2020/03/27/epidemia-e-sovranita/ 2). Ahora bien, si vencer la crisis supone “inventar una nueva normalidad, refundar el pacto de nuestra democracia,” para Galli “tendremos necesidad de soberanía” (3). Y ese es el peligro: que en esa nueva necesidad de soberanía, bajo el pretexto de una refundación del pacto democrático, se reconstruya la práctica política como voluntad de fundación de un nuevo lugar extático en el terror. A partir de la afirmación de soberanía y de su formulación identitaria.
En el confinamiento necesario para evitar el riesgo del contagio aparecen veleidades y voluntarismos comunitaristas. Pero el generoso aplauso a las fuerzas sanitarias y de orden público que trabajan para contener o mitigar la intrusión vírica tiene en su reverso oscuro la denuncia al que se atreve a romper la prohibición de confinamiento y el miedo agresivo contra el posible portador vírico. La prohibición de comunidad implícita en el confinamiento es una inestable señal contracomunitaria. Que la comunidad sea hoy asesina queda invertido en una imprecisa nostalgia comunitaria. Esa contradicción podría tender a resolverse–faltan semanas de confinamiento, semanas de nostalgia comunitaria–en una nueva equiparación epocal de carácter extático que forzara la equivalencia entre bien y necesidad: que el bien político (o económico) tuviera que ser constituido a partir de la postulación de una nueva sutura comunitaria. Sabemos lo que eso puede implicar. Sabemos que hay sectores de la población ya previamente predispuestos a ello. En la derecha y también en la izquierda.
Badiou habla, a principios de la década de los noventa, de los tres grandes libros que cerraron filosóficamente la secuencia comunitaria (comunista) que habría comenzado con la Revolución francesa, esto es, los libros de Jean-Luc Nancy, Maurice Blanchot y Giorgio Agamben sobre comunidad. Y desde ellos pide una reconstitución del pensamiento de la comunidad que incida en lo imposible e innombrable de la comunidad misma, lo que en la historia de la comunidad o del comunismo constituyó desastre absoluto, que es cabalmente su sutura al lugar, su sutura al liderazgo extático, y su sutura al terror como liquidación de lo que la sutura excluye. ¿Queda hoy el resto de una política emancipatoria imaginable que permita evitar ese riesgo? ¿O lo que viene exacerbado en el nuevo voluntarismo comunitarista, de izquierda y de derecha, que es la otra cara de la gestión estatal-administrativa que reclamará o ha reclamado ya mayor e infinita soberanía, es justamente no otra cosa que la insistencia en una nueva comunidad hegemónica cuyo logro forzaría un retorno, como farsa, al estilo político-extático de los años treinta del siglo XX? En términos de Badiou, un nuevo estalinismo. Pero también el fantasma de aquello que Badiou excluye del desastre. Es preciso pensar alternativas.
- 1 de abril, 2020
La semana pasada Jaime Rodríguez Matos, Gerardo Muñoz y yo escribimos por Facebook a Jorge Alemán haciéndole la pregunta que está en la carta abajo. Jorge todavía no contestó formalmente, pero dio una segunda entrevista en Punto de emancipación en la que pareció proponer una respuesta bajo la noción de que “la transformación del sujeto es condición de la transformación política.” Cabe quizá decir, aunque asumiendo plenamente que cuando un lacaniano habla de “la transformación del sujeto” no dice lo mismo que dicen los gurús de la autoestima ni los falsos profetas de la felicidad, que esa respuesta nos parece insuficiente en la medida en que puede fomentar malentendidos. No nos interesa tanto la transformación del sujeto desde ningún ideal de introspección meditativa, no nos interesa particularmente el cuidado de sí en las tradiciones a las que Michel Foucault remitía, tampoco por lo tanto ninguna estética de la existencia, y menos nos interesan los propósitos de enmienda tan caros a la tradición cristiana. Más bien nuestra pregunta se interesaba por la posibilidad de recuperación, en el confinamiento, de una exterioridad existencial, de una ex-scripción no directamente comunitaria ni directamente política. A eso le llamábamos “facticidad,” que es a nuestro juicio lo inmensamente perdido en el pensamiento contemporáneo. Y en la facticidad también por lo tanto la posibilidad de una facticidad transfigurada, a la que Jean-Luc Nancy, por poner un ejemplo, llamó en algún momento “decisión de existencia” y a la que Jacques Derrida, por dar otro ejemplo, solía referirse como “aprender a vivir” al final de su vida. No queremos, por supuesto, forzar a Jorge a decir lo que no quiera decir, tampoco a ningún acuerdo. Solo nos parece útil, para preparar alguna conversación futura, marcar que, si es preciso hablar de “transformación del sujeto” para instrumentalizar alguna nueva operación de reinvención política, sería también preciso hablar de una transfiguración del “objeto,” es decir, del afuera que hoy ha quedado tan radicalmente reducido a la búsqueda de un “común” que, además de ser tan imposible como innombrable en nuestra época, no tendría en ningún caso, nos tememos, capacidad generativa. O solo la tendría perversamente. Sostendríamos que no puede haber reinvención política, solo repetición, sin una revisión fundamental de la definición de sujeto de existencia que implicara también la revisión destructiva de la diferencia sujeto-mundo en las coordenadas contemporáneas, que todavía son las coordenadas modernas, aunque ya en estado agónico.
Esta es la carta inicial a Jorge:
Querido Jorge:
Jaime, Gerardo y yo hemos estado charlando informalmente sobre la entrevista que hiciste con Kling en Punto de emancipación y decidimos que era obligado preguntarte algo. Ojalá tengas tiempo para contestar. Entendemos, primero, que en la entrevista estableces cuatro puntos que podemos enumerar así: 1. El capitalismo hoy está desbocado y produce y continuará produciendo efectos más allá del control de agentes humanos; 2. Es necesaria una reinvención de la izquierda, que sigue pensando la situación desde parámetros inadecuados; 3. La única posibilidad semivisible es una estatalización fuerte sin totalitarismo, una estatalización no autoritaria; 4. En suma, ante el fracaso civilizatorio se hace preciso otro comienzo, que está por pensarse. Pero hay otra propuesta menos obvia en tu texto, y que vinculamos a lo que dices al principio sobre cómo esta intrusión vírica global representa una irrupción de lo real en la que la realidad se tiñe de angustia. Hablas, como dice el punto 2 arriba, de la necesidad de una reinvención de la izquierda y de una reinvención de lazos sociales y, en la respuesta a la pregunta sobre el confinamiento, vuelves a usar la palabra “reinvención,” esta vez como “reinvención de uno mismo,” y asociada a la oportunidad que en su reverso ofrece el confinamiento, y que tú describes como “separación del mundo que permite pensar el mundo,” una extrañeza, distancia o lejanía, dices, “que podría dar algo otro que angustia y pérdida.” Lo llamas “experiencia meditativa,” y en ella cifras esa posibilidad de “reinvención de uno mismo.” En nuestra conversación, Jaime, Gerardo y yo pensábamos si es preciso pensar esa doble reinvención necesaria, la política y la personal, como una sola reinvención necesaria. Y si para pensarlas juntas tu vieja temática de la soledad: común se hace precisa. Creo que ya sabes por dónde vamos. Hacia el principio de la entrevista vinculas la intrusión de lo real en la pandemia con la catástrofe de un capitalismo desbocado y la culminación de la metafísica en esa voluntad de poder ya fuera de todo control por parte humana. Tu alusión a la experiencia meditativa no puede sino evocar la analítica existencial heideggeriana y su mandato de hacer explícita la facticidad propia. ¿Será entonces que ese paso atrás con respecto de la propia existencia que se hace posible como oportunidad en la experiencia de confinamiento, en su vinculación general a la soledad: común de lo humano, es la que podría hacer posible la reinvención política que pides, que es también reinvención del lazo social? ¿Cómo ves esto? Abrazos, Alberto (y Jaime y Gerardo)
(3 de abril, 2020: Estamos en el mundo como exterioridad fáctica, y el cierre de la experiencia alude a que no queramos dejar que esa exterioridad se manifieste. Insistimos en que el mundo no debería ser más que una colonia política de la subjetividad humana. Pero el mundo ex -cede y sub-cede. Existir, no insistir, pasa por la retirada hacia la exterioridad del mundo, contra su cierre subjetivo. La noción de “transformación del sujeto” es insuficiente, reincide en la mera in-sistencia. Pensar esa retirada a la exterioridad como condición de posibilidad de la política misma.)
(3 de abril, 2020: A veces se me ocurre que, por escribir en español, algunos de mis amigos están, en relación con el pensamiento contemporáneo, en la posición del indígena al que las compañías españolas leían el Requerimiento de Juan López de Palacios Rubios. En nombre de Dios y el Rey, sométete o morirás, y todo lo que digas a partir de ahora lo dices en nuestra lengua o no lo dices. Y cuando mueras, si no te sometes, será culpa tuya. Y esos amigos míos, que no entienden ni quieren entender el Requerimiento de sumisión y se limpian el trasero con el folio de Pánfilo de Narváez o de Hernando de Soto, son los indígenas que tienen que echarse al monte para evitar el exterminio. Pero es mejor irse al monte, de todas maneras.)
- 4 de abril, 2020
Han pasado tres semanas de autoconfinamiento. Saludo a los árboles que rodean nuestra casa y corto la hierba del prado (conseguí que me arreglaran el tractor, y el mío fue el último que arreglaron antes de cerrar la tienda) y espero la próxima visita de un correcaminos que anda por aquí y que sé que puede eludir a mis gatos perezosos. No he dejado de estar ocupado, pero me doy cuenta de que mi trabajo no es trabajo, más bien solo ocupación que me llena el tiempo, eso sí, trabajosamente—reuniones por Zoom de algún comité, inaguantables, mirar las noticias, tratar de estar el día con lo que aparece en las redes, aunque solo hasta cierto punto (las redes se me están haciendo tan inaguantables como los comités, no significa nada tener 1,000 amigos), corregir lo que mis estudiantes me van mandando o redactar alguna indicación para ellos, tratar de leer sin distraerme con los mensajes de texto o de Whatsapp, salir de paseo obligadamente, preparar la cena, buscar frustrantemente alguna película o serie que pueda interesarme sin llegar a conseguirlo (pero habrán pasado dos horas). Si en algún momento tuve la secreta tentación de celebrar el confinamiento como recuperación de tiempo, y por lo tanto de placer, ya es una tentación olvidada por inútil. El tiempo distendido produce un aburrimiento sordo, también leve nada más. Como se han cancelado todas las reuniones y talleres de los próximos meses, y como en general esta crisis ha ampliado ineluctablemente todas las fechas límites y ha reducido urgencias profesionales, no tengo nada urgente que escribir (bueno, una cosa que tendría que haber entregado hace ya un par de meses—pero esa urgencia no está en mí).
Y no siento que ese vacío sea particularmente generador para escribir otras cosas a más largo plazo. Empiezo a pensar, oscuramente, y esta nota es un esfuerzo por darle vía a ese pensamiento incipiente, que esa misma situación, cuyo tono anímico no alcanzo a poder nombrar, me exige algo así como una crítica general de mi vida, o más bien de las condiciones que he acabado por soportar como forma de vida, como hábito. A Hobbes le gustaba decir que la pasión fundamental de su vida habría sido el miedo. La mía, creo, el aburrimiento: tratar de eludirlo, fuera como fuera, ha sido mi estrategia vital más sostenida, desde siempre, desde que era estudiante en Barcelona y tenía que enfrentar domingos cóncavos hasta el presente, en el que intento movilizar interlocución a través de grupos de amigos o estudiantes en Slack, en general con muy poca fortuna, pasando por tantos grupos de trabajo, organización de talleres, propuestas de conversación, aceptación de compromisos de presencia o escritura en los que a mí, realmente, no me iba nada y no me ha ido nunca nada excepto llenar el tiempo vacío. Tengo que aceptar una realidad dolorosa, que es la calidad meramente compensatoria de casi todas mis actividades profesionales de los últimos cuarenta años. Quizás por eso haya escrito relativamente poco: mis estímulos han estado siempre coartados, siempre condenados a una falta específica de liquidez, a una oclusión receptora. Entre la niebla autogenerada por mis pobres estrategias compensatorias siempre he podido ver el horror de la pregunta para qué, que no he sabido contestar excepto puntual y por lo tanto insatisfactoriamente. (Excluyo de todo esto la conversación con mis amigos, crucial para mí.)
Y mejor no decir más porque me metería en otros problemas. La cuestión es saber si de esa crítica general de mi vida puede salir alguna forma de regeneración para los próximos años; saber si es posible recoger lo tantas veces arrinconado como estorbo, lo real o auténtico en mi vida, y darle vía libre; saber si es posible vivir en y para un tiempo que sea otra cosa que tiempo de compensación simbólica. ¿Es posible renunciar a lo que aburre todavía más que el aburrimiento que ostensiblemente busca reducir o eliminar? ¿Por qué no? Pero planteármelo me aterra. Mi vida cambiaría de tal forma que puedo no tener recursos para ello.
- 9 de abril, 2020
Buscando un libro veo y miro una foto específica en uno de los estantes de mi estudio, la que hicimos de los cuatro primos en una playa de Connecticut. Surge el recuerdo de una sensación íntima perturbadora, una memoria involuntaria. O no es memoria, no un recuerdo, sino que pertenece a la materialidad de la foto, y ahora la leo. Es como una sombra en la foto. La foto me habla de una prisa interior. O es solo el desajuste o desequilibrio entre estar allí, en aquel sitio, en aquel momento, y sentirme a la vez desplazado a otra temporalidad, acuciante, desde la que el tiempo de la foto solo podría ser recordado con pesar. Como si pesara sobre mí, en el instante de la foto, una obligación que obliteraba la realidad de aquel momento; que lo desrealizaba y lo volvía el lugar de una pérdida.
Pero sí, esto vuelve como memoria, no está en la foto. No es lo que leo ahora sino lo que sentí entonces. Y que solo ahora identifico y nombro. Como si un pacto anterior hubiera ya consumado la imposibilidad de estar allí, entonces. Como si mi alma constatara su venta previa—pero ¿quién fue?—a un futuro que nunca iba a llegar y que sin embargo ordenaba ineluctablemente mi vida. Como si todo hacer o todo estar fuera siempre disimulación respecto de una sustracción de tiempo a la que yo habría accedido inmemorialmente. Algún engaño, algún error. Como si no pudiera estar allí, estando, en virtud de estar o tener que estar en alguna otra parte que no existe.

- 12 de abril, 2020
No aludo a nadie en particular, la crítica es lo que menos me interesa en esto, pero la configuración de estilos que el confinamiento genera en redes sociales confirma una división especial y que a mí me parece en el fondo decisiva. Tratamos a veces de establecer tipologías del intelectual en relación con diversos problemas o temáticas. Siempre resultan tipologías sucias, con múltiples zonas grises y áreas de encabalgamiento poco nítidas. Quizás esta que voy a arriesgar sea otra de ellas, y no más que eso. Pero me parece que hoy quizás sea posible, y necesario, dividir el campo de los escribientes entre el tipo del predicador y el tipo del marrano. Hace unos años Erin Graff Zivin escribió un artículo, “Towards an Anarchaeological Latinamericanism” recientemente republicado en su libro Anarchaeologies (Fordham UP, 2020), donde ella establecía una tipología de escritura desde las nociones de registro inquisicional o identitario y registro marrano. El primero tenía que ver con la extracción de alguna verdad oculta, mientras que el segundo problematizaba su relación ético-política desde por una parte el secreto y por otra la entrada en la dimensión de lo incalculable, es decir, de lo que rehuía todo cálculo. Hay más en el ensayo de Erin, pero a mí me interesa ahora solo volver a esa división desde, por ejemplo, el Soren Kierkegaard de Temor y temblor, y vincular los dos registros, el inquisicional o inquisitorial y el marrano, a los dos caballeros kierkegaardianos, que el pensador danés define como el caballero de la resignación infinita y el caballero de la fe. Es quizá paradójico que el intelectual de la resignación infinita pueda ser calificado como escribiente del registro inquisitorial mientras que el caballero de la fe tenga comparación con el registro marrano. Parecería más bien lo opuesto: que la resignación infinita correspondiera al marrano y la fe al inquisidor. Pero no, y eso es lo interesante. Para mí la resignación infinita lleva a la prédica, mientras que la fe kierkegaardiana, y en esto no difiero de Kierkegaard, lleva a una asunción de singularidad extrema a la que Kierkegaard llama “relación absoluta con lo absoluto.”
Hay mucha predicación por ahí, lo cual no puede sino remitirnos a las críticas de Nietzsche al pensamiento sacerdotal. Huelga decir que el registro marrano de pensamiento abomina de lo sacerdotal. Su función es ser testigo, no enseñante, no predicante. Renuncia a toda función de héroe, incluso en la versión absolutamente generosa que Kierkegaard presenta de su caballero de la resignación infinita, que es el héroe trágico. Para Kierkegaard, con perdón por la retraducción, este último “drena en resignación infinita el pesar profundo de la existencia, conoce la felicidad del infinito, ha sentido el dolor de renunciar a todo, a lo más precioso del mundo, y sin embargo para él la finitud sabe tan bien como le sabe al que no ha conocido nunca nada más alto, pues su permanecer en lo finito no porta traza alguna de un aprendizaje ansioso y coartado, y todavía hay en él un sentido de estar seguro de su placer, como si fuera la cosa más cierta de todas. Y sin embargo, sin embargo, la totalidad de la forma terrestre que presenta es una nueva creación desde la fuerza de lo absurdo. Renunció a todo infinitamente, y luego volvió a hacerse cargo de todo desde la fuerza de lo absurdo” (Fear and Trembling, Londres: Penguin, 1985, 69-70). ¿No es este el sacerdote en su mejor configuración tipológica? El sacerdote o el héroe trágico, reconciliado con la existencia a través de su placentera predicación, que lo vincula a lo universal. Predica para todos, habla para todos. Como Sócrates.
No es que el marrano reivindique ninguna excepcionalidad, aunque no hable para nadie. Es verdad, dice Kierkegaard, que al predicador, en su duro camino sobre la tierra, todos le pueden potencialmente dar consejo, y así está permanentemente en contacto con todo el mundo. Al marrano, en cambio, nadie le da consejo, y nadie le entiende. Esta es una posición radicalmente singular, y sin embargo dice Kierkegaard que no hay ser humano que esté excluido de ella. Lo decisivo es quizá que el héroe trágico de la predicación verborreica incondicionada considera que lo universal es más alto que lo particular, que lo universal es superior a lo particular. Pero el marrano, largo tiempo, desde siempre, subordinado a lo universal, lo quiera o no, pues tal es su destino, rompe con lo universal en su rebeldía y, haciéndolo, se coloca “en relación absoluta con lo absoluto.” Pero ¿qué significa tan extraña e intempestiva frase, para la que hoy, sin duda, no queda ya oído ilustrado alguno?
Pero el marrano no es cabalmente ningún ilustrado, no primariamente. Esos son los predicadores. El marrano anda por caminos donde no hay viajeros, solo sombras de algún extraño. La relación absoluta con lo absoluto es la señal abrahámica, y lo que dice, quizá pese a Erin, quizá no, es que la ética no es lo más alto. Ni héroes trágicos, predicadores, ni héroes estéticos, héroes del estilo. El marrano no puede ofrecer nada. Solo ser testigo y asumir la responsabilidad de su soledad, que todos comparten.
- 15 de abril, 2020
Estoy lejos de ser erudito bíblico, pero siempre me fascinó la historia de Tobías y su pez mágico y su compañero angélico, desde que me la contaban en mis clases de Historia Sagrada, de pequeño. Después la perdí de vista a pesar de leer, con los años, el abstruso libro de Juan Benet, El ángel del Señor abandona a Tobías, y de conocer los grabados de Rembrandt. El Libro de Tobías es uno de los libros llamados deuterocanónicos, lo cual implica que no se puede leer en las Biblias protestantes. Incluso mi traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera no incluye el texto, y tampoco está en mi versión en inglés del Rey James, a pesar de que tanto Valera como los sabios del rey inglés tradujeron ese libro. Pero, misteriosamente, es considerado un libro apócrifo, y por lo tanto censurable y censurado. En fin, lo tengo disponible en mi ejemplar de The New Oxford Annotated Bible, With the Apocrypha. También está en la traducción de la Vulgata de Félix Torres Amat (más bien en la versión que él da desde la traducción de José Petisco).
El joven Tobías, hijo de un hombre piadoso en el exilio que nunca olvidó enterrar a los muertos ni ocuparse de las viudas y los huérfanos de su pueblo, y que está arruinado por el poder político, debe ir a cobrar una deuda a algún lugar remoto. Para ello encuentra la ayuda de un compañero, el ángel Rafael, que le aconseja cómo defenderse de un insólito pez que le ataca en el río, y cómo extraer de ese pez herramientas indispensables para su vida: le enseña la forma de exorcizar el demonio que plaga la vida de Sara, su futura mujer, y la forma de curar la ceguera de su padre, causada por excrementos de golondrinas. Pero también, notablemente, la posibilidad de encontrar su camino en el desierto, y no perderse. Cuando Tobías retorna al lugar paterno, con mujer y fortuna, su padre pide que le pague a su compañero. El compañero revela entonces su calidad de ángel y se marcha. Los dos Tobías viven muchos más años, y uno no puede sino pensar que su vida, la vida no narrada, la vida que resta, está cruzada por el tiempo de la espera–la vida está cruzada entonces por la espera del retorno del ángel, y por el tiempo que falta para tal retorno.
Esa vida en la espera, la vida del abandonado por el ángel que alguna vez lo acompañó, es vida infrapolítica. En Supervivencia de las luciérnagas Georges Didi-Huberman invoca la figura de la luciérnaga, entendida como el fulgor de un cuerpo en la noche y en cuanto tal lugar de deseo. Esas son las luciérnagas vistas en la infancia de Pier Paolo Pasolini, de las que Pasolini abjura, anunciando o profetizando su muerte definitiva, en 1975, poco antes de su propia muerte. Son también las luciérnagas de la infancia de Giorgio Agamben–las luciérnagas de las que también Agamben dirá en El reino y la gloria que han sido quemadas por la luz de una gloria entendible solo como luz cegadora de la sociedad del espectáculo o, alternativa o complementariamente, de los faros de los coches neofascistas.
Didi-Huberman rechaza la idea de la muerte de las luciérnagas. Apela al mesianismo débil de Benjamin para insistir en que la destrucción de la experiencia no es total, incluso bajo condiciones de caída, y que es en la caída misma donde todavía–y ese todavía es perpetuo–pueden encontrarse fulgores de deseo dada la plausible indestructibilidad de lo destruible. La destrucción de la experiencia nunca puede eliminar el residuo de la espera, excepto con la muerte. Pero no estamos muertos. Sobrevivimos, y por lo tanto vivimos, y la sobrevivencia, si es algo, es producción de fulgores en la noche. La imagen–todo fulgor en la sombra es un fulgor de imágenes–sobrevive a cualquier horizonte apocalíptico, y demuestra la ilusión de todo apocalipsis, la ilusión de todo horizonte. Por eso para Didi-Huberman toda manera de imaginar es una manera de hacer política. La luciérnaga es en última instancia la supervivencia de la política, entendida paradójicamente como la supervivencia del deseo o del pensamiento. La luciérnaga es “fuerza diagonal” que impide el cierre de la política y promete por lo tanto todavía una redención, o una fe en la redención, que es irreduciblemente política. Desde este punto de vista, la supervivencia de las luciérnagas se marca en clave voluntarista o decisionista–también el éxodo de Georges Bataille hacia la “experiencia interior” tendría esa clave.
Pero volver al Libro de Tobías permite hacerse la pregunta de si la espera por el retorno del ángel que no redime, sino que solo acompaña y dota de confianza ansiosa nuestros días, es una espera política; si conviene adjetivar de política a esa acción sin acción que marca el ritmo de la espera en la caída de la experiencia. ¿No son las luciérnagas, los fulgores en la noche, más bien resultado involuntario de una espera atenta en la desaparición misma de la política? Otra cosa es que el que espera pueda también esperar políticamente. Pero darle a la imagen como único horizonte el horizonte político es también una forma de sustituir horizonte por imagen, y de subordinar la imagen a su siempre improbable politicidad primaria. Imagen infrapolítica–ese es el fulgor en la noche, que es un fulgor sin horizonte.
En la historia de Tobías la espera no es redentora, y el ángel no retorna. En realidad, la espera remite a una natalidad diferida, es repetición de la natalidad, esto es, repetición de la euforia de un despertar que lleva dentro el dolor de la separación, y que aun así es bienvenida. Los fulgores en la noche son, en cada vida, lo que se adapta a esa tensión temporal, lo que aparece, si aparece, y entonces colma, parcialmente, en separación, un deseo que admite muchas modulaciones (puede ser una modulación serena, un dejamiento en el tiempo, o puede ser una modulación desesperada, la del adicto, por ejemplo). La luz es luz oscura, porque viene de lo oscuro–pero es una oscuridad que destella. No es la mera ausencia de luz, no es la nada. El tiempo es el tiempo que viene en cada caso, el tiempo existencial. En cierto sentido se podría decir que esa espera es el pensar–en el sentido preciso en el que pensar es habitar. Uno puede habitar políticamente o uno puede habitar en el fútbol o en el bar, pero esas son opciones derivadas: y todavía en ellas habitar es en cada caso esperar el retorno del ángel, que no redime y no llega, pero que siempre puede hacerlo. Llegan, o no llegan, los fulgores porque la espera los prepara, hay preparación, no redención. No para Tobías, que muere como todos, prematuramente, a los 117 años, después de una vida suficientemente piadosa.
En uno de los textos que Giorgio Agamben publica en relación con la pandemia del COVID-19, Agamben dice: “la soglia che separa l’umanità dalla barbarie è stata oltrepassata . . . Il primo punto, forse il più grave, concerne i corpi delle persone morte. Come abbiamo potuto accettare, soltanto in nome di un rischio che non era possibile precisare, che le persone che ci sono care e degli esseri umani in generale non soltanto morissero da soli, ma che—cosa che non era mai avvenuta prima nella storia, da Antigone a oggi—che i loro cadaveri fossero bruciati senza un funerale?” (Agamben, Una domanda, https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-una-domanda). Pero me atrevo a proponer que la referencia necesaria no sea solo Antígona, sino que también es Tobías, cuya ayuda angélica está motivada en la piedad paterna. Tobías padre, cuya primera fortuna y casi su vida le fueron secuestradas por el rey Senaquerib por enterrar a los muertos de su tribu de forma que el rey no los pudiera encontrar, reincide cuando aparece un degollado tendido en la plaza. Sus parientes le dicen, en la versión de Torres Amat, “ya por esta causa se dio la orden de quitarte la vida, y a duras penas escapaste de la sentencia de muerte, ¿y vas nuevamente a enterrar los cadáveres? Pero Tobías, temiendo más a Dios que al rey, robaba los cadáveres de los que habían sido muertos, y escondíalos en su casa, y a media noche los enterraba” (Tobías 2: 8-9). Quizás por eso las primeras órdenes que le da a su hijo, cuando le encomienda ir a recobrar el dinero de Gabelo, son: “Luego que Dios recibiere mi alma, entierra mi cuerpo; y honrarás a tu madre todos los días de su vida: porque debes tener presente lo que padeció, y a cuántos peligros se expuso por ti llevándote en su vientre. Y cuando ella habrá también terminado la carrera de su vida, la enterrarás junto a mí” (Tobías 4: 3-5). Sabemos desde siempre que enterrar a los muertos propios no es una actividad política. Para Agamben prohibirlo es entrar en la barbarie biopolítica. Acceder y abstenerse es quizá renunciar a todo fulgor en la noche, también al fulgor de la espera.
- 16 de abril, 2020
Heidegger habla en “Construir habitar pensar” de un desasosiego acosado como forma de vida cotidiana en el capitalismo tardío. Me pregunto si lo opuesto a ello sería algo así como un sosiego o un descanso sin la tensión del acoso. La tortuga descansa sin acoso cuando la carrera con la puñetera liebre llega a su fin. Ese sosiego es una condición temporal, como la que podemos lograr cuando dormimos. Pero el desasosiego acosado parece remitir a un trastorno espacial, una especie concreta de des-habitación, locación dislocada. No se puede llegar a un habitar en dislocación. Privados de espacio, también privados de aire: te ahogas, no respiras, vives sin respiración. Dis-puesto en vida sin aire, tu desasosiego te llega no como lo opuesto al descanso sosegado, sino como una condición previa que ningún reposo subsanará. Y quizá el descanso es hoy para nosotros solo el intento de hacer dormir el desasosiego acosado, una distracción necesaria, por eso también dis-locación, dis-posición. Y así el desasosiego no es la condición negativa del descanso. Al contrario, el desasosiego alcanza una positividad ominosa. Es el descanso el que ya no puede ser experimentado sino como la negación del desasosiego, como mero apartamiento, como escape.
Si el descanso es un punto temporal en nuestra negociación privada con el espacio ausente de nuestras vidas, la interrupción de un flujo espacial, la busca ansiosa del oxígeno de la noche, podría ser que el tiempo no sea ya sino la estásis del desasosiego. En dis-locación, en dis-posición, nos prestamos temporalmente a evitar el desasosiego, y tal es la dis-posición última de nuestras vidas. Somos todos, por así decirlo, tortugas soñando el final de la carrera con la liebre, deseando la noche, el torpor final. Tácito decía que sus compatriotas en la Germania habían creado un desierto, y lo llamaban paz. Podríamos decir de nosotros mismos que soñamos con descansar, y lo llamamos vivir. Por ejemplo, cuando vamos a la playa en verano o vemos una serie de Hulu o nos mandan hacer ejercicio físico, con placer y no a disgusto, no menos de tres veces por semana durante sesenta minutos. Interrumpimos el desasosiego acosado auto-dis-poniéndonos en una cajita comprada. Estar en la cajita del entretenimiento marca nuestro tiempo privado, y todo lo demás es dis-locación. Pero el tiempo privado también es el tiempo que falta, y así la consecuencia inevitable del desasosiego acosado como el trastorno espacial que define nuestras vidas.
Heidegger trata de darle la vuelta a esa estructura diciendo que lo esencial del deshabitar es solo que el humano no piensa en su propio apuro, no entiende la deshabitación como deshabitación, sino que la tergiversa y marea proponiéndose entenderla como la casa misma. Entender la deshabitación propiamente sería entonces ya pensar otro habitamiento. El apuro radical no es el desasosiego acosado, sino malentenderlo, no entenderlo como tal. Vivimos en la cajita y olvidamos cosas. Pero pensar la cajita es ya prepararse para otro habitar, prepararse para abandonar el desasosiego acosado como el apuro descerebrado de nuestras vidas. Entonces pensar no es sino recordar que habitar es la tarea humana. Olvidamos, y olvidar es nuestro apuro, nuestra verdadera dis-posición, nuestra cierta dis-locación. Pensar piensa ante todo el fin del desasosiego acosado. Pero pensar el fin del desasosiego acosado supone una transformación esencial del ser humano.
¿Basta eso? Hay otro texto de Heidegger que parece proponer una mediación adicional. En “La pregunta de la técnica” remite a un escuchar que el humano, entregado por el momento solo a la pregunta, que es la pregunta por la dominación, por cómo dominar, olvida. En desasosiego acosado lo que acosa es el sujeto mismo del humano, que interroga y canibaliza al que no puede sino preguntarse a sí mismo por él mismo. Pero existir es cabalmente pensar un afuera que está más allá de todo posible encuentro especular. Y así, entre el desasosiego acosado y la transformación esencial del pensar el desasosiego acosado hay un punto de locación absoluta que es también el punto máximo de a-locación, cuando el humano, preguntándose por la dominación que es su propia dominación de la existencia, se encuentra a sí mismo y se dis-pone como objeto a ser dominado. El desasosiego acosado encuentra en el espejo un principio de calculabilidad radical, de ordenabilidad, y podemos pensar en él como el momento de la vida biopolítica consumada, cuando la vida es solo el riesgo de la evitación del riesgo, cuando el principio de la pregunta por la dominación no llega solo a los objetos del mundo, sino al humano como objeto mismo, cuando el sujeto ha caído bajo la sombra del objeto y ya no es, incluso para sí mismo, sino objeto de cálculo: extraíble, ordenable, radicalmente disponible, como por ejemplo le gustaría a los decanos de nuestras instituciones que todos fuéramos. Convertidos en piscinas de genes, en fuerza de trabajo, en recurso humano o potencia de consumo, en vida desnuda, o vestida solo para disfrazarse, ya habremos perdido para entonces la distancia mínima que nos permitiera entender nuestra deshabitación como apuro terminal. Ya no hay afuera, solo un campo general de identidad, pero es una identidad que ha logrado sobrepasar la condición de desasosiego acosado hacia el descanso sin acoso de la fijeza biopolítica, de la infinidad biopolítica. Lo que se pierde ahí es la capacidad misma de entender la pérdida. Ya no hay apuro.
Pero pensar el habitar, escuchar la demanda del afuera, lograr en ella una relación libre con el espacio, contra el rapto biopolítico, contra el espacio abstracto, ilimitado, de-situado e irrespirable de la biopolítica—no queda otra.
- 18 de abril, 2020
Uno de los problemas más acuciantes al nivel mundial, en esta segunda fase parcial de la pandemia, es el de la disputa entre lo que ha dado en llamarse biopolítica y lo que ha dado en llamarse economía. Si la economía es aquello que proporciona recursos para la vida, la biopolítica remite a la administración de la vida por el estado, o en cualquier caso por instancias institucionales. Hay grandes diferencias políticas, cada vez más manifiestas, entre los que prefieren mayor énfasis en el cuidado biopolítico y los que prefieren mayor énfasis en el cuidado económico. Hay cierta derecha que reclama una libertad privada, un desconfinamiento voluntario, sin atender al hecho de que su libertad privada podría resultar en la condena de otros al contagio, y hay cierta izquierda que, quizá oportunistamente, se coloca a favor del confinamiento total sostenido atendiendo muy bien a posibles consecuencias catastróficas en la vida económica que sirvan sus designios, en este caso un tanto idiotas porque serán contraproducentes. O quizá en el fondo nada de ello sea precisamente medible en el espectro político de derechas e izquierdas, sino que es otra cosa. Reduzcamos esa “otra cosa” por un minuto a las opciones contra la biopolítica y por la economía o contra la economía y por la biopolítica.
En cualquier caso son opciones referidas al sujeto. Es el sujeto el que se coloca en el centro de esa disyuntiva, midiendo el mundo desde su preferencia personal, o a partir de ella desde lo que piensa que conviene preferentemente a su comunidad. El sujeto, que mira la totalidad de los entes, quiere aspirar a controlar tal totalidad económica o biopolíticamente. Sin atender al hecho de que esa totalidad no es controlable, de que elementos de esa totalidad—en este caso, el virus–la hacen salvaje, ineluctable, y resistente a toda captura. Desde el punto de vista de ese sujeto que busca persistir, o que sus agentes y representantes políticos persistan por él, en el control de la totalidad de los entes, la pandemia no es más que un siniestro desistimiento.
Hay algo que escapa y desiste en el corazón de ese sujeto que pensó que la regulación económica de su existencia está amenazada por su regulación biopolítica o que pensó, alternativa y complementariamente, que la regulación biopolítica de su existencia queda amenazada por la pretensión económica. En nuestro mundo se supone que o la biopolítica es tendencialmente universal o lo es la economía, o ambas lo son, y coexisten en general sin mayor conflicto. Las ciencias—médicas o económicas—se ocupan de la totalidad de la esfera del ente desde sus perspectivas, y piensan que fuera de ellas no hay nada. Nada puede amenazar la pretensión de las ciencias a capturar la totalidad del ente. Pero el virus es como un gusanito que roe tal pretensión, al menos hasta la invención de una vacuna que solo confirmará la corrección absoluta de la pretensión científica. La paradoja es entonces que algo que pertenece a la totalidad del ente—el virus—desestabiliza la pretensión a la captura de la totalidad del ente. La paradoja es ese desistimiento que remite a eso que escapa en la totalidad. El viejo Heidegger llamaba a ese tipo de experiencias, en el que la nada o alguna particularidad representante de la nada hace perder la posición del humano ante la totalidad de los entes, “hace nadar,” como le gustaba decir a María Zambrano, “angustia.” Claro, también decía que la experiencia de la angustia originaria es rara, poco frecuente. Pero no dejaba de insistir en que también está, sin reconocimiento, por todas partes: “La esencia de la nada cuyo carácter originario es desistir reside en que ella es la que conduce por vez primera al ser-aquí ante lo ente como tal” (Martin Heidegger, ¿Qué es metafísica? 31, traducción de Helena Cortés y Arturo Leyte, de quien recibo la traducción de Nichtung como desestimiento), en un contexto en el que el ser-aquí no deja nunca, excepto en su muerte, de ser conducido ante lo ente como tal. Así Heidegger da varios ejemplos que tienden a no tomarse en cuenta y que representan diversas formas del desistimiento: los efectos que provocan en nosotros “la dureza de una actuación hostil y el rigor de un desprecio implacable,” “el dolor del fracaso y la inclemencia de la prohibición,” “la amargura de la privación y la renuncia” (35) son manifestaciones de un desistir que rondan la angustia adormecida, como también lo son, en su otra cara, “la alegría o . . . [el] agradable placer de un tranquilo ir viviendo” o “la serenidad y templanza del deseo creativo” (36).
Si el humano, desde ese entendimiento, puede imaginarse como “lugarteniente de la nada” (37), el humano es también el que puede usar su relación con la nada—esa nada que desiste en el corazón del sujeto—para “librarse de los ídolos que todos tenemos y en los que solemos evadirnos” (43). ¿No son las preferencias por el cuidado biopolítico o la libertad económica meros ídolos, desvelables en cuanto tales en la hora de la pandemia, cuya aporía destruye la pretensión a la totalidad de ambas instancias? Heidegger habla de un “salto particular” (43) que consiste en el abandono a la nada que desiste y al desistir permite una crítica general de la existencia. Pero ese abandono es también un abandono del sujeto. También el sujeto escapa y desiste en el desistimiento. También el sujeto es víctima del gusanito que corroe la pretensión de dominio de la totalidad de lo ente. La angustia lo revela.
Por eso, me temo, las repetidas voces que piden, en la pandemia, una reforma del sujeto, una transformación del sujeto, una entrada en la interioridad del sujeto, un nuevo amor por el sujeto herido, son voces que quieren evadir el desistimiento, que no sería nada si no fuera también desistimiento del sujeto, tanto más profundo cuanto más originaria es la angustia. Abandonar los ídolos también es abandonar el ídolo central y totalizador del sujeto, al que adjudicamos un protagonismo que, a todas luces, no tiene, y nunca tuvo. El “salto particular” es un salto a un afuera más allá del sujeto—del que depende toda posibilidad de otra política, de imaginar otra política, más allá de la aporía cansina e improductiva mencionada al principio de esta nota.
Para mí, no es la pandemia, que es solo un aviso y un síntoma, sino la otra instancia brutal de desistimiento colectivo en nuestro tiempo, el calentamiento global, la destrucción del planeta, de la que somos hoy a medias conscientes pero en la que llevamos empeñados varios siglos, la que tiene la fuerza suficiente como para llevarnos a formas de vida desvinculadas de la pretensión del sujeto a capturar la totalidad de los entes. Incluso bajo esa forma caída que ha dado en llamarse “hegemonía.” Pero a esa fuerza hay que escucharla, en cuanto recado de la nada que está más allá del sujeto y del mundo reducido a objeto, aunque los contenga.
Alberto Moreiras
20 de abril 2020
Wellborn, Texas
2 thoughts on “Sosiego siniestro. Primer mes”