Una invitación posible.

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Este otoño, por primera vez en treinta años, no uno sino tres estudiantes míos–dos peninsularistas, una latinoamericanista–en su último tramo de doctorado me hicieron saber que no tenían interés en postularse a puestos de trabajo en Estados Unidos, sino que preferían volver a sus respectivos países para vivir allí al albur de lo que saliera, sin perspectivas claras de ninguna clase.   Después de cinco años de trabajo y de preparación. Algo está fallando en algún sitio, y no me parece que sea necesariamente la “América de Trump,” entre otras cosas porque la crisis universitaria en humanidades es claramente adjudicable a los tiempos de la Administración Obama, que no hizo absolutamente nada por impedirla.   Aunque es posible que la “América de Trump” acentúe la sensación de anomia desorientada que hoy siente en el estómago un hispanista en ciernes expatriado de su país y en trance de decidir cómo orientar profesionalmente su querencia, y que no ayude un carajo.   Yo he firmado como director alrededor de cuarenta tesis de doctorado, y me alegra poder decir que, a estas alturas, todos mis estudiantes están haciendo una buena carrera, en algunos casos magnífica (y para mí “magnífica” no incluye ir a parar a universidades ricas, sabemos demasiado de tantos de esos departamentos, sino pensar y escribir adecuadamente, y poder vivir con decencia, sin lo cual todo es caca).   Pero por primera vez, y a pesar de todo, debo confrontar la realidad de que hay un campo profesional ahí afuera, el mío, que ya no resulta atractivo, y que lleva a gente a renunciar a él por temor a darse de narices con lo más irreparable: con el tedio y con la destrucción vital. ¿Qué está pasando?

Desde luego no tengo mayor interés en hablar aquí de causas sociológicas; no hay tiempo para ellas. Ni lo tienen (el tiempo) mis estudiantes ni lo tengo yo. Lo que ocurre, en última instancia, y si se me permite eludir las divagaciones y la paja, es que nuestro campo no ofrece ya, o no suficientemente, un estilo de existencia, no ofrece ya una imagen de vida. Esto es serio, porque sin una “estética de la existencia,” como la llamaba Foucault, que pueda sostener nuestra vida es difícil vivir satisfactoria o alegremente. A mí cuando era pequeño ser piloto de altura me parecía un oficio interesante y vistoso, y ahora ya creo que no hay en él más que la pesadez perpleja de Tom Hanks en la película de piratas somalíes.  Igual: cuando yo empecé mi carrera, ser hispanista in partibus infidelium, haberse sacudido el polvo infame de la universidad que quedaba atrás y entrar en una institución de prestigio, poder dedicar la vida entera a la producción de intelectualidad, ser un intelectual y no un experto, tener medios, poder pensar en libertad y no según los arcanos de las jerarquías anquilosadas de nuestra siempre frustrante licenciatura, no tener que obedecer, no tener que tener cuidado, no tener que doblar la espalda, no tener que vivir de becas del ministerio, poder leer y escribir sin medida y enseñar solo y todo lo que uno quería y no otra cosa–todo aquello era la promesa de una institución que, a pesar de los defectos que fueron haciéndose visibles en años posteriores, era inmediblemente mejor que la que dejábamos atrás, y de la que uno quería hacerse miembro con orgullo y placer. Y hoy ya no hay conciencia de eso, ya la cinta de medir no aprecia particular diferencia, ya todo tiene un rasero semejante, y ya ha dejado de merecer la pena. Sí, las bibliotecas siguen siendo mejores. Pero ya no basta. ¿No es así? ¿Por qué lo es?

Creo que el modelo que ofrecemos es un modelo caduco. Si en España interesara todavía “preservar”–es decir, seguir dándole vueltas–el archivo cultural hispano, es necesario entender que esa labor necesaria no convoca por doquier como podía convocar hace treinta o cincuenta años, cuando el interés, digamos, en Benavente o Juan Ramón o Baroja se entendía como interés nacional; si en México hay interés en dictaminar con precisión sobre la calidad respectiva de uno de los poetas o novelistas sobre otro, o sobre la relación entre revolución y literatura, o sobre los méritos de Reyes y Paz, hay que reconocer que esos asuntos no se ejecutan ya en olor de multitud académica y son más bien ocioso y voluntarioso asunto de muy pocos. Si los argentinistas quieren seguir haciéndonos creer que solo ellos entienden a Borges porque solo ellos tuvieron a Piglia, bien, que sigan radiando lo que les parezca que a nadie le va a importar gran cosa. Los problemas reales son otros, y el hispanismo, o el latinoamericanismo, o cualquiera de sus variantes regionales, no está capacitado ni siquiera para nombrarlos. En todo caso, podríamos dejar que las diversas universidades nacionales se sigan ocupando de esos inmortales asuntos, y reclamar en cambio que el hispanismo internacional tire por otros derroteros. ¿Para qué mudarse a California o a Illinois–o a Berlín–y seguir estudiando en Illinois o en California, en Berlín, lo que uno podía más disciplinada y provechosamente haber determinado en Sevilla o en Bogotá?

Yo pienso que el hispanismo internacional tiene hoy dos misiones concretas que son ya sus únicas misiones relevantes (podrá tener más, no quiero excluir nada ni a nadie, pero la relevancia de esas otras tiene que enfrentarse a limitaciones internas): por un lado, tiene que asumir la necesidad de elevar la capacidad conceptual de la lengua, y eso significa: innovar en el terreno del pensamiento. Esto no es fácil y no hay recetas que seguir que permitan garantizar el resultado. Solo puede prepararse un terreno, y esa es al fin y al cabo la misión universitaria por excelencia. Es claro que tal cosa no puede conseguirse desde el ghetto del español, pasando de García Lorca a Vallejo para tirar desde allí al neoindigenismo o a la teoría del duende, y no porque en cuanto poetas García Lorca o Vallejo no estén o puedan estar entre los más grandes. Pero su grandeza no puede determinarse en cualquier caso endogénicamente. La lectura tiene que hacerse salvaje y una necesidad comparativa tiene que abrirse también más allá de la literatura, hacia la filosofía, hacia la religión, hacia las ciencias sociales, hacia la historia y la antropología. Innovar en el terreno del pensamiento no es en absoluto prerrogativa de la filosofía. Por eso es tan corto de miras creer que la reflexión “teórica” es de alguna manera antiliteraria o está reñida con las prácticas culturales cotidianas.   Hay formas de pensamiento que la literatura y el arte conocen, pero que la crítica hispanista aún tiene que empezar a vislumbrar.

Y la otra misión relevante del hispanismo internacional es consolidar, ya no necesariamente desde la innovación, sino desde la técnica, una capacidad de interlocución histórica que no remita a la subordinación secular de lo hispano; tiene que consolidar interlocución en pie de igualdad con tradiciones culturales y discursivas en otras lenguas, y en todos los terrenos: periodístico y político, artístico y literario, científico y deportivo. El hispanismo internacional consolida la capacidad de la lengua para hablar con otras lenguas y en otras lenguas. Y esto implica también abrirnos a otra formación, a otra educación, a programas que ya no tengan como pieza de resistencia poder decir algo sobre este o aquel dramaturgo uruguayo o cantautora periférica; o sobre la decolonialidad o sobre el imperio; o sobre la política o el sexo. Aunque sea como especialistas o futuros especialistas.

Cuando consigamos un autoentendimiento distinto de la tarea del hispanista o del latinoamericanista no vernáculo, entonces quizá estemos en disposición de volver a invitar a la gente a venir a estudiar con nosotros y a usar la institución que este país puede querer seguir poniendo a disposición de extranjeros. No sabemos por cuánto tiempo.

Pensemos un momento: ¿qué espera de nosotros, por lo pronto, una estudiante del suroeste norteamericano, mexicana de segunda o tercera generación? ¿No espera la restitución genuina de una dignidad cultural basada en la relevancia directa de la lengua y de la historia?  Pero nuestros programas actuales no pueden dárselo.

A menos que ya sea eso lo que estemos haciendo, secreta pero lealmente. Y en ese caso quien quiera venir a trabajar aquí debe ya darse por invitado.

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