Infrafilosofía y pensar tautológico. Primer Seminario de Pensamiento Contemporáneo, Universidad de Vigo, Junio 2019. Borrador.

            Decía Heráclito que los tontos son aquellos que, estando presentes, permanecen ausentes.  François Jullien, en Philosophie du vivre, glosando la definición heraclítea, asegura que “no encuentran” (14), es decir, que no se abren al encuentro, que no están disponibles para encuentro alguno.  El prototipo contemporáneo será el fulano que va a la cumbre de alguna montaña–si es que encuentra sitio en ella–o a ver una catedral, y hace fotos en lugar de mirar lo que tiene delante.  Si mirara algo, sería cómo enfocar mejor, cómo hacer mejor foto. Para calcular cómo quedaría puesta en Instagram o cuántos me-gusta conseguiría en Facebook.  El tonto ausente, pero allí clavado, por otro lado, siempre un incordio para los demás, vive en el diferimiento perpetuo.  Pero no es que busque solo la pequeña satisfacción narcisista del reconocimiento incesante, por más que lento, en redes sociales.  Pretende más–pretende construirse un destino, hacerse personaje de destino, aunque lo haga de forma torpe y caída.   Es un goce curioso, el placer de una vida medida en la gloria ansiosa de los indicadores visibles, sin los cuales no puede haber destino.  Para él no hay encuentro, no va a encontrar a nadie. ¿Puede despertar el tonto? ¿Hacerse menos tonto?  ¿Cómo proceder a ese despertar?  Despertar al darse de la presencia, al hecho de que la presencia emerge, y que está allí, pues para que algo te pase debes estar allí. 

            ¿No somos todos tontos?  Hay una no-coincidencia básica en la que vivimos nuestras vidas, y que implica que nunca estamos allí, que no nos es posible estar allí, o si lo es, no es fácil, y solo pasa rara vez.   Desde esa no-coincidencia–no coincidir con mi deseo, no coincidir con mi tiempo, no coincidir con mi cuerpo: ¿no es esa una condición existencial, quizá incluso lo que marca el ex- de la existencia?  Estoy, pero estoy fuera de mi propia vida, perdido en algún otro lugar.  Trato de compensarlo, pienso que debo prepararme, estudio, trabajo, hago esfuerzos, me doy tiempo, soy paciente mientras espero la verdadera vida, que llegará al final de todo ello, la vida del final.  Al final, habrá encuentro.  Al final, recogeremos lo sembrado.  Vives la vida esperando recoger, en algún punto, esos beneficios del final, para los que te has preparado, no has hecho otra cosa que prepararte, siempre y en todo momento.  Al final, o incluso después del final.  Escribes libros para que, al final, alguien pueda decir, o tú mismo, que has escrito libros.  Plantas árboles para haber plantado árboles y ahorras para morir con dinero.  Para haber muerto con dinero.  Dejas pasar los días con la idea de que algún día llegue el día.  O piensas que la política, tu militancia heroica, tus fieras convicciones, tu gran compromiso, tu astucia os llevará por buen camino a ti y a tus camaradas. Mañana, o pasado.  Una vez que se haya hecho lo pendiente, lo que conviene hacer, lo que se hará.  Mientras tanto maquinas y traicionas, es lo tuyo y lo demás no importa, o no tanto.  No convence, no ha convencido nunca, todos lo sabemos, pero seguimos igual de tontos, persistentes, y en el fondo más bien canallas.  

            Contra eso, el consejo inconspicuo y débil de Michel de Montaigne, en el que nadie cree: “Nuestro oficio es componer nuestras costumbres, no los materiales de un libro, y ganar no batallas y provincias sino orden y tranquilidad en nuestra conducta.  Nuestra grande y gloriosa obra maestra es vivir a propósito” (Montaigne, 1088). La expresión francesa en la última frase es por supuesto vivre à propos, casi siempre mal traducida, pues Montaigne no está pidiendo un propósito, sino que está pidiendo el esfuerzo de que la vida, tu vida, coincida con la vida misma, con tu vida misma, esto es, de que haya coincidencia entre el vivir y el existir.   Quizá tal máxima derive de un profundo desencanto, de una desilusión terminal con ideales y promesas, con metas y paraísos.  Pero hay una inmensa alegría–quizá el secreto marrano por excelencia–en no construir, en no producir, en no hacer discurso, en no explicar ni interpretar, sino en vivir el tiempo de la vida, dejando que el tiempo se cuide a sí mismo.   Contra toda filosofía de la historia y contra toda metafísica de la existencia. Jullien le llama “infrafilosofía” a eso que queda cuando sustraes la filosofía, cuando la destruyes, cuando te arrancas los dos ojos, como Edipo, para que solo el tercer ojo te deje ver, y emerja así “este vivir más elemental y fundamental que está más allá de las construcciones del pensamiento” y que no tiene nada que ver con la ontología, con la identidad, con los conceptos.  Pero es una poderosa máquina asintótica, la infrafilosofía: te fuerza a desbrozar aquello que te describe, aquello que te des-escribe, te fuerza a destruirlo, para que una cierta cercanía–la cercanía de tu ahí a tu ahí–emerja.  A eso solo puedes acercarse.  Heráclito decía: ankhibasie.  Acércate.  A ese ahí. Con ojos claros o con el tercer ojo, como prefieras, pero en todo caso en radical desalegorización, no permitiendo que la ficción viva por ti, buscando tu gracia y no tu destino.  

            Claro que ese ahí no es tuyo: no lo posees.  Es solo tu estar, con respecto del cual quieres que sea. Quieres estar en tu estar, a pesar de la tontería que te marca.   Dice Jullien que, entre los que nunca quisieron creer que el mundo real fuera otro que este, Hegel fue el más listo, el que realmente quiso buscar esa coincidencia del estar consigo mismo, al que llamó Saber Absoluto o Espíritu Absoluto, el momento en el que el Sujeto se hace Sustancia y la Sustancia se hace Sujeto, que redime el mundo y el tiempo, que organiza esa igualdad cósmica en la que ninguna brecha dialéctica prevalece.  Sin fisuras, cuando la autocerteza, en cuanto primera figura de la conciencia, estaba ya fisurada sin remedio, cuando sabemos que no hay vivir que no esté desde siempre expuesto a la muerte.  La dialéctica hegeliana es la gran construcción metafísica que permite la captura recíproca de la vida en conocimiento y del conocimiento en la vida: en su final, cuando brota la espuma del infinito, pero no hasta su final.   Podemos plantear entonces una fiera disyuntiva: o hegelianismo, pero entonces un hegelianismo serio, un hegelianismo radical abocado a la consecución urgente del Saber Absoluto, cuanto antes, para que al menos quede algo de tiempo, o bien infrafilosofía, en cierto modo más relajada pero igualmente exigente, igualmente ardua, o quizá infinitamente más ardua.    

            A eso que ahora llamo, tomando el término de Jullien, infrafilosofía lo he llamado durente varios años infrapolítica.  Es y no es lo mismo.  Digamos que la infrafilosofía es la infrapolítica transfigurada, es decir, es la infrapolítica convertida en ejercicio de reflexión, en práctica teórica.  La infrapolítica fue originalmente pensada como un descriptor existencial: la gente vive, en general y por la mayor parte, infrapolíticamente.  La infrafilosofía indica modos de tematizar reflexivamente una práctica infrapolítica.  En otro de sus libros, Vivre en existant.  Une nouvelle Ethique,  Jullien hace una observación puntual en la que quizá merece la pena detenerse.  Jullien ha venido hablando, infrafilosóficamente, de la necesidad de vivir el aquí y el ahora contra toda pretensión mítica o metafísica–o, y esto es importante, política–de algún más allá que organizara una “verdadera vida” y así una verdadera, pero alternativa, temporalidad, también una espacialidad alternativa.  Y entonces dice que esa topología del allá o del más allá puede muy bien no encontrar su más profunda necesidad en la devaluación compensatoria, o en la compensación devaluante, de nuestro mundo–tal sería la noción nietzscheana; puede ser muy bien que la postulación de un reino de los cielos o de un paraíso terrestre o de una región del ser no se sostenga en ninguna necesidad de huida, en ninguna necesidad de renuncia; puede ser que imaginarse que esto que nos vive es un valle de lágrimas sin mayor consistencia, por oposición a otra forma de existencia tras la muerte, no sea un artilugio de sacerdotes para asegurar una mayor dominación.  Puede ser, en otras palabras, que postular un estatuto de idealidad para el mejor mundo, es decir, postular un afuera (teórico) del mundo más mundo que el mundo mismo, abra, “en el seno del mundo, . . . , la posibilidad de contestarlo, así de reformarlo, en lugar de resignarse y de contentarse con él.  De ahí que el pensamiento de Platón sea un pensamiento de lo político, e incluso el primer pensamiento de lo político, y no solamente de la política y de las relaciones de fuerza, estas últimas solo adherentes al mundo” (Vivre  202).   Nietzsche se habría equivocado.  La metafísica sería no una cuestión de negadores del mundo y espíritus débiles, no una forma de la moral de esclavos, sino políticamente necesaria, esto es, suponiendo que la política sea el arte de cambiar el mundo, de reformarlo, de encontrar una palanca que permita acudir a un principio de orden y mejora, de establecer una fuente de legitimidad.   Así, por ejemplo, hegelianamente, de forma que la sustancia del mundo pueda equipararse al espíritu del sujeto humano colectivo.  Quizás ese sea el comunismo, como vio Karl Marx.   

            La modernidad, dice Jullien, incluyendo a Hegel, ha renunciado más o menos a la postulación de un mundo otro como mundo verdadero, pero aún quedan residuos, aún quedan trazas idealistas en las que conviene reparar.  El hegelianismo, por lo pronto, explica e interpreta, apela a una lógica dialéctica incontrovertible por más que compleja, y así postula un principio del mundo, un orden del mundo, un mundo tras el mundo, puesto que el mundo no coincide con su apariencia fenomenológica. La infrafilosofía apuesta por una fenomenología descriptiva–conviene insistir en ese de-escribir un tanto misterioso y generalmente tapado por la acepción general del verbo describir: en el de- o des-escribir del describir se ofrece su potencialidad destructiva: en esto la infrafilosofía se vincula radicalmente a la deconstrucción–, una fenomenología descriptiva del mundo tal como se da, una fenomenología del darse del mundo, podrá definirse como fenomenología de lo aparente, en el sentido de aquello que aparece, del aparecer mismo, o más bien, como quería el Heidegger viejo en sus últimos seminarios públicos, como una fenomenología de lo inaparente, de aquello que en el aparecer mismo queda velado, de aquello que se retira en el aparecer y que, al retirarse, abre presencia–esto último es lo más difícil.  ¿Cómo acceder a ello?  Habiendo aceptado de antemano la necesidad de pensar este mundo y nuestra presencia en él, y habiendo renunciado también a pensar otros mundos, otros espacios, otros tiempos.  Hay lo que hay, y la infrapolítica no busca desplazar esa intuición, sino abrazarla. ¿Significa esto que la infrapolítica, o su transfiguración infrafilosófica, no pueden encontrar forma de modificar lo real?  

            Pero, ¿cómo acceder a ello?  Creo que es necesario afirmar la necesidad de ambas formas fenomenológicas–Jullien se entrega a lo primero, a ese describir de lo aparente que incluye también la descripción de la ambigüedad cuya experiencia lleva el vivir hacia el existir; Heidegger prefiere lo segundo, la descripción de lo inaparente. En un seminario impartido en Zähringen en 1973 Heidegger llama “experiencia auténtica” al referente de una formulación parmenídea: “‘es necesario que pases por la experiencia de todas las cosas.’  Parménides aquí dice pithestai.  No es una experiencia ordinaria, sino una experiencia auténtica” (Heidegger, Four Seminars80).  Heidegger nos remite a pensar y decir eon emmenai, pensar y decir el presenciar de la presencia.  Y continua, en sus últimas palabras escritas para el seminario: “este pensamiento de Parménides no es juicio ni es prueba, ni una explicación fundamentada.  Es más bien un autofundamentarse en lo que se ha dejado ver” (80).  El editor de los Cuatro seminarioscita entonces de la transcripción magnetofónica: “Nombro al pensar aquí en cuestión pensar tautológico.  Es el sentido primordial de la fenomenología.  Además, este tipo de pensamiento viene antes de cualquier posible distinción entre teoría y práctica.  . . . es un camino que nos lleva lejos para aparecer ante . . . y deja aquello ante lo que está mostrarse a sí mismo. Esta fenomenología es una fenomenología de lo inaparente” (Four80).  

            Pensar y decir el presenciar(se) de la presencia es hacer fenomenología de lo inaparente en la justa medida en que es dejar que lo aparente se desoculte desde su misterio.  Pensamiento tautológico, le llama Heidegger, quizá sorprendentemente: porque repite lo que (se) presencia, porque no añade nada a lo que presencia, porque lo deja estar.   

            La infrafilosofía es pensamiento tautológico.  En la retirada de toda concepción, de todo concepto, describe, esto es, des-escribe un mundo que requiere existencia antes que sometimiento. Eso es lo inconspicuo: dejar que el mundo se pro-duzca, aparente/inaparente.  Tal como es. Ustedes dirán si tal forma de pensamiento–situada antes de la escisión entre teoría y práctica, dice Heidegger–tiene capacidad de destruir, y reformar, el mundo.

Alberto Moreiras

Texas A&M University

Obras citadas

Heidegger, Martin.  Four Seminars.  Andrew Mitchell and François Raffoul eds. y trads.    Bloomington: Indiana UP, 2003.

Jullien, François.  The Philosophy of Living.  Krzysztof Fijalkowski y Michael Richardson trads.       Londres: Seagull, 2016.  

—.  Vivre en existant.  Une nouvelle Ethique.  París: Gallimard, 2016.  

Montaigne, Michel de.  Oeuvres complètes.  Albert Thibaudet y Maurice Rat eds.  París: Gallimard, 1962.

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