Maquinación. Ex Universitate. Por Alberto Moreiras.

Maquinación. Ex Universitate. (Position Paper for University of Minnesota Workshop on Socio-Historical Approaches, In Honor of Nick Spadaccini, November 2015.)

Maquinación: Renuncio a explicar el título por falta de tiempo. Pero, para anticipar lo no dicho, en la medida en que hoy ya todo es tendencialmente, con tendencia creciente, maquinación en nuestra realidad profesional, no merece la pena intentar contramaquinación alguna—no hay espacio. Lo único posible es por lo tanto, para no maquinar tontamente, como Wile E. Coyote, hacer éxodo de la maquinación.

Javier Marías cita, en su prólogo a la edición más o menos definitiva de Herrumbrosas Lanzas, de Juan Benet (Alfaguara, 1999), una carta que Benet le habría escrito el 25 de diciembre de 1986. Me gustaría que lo que sigue se oyera como transcodificable al campo intelectual del hispanismo o latinoamericanismo. La carta de Benet dice: “cada día creo menos en la estética del todo o, por decirlo de una manera muy tradicional, en la armonía del conjunto . . . ‘El asunto—o el argumento o el tema—es siempre un pretexto y si no creo en él como primera pieza jerárquica dentro de la composición narrativa es porque, cualquiera que sea, carece de expresión literaria y se formulará siempre en la modalidad del resumen . . . Pienso a veces que todas las teorías sobre el arte de la novela se tambalean cuando se considera que lo mejor de ellas son, pura y simplemente, algunos fragmentos’ . . . Los fragmentos configuran el non plus ultra del pensamiento, una especie de ionosfera con un límite constante, con todo lo mejor de la mente humana situado a la misma cota.” “Por eso te hablaba antes,” continua diciéndole Benet a Marías, “del magnetismo que ejerce esa cota y que sólo el propio autor puede saber si la ha alcanzado o no, siempre que se lo haya propuesto, pues es evidente que hay gente que aspira, sin más ni más, a conseguir la armonía del conjunto” (20-21).  La “armonía del conjunto:”  antes llamada campo profesional, hispanismo o latinoamericanismo, por ejemplo, o incluso, humanidades.

Leyendo esto hace unos días, y habiendo empezado a pensar qué convendría decir en esta reunión, en mis diez minutos, y habiéndome dado cuenta hace unos meses de todo lo que personalmente he llegado a odiar los testimonios, las confesiones, y los intentos por dar cuenta de la propia vida, se me ocurrió sin embargo que el día 25 de diciembre de 1986 yo estaba a punto de conocer por primera vez a Nick Spadaccini, en la reunión de MLA de Nueva York de ese año. No llegué en aquel momento a tener una oferta de trabajo de Minnesota, creo, o eso fue lo que se me dijo en aquel momento, porque me apresuré demasiado a aceptar una oferta de Wisconsin. Pero caí, por lo tanto, lo suficientemente cerca de Nick y del departamento de español de Minneapolis para tener una relación bastante intensa con ellos en los siguientes cinco años, desde 1987 a 1992, cuando me fui al sur y dejé de asistir a las magníficas reuniones del Midwest Modern Language Association, que fueron para mí no sólo formativas sino también momentos de intenso placer y diversión entre amigos. Nick se acordará de aquello, también Jenaro, también, por supuesto, Teresa. No sé si Nick y Jenaro saben que para entonces ya todo el mundo en MMLA estaba muy impresionado con lo que parecía una cultura institucional, en Minneapolis, mucho más cosmopolita y sofisticada de la que parecía haber en lugares como Madison o Milwaukee, Saint Louis o Iowa City. Nick y Jenaro y sus amigos—Wlad Godzich, por ejemplo, también Tom y Verena Conley—creo que inventaron el término de “turboprof:” viajes continuos, posiciones en varias universidades, y contactos con, digamos, la esfera internacional más alta del trabajo en humanidades en general nos daban a los demás la esperanza de que no teníamos que continuar hundidos en la mediocridad intelectual o la mezquindad política que suele acompañarla, lo que era, como todavía es hoy, más bien dominante en nuestro campo de estudios.

Dominante pero, aprendimos de ellos, no consustancial a él, había otra manera de vivirlo, y parece una tontería, pero creo que la gente de mi generación, los que entonces éramos jóvenes assistant professors o estudiantes, puede testificar, maldita palabra, de lo importante que fue para nosotros simplemente saber que esa posibilidad existía y podía implementarse, si no colectivamente, al menos quizá a nivel personal. Y este fue su ejemplo. Las cosas cambiaron para mí cuando me fui al sur, sin duda para mejor, porque la universidad que me contrató por entonces tenía también ese espíritu que yo conocía de Minneapolis o de la gente de Minneapolis. Madison, en cambio, no lo tenía, y recuerdo una mañana de domingo en febrero, febrero de 1991, cuando Teresa me mandó a paseo con el perro, y me llevé al perro al lago, y había nieve, y hielo, y niebla infinita, y el perro dio un tirón a su cadena y se escapó adentrándose en el lago, persiguiendo alguna liebre o zorro o vaya usted a saber. Fue entonces cuando pensé, y me vino como una epifanía en el Lago Mendota, rodeado por un blancor lechoso y frío, por un universo sin promesa, como un fragmento desnarrativizante o interruptor de la narrativa como los que menciona Benet, una especie de non-plus-ultra del pensamiento, o así vivido, que no merecía la pena vivir la propia vida queriendo otra, y estuve a punto de abandonar la profesión, hablarlo con Teresa, meter a nuestros hijos en un avión o un barco o lo que fuera, y al perro, y volvernos a España a ver qué pasaba.

Pero al poco tiempo apareció la oportunidad de regreso al sur, y supongo que olvidé mi propia intuición más bien fulgurante pero desde luego poderosa. En el sur lo importante—importante porque era o se hizo posible, por razones coyunturales, pero coyunturales quizá en un sentido fuerte, histórico—fue normalizar la capacidad de nuestros estudiantes, y la nuestra misma, para equipararla a la capacidad discursiva de otros estudiantes y colegas en otros ámbitos de las humanidades. Era por supuesto la era de la teoría, del triunfo del postestructuralismo, y la sensación de ghetto profesional en el hispanismo, endémica como todos sabemos, podía intensificarse o disminuirse, y esa alternativa pareció, en aquel momento, depender de nuestro trabajo, de la configuración misma de nuestro trabajo, no hablo de escritura o investigación, sino de nuestro trabajo institucional. ¿Iban los años noventa a ser una época de normalización discursiva para el hispanismo en el contexto interdisciplinario general? ¿O iban a constituir otra década perdida a partir de los mecanismos habituales de inercia departamental y mera atención a la autorreproducción colegiada, tendencias consueditunarias en nuestra lengua, o en el campo profesional relacionado con nuestra lengua? En la institución en la que yo estaba, rica en recursos, generosa con ellos (no es la misma cosa), y lo suficientemente abierta y flexible a nivel de estructuras como para que tanto estudiantes como colegas estuvieran siempre expuestos a la comparación, a la competencia, hacerse cargo del problema, tomar esa responsabilidad, parecía necesario y urgente.

Yo siempre supe que teníamos los días contados. Había que asumir el riesgo de muchos conflictos, departamental y extradepartamentalmente. Había que cambiar la estrategia de reclutamiento y formación de nuestros estudiantes, y eso implicaba cambiar horizontes, cambiar programas, modos de trabajo, en fin, cambios radicales de expectativa, con la consiguiente profunda alteración de lo que podemos llamar la hegemonía departamental, y desde ella la función de estudios hispánicos en la universidad misma. Todo eso, para alguien como yo, todavía un assistant professor por entonces, implicó muchas cosas, y también implicó muchos sacrificios personales, y sobre todo un enorme sacrificio de tiempo. Retrospectivamente, pero quizá siempre lo supimos, se hizo claro que nadie iba a apreciar tal cosa en la institución misma, y que incluso iba a resultar abierta y venenosamente contraproducente. Alguien tiene que ser el último de la fila en la universidad, y cuando el último se mueve de lugar eso expone a otros y los deja con el culito al aire.

(. . .)

Y ahora, y termino, es otra época. La crisis financiera de 2008 determinó un cambio en la universidad de carácter profundo, cuyas consecuencias estamos sólo empezando a notar, pero son posiblemente irreversibles. Para mí, para alguien como yo, sin prejuzgar en absoluto lo que la gente más joven puede o debe querer hacer, se ha hecho claro que sólo queda ya lo más serio, lo que quizá siempre fue lo más serio o incluso lo único serio, lo que lo explica todo, lo que explica por qué estamos aquí, aunque a veces lo olvidemos: que hay, para cada quien, un non-plus-ultra del pensamiento que es de su absoluta incumbencia y de su incondicional responsabilidad, y que hay que dedicarse a él. Aunque sea tardíamente, aunque se juegue sólo en fragmentos, y aunque nadie sino el propio autor, como dice Benet, llegue a saber si hay, en esa tarea, triunfo secreto. El público es cada vez menos importante. Por razones quizá también coyunturales, pero coyunturales en un sentido fuerte, histórico. Pensar hoy en la “armonía del conjunto,” en el hispanismo o en el latinoamericanismo, en una narrativa para el campo profesional en su conjunto, es, me parece, por lo pronto improductivo, si no terminalmente ingenuo. No puede haber ya maquinación en ese sentido, porque todo es maquinación. (No hay memoria cuando todo es memoria, no hay olvido cuando todo es olvido.)

En Country Path Conversations Heidegger habla de “la devastación” como, entre otras cosas, el robo de lo innecesario. Refiere a un diálogo chino sobre lo necesario y lo innecesario para la vida. Lo único necesario sería un palmo de tierra para plantar los pies. Pero si alguien viene y remueve toda la tierra innecesaria que rodea el necesario palmo ya no podrás nunca más dar un paso sin caerte al abismo. Esa es la universidad tendencialmente hoy, para los profesores y para los estudiantes. Veremos si esa tendencia devastadora culmina en total éxito o hay reacción contra ella. En todo caso, conviene pensar desde ahí. Ese es el lugar del pensamiento hoy, incluido el pensamiento “universitario.”  No querido, pero obligado.

Y lo que queda es refigurar nuestra vida innecesaria, nuestra vida intelectual, postuniversitariamente. La universidad ha dejado de ser, tendencialmente, es decir, es hoy imperfectamente, un espacio productivo, en la medida en que casi todo lo que es interesante, para estudiantes y profesores, debe hacerse o vivirse ex universitate, desde la universidad fuera de la universidad, al margen de la universidad. Se lo debemos a nuestros administradores, que se lo deben a nuestros políticos. ¿A quién se lo deben ellos? No a la gente.

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