Presentación de Infrapolítica en Italia
Conversación con Andrés Gordillo
Aquí va la conversación sobre historiografía e infrapolítica de diciembre de 2021 en Radio 17, México.
Conversación sobre Pensiero istituente de Roberto Esposito.
Más abajo en este blog hay una reflexión sobre esta conversación dirigida por Sergio Villalobos-Ruminott y Gerardo Muñoz, en la que yo intervine algo, quizá demasiado. El enlace proporcionado allí no funcionó. Este es el correcto:
Entrevista con Juan Carlos Quintero
Acabo de aprender cómo se cuelgan estos archivos aquí, y así pongo este, con mi agradecimiento a Juan Carlos. La entrevista se hizo el año pasado, 2021, en su programa de radio A la escucha.
Algunas cosas de las que digo ahí en respuesta a las preguntas de Juan Carlos estoy repitiéndolas ahora en mi escritura.
Apocalipsis marrano: Una fantasía académico-política.
Yo creo que, desde la perspectiva del administrador universitario medio, lo único importante que ocurre o puede ocurrir en departamentos de español es la enseñanza de la lengua, en la medida restringida en la que ello pueda parecerles importante. Las pruebas están por doquier, pero muchas de ellas son intangibles porque tienen que ver con formas de respeto en las que una cortesía residual básica impide en general el paso al insulto directo–a los administradores, también por regla general, no les interesan las contribuciones al saber de los estudios literarios o culturales o mucho menos los teóricos, y desde luego no les interesan en absoluto cuando salen de nuestros departamentos. Y el hecho de que cada vez más el aprendizaje de una segunda lengua esté siendo eliminado de requisitos curriculares implica que incluso el español en cuanto tal no tiene rango académico real, y la mayoría de los administradores preferirían que su enseñanza pasara a escuelas privadas o a clubs de aficionados al margen de sus instituciones. Los hay que consideran el español contraproducente, como he podido oír en alguna ocasión (“mejor sería que todos los hispanos en Estados Unidos entendieran que solo el inglés les va a dar entrada real en el mundo”). Es inútil lamentar la arrogancia que está por debajo de todo ello, sobre todo porque se trata de una arrogancia creciente y además compartida desde las humanidades mismas–en departamentos, por ejemplo, de historia o de antropología o de filosofía. Sería mejor pensar alguna otra estrategia (otra que el lamento), cuyo fin en última instancia sería solo la resistencia o la sobrevivencia. Creo que nada más es posible hoy. Pero eso que es solo posible es también esencial, y desde luego nuestra responsabilidad.
El viejo ensayo de Mario Tronti, “La estrategia del rechazo” (entendemos que “rechazo” significa aquí rehusar más que rechazar, pero no hay sustantivo en castellano para marcar esa diferencia), puede usarse quizá sobre todo como metáfora–el ensayo está sin duda anticuado y responde a condiciones socio-económicas que hoy ya no se dan, por lo tanto incluso políticamente ese ensayo tiene solo un uso metafórico–para considerar qué es posible hacer para un grupo de trabajadores académicos confrontado con un entramado social dominado por un capital directamente contrario a sus intereses.[1] Y la respuesta sería que muy poco, solo lo mínimo, pero ese mínimo consistiría en adoptar lo que Jacques Rancière designa como “la parte de la no-parte.” Los académicos vinculados a estudios hispánicos no pueden presumir de ocupar, en palabras de Karl Marx citadas por Tronti, “los gigantescos zapatos infantiles del proletariado” contra “los zapatos políticos enanos y gastados de la burguesía alemana” (Tronti 245). Solo pueden presentarse como el inicio de una cadena metonímica si es que es o fuera verdad lo que Tronti da por supuesto: “Que no hay vida activa en el capital sin la actividad viviente del poder del trabajo; que el capital ya es, en su nacimiento, la consecuencia del trabajo productivo; y que no hay sociedad capitalista sin la articulación del capital de la clase trabajadora–en otras palabras, no hay relación social sin relación de clase y no hay relación de clase sin la clase trabajadora” (245-46). Sustituyamos “capital” por “universidad” y “clase trabajadora” por “la clase de los trabajadores académicos subalternizados por el discurso universitario en su función de discurso del amo.”
En mi opinión, y sé que esto me va a traer problemas, se ha hecho nuevamente necesario reintroducir la noción de lucha de clases en la vida política contemporánea, después de décadas de ninguneamiento, y por qué no empezar por re-naturalizar la lucha de clases en nuestro propio entorno de trabajo. Lo útil del ensayo de Tronti es haber apuntado que en el contexto contemporáneo el concepto de explotación no puede ser entendido como el mero deseo del empresario individual para enriquecerse extrayendo el máximo posible de plusvalía de los cuerpos de sus trabajadores, sino que es el capital mismo el que experimenta la necesidad de escapar a su subordinación por los trabajadores. En ese sentido “la organización creciente de la explotación, su reorganización continua a los niveles más altos de la industria y la sociedad son . . . respuestas capitalistas al rechazo de los trabajadores a someterse a ese proceso” (246). En otras palabras, la explotación debe entenderse, según Tronti, como la historia de los intentos sucesivos por parte del capital para emanciparse de la clase trabajadora (246). Y esta es una definición particularmente precisa de lo que estamos viendo hoy en la universidad, donde la clase administrativa busca sobre todo su emancipación respecto de la clase enseñante. Esa emancipación implica sobre todo dominación política, que tendemos o hemos tendido a aceptar en silencio perplejo.
Para Tronti la consecuencia es la dictadura: una dictadura orgánica “dentro de la democracia como la forma política moderna de la dictadura de clase” (247). La cuestión política principal es entonces, desde el punto de vista de la clase enseñante, cómo proceder a una forma de organización que pueda presentar antagonismo respecto de la dictadura orgánica de la administración. Dada la prohibición activa de la sindicalización en la mayor parte de las instituciones, tanto públicas como privadas, y dada la ausencia señalada de un partido político, intra- o extrauniversitario, capaz de hacerse cargo de las demandas antagonistas a la dictadura de clase ejercida por la administración (sin duda en comisión de algún oscuro mandato emanada del cuerpo social más amplio–dictadura comisarial, diría Carl Schmitt), estamos muy lejos de poder empezar a encontrar respuesta a tal pregunta. Solo podemos vivir por el momento en la estela de su imposibilidad.
Tronti dice “el concepto de revolución y la realidad de la clase trabajadora . . . se hacen la misma cosa. De la misma forma en la que no hay clases antes de que los trabajadores empiecen a existir como clase, tampoco puede haber revolución antes de la encarnación de esa voluntad destructiva que la clase trabajadora lleva en su existencia misma” (249). Pero esto significa, en la lógica trontiana, que la realidad de la clase trabajadora puede expresarse, no mediante demandas “sindicales” que puedan resultar en concesiones más o menos generosas, sino pura y simplemente mediante una estrategia de rechazo político total, que en sí construye no solo conciencia de clase sino la existencia misma de la clase como clase revolucionaria. Se trata de la construcción de una antidictadura orgánica de clase cuyo nombre propio sería la dictadura del proletariado académico, entendida como la dictadura de la clase enseñante. Pero esto impone un precio dramático, y quizás ese sea el precio que solo el subproletariado hispanista puede empezar a pagar–para ellos, es decir, para nosotros, es más fácil. Y aún así supone un gran trago. Tronti lo enuncia de forma radical y radicalmente antigramsciana: “El concepto de cultura de la clase trabajadora como cultura revolucionaria es tan contradictorio como el concepto de revolución burguesa. Y esta idea contiene también la abyecta tesis contrarrevolucionaria según la cual la clase trabajadora deba supuestamente revivir toda la historia de la burguesía. El mito de que la burguesía tuviera una cultura ‘progresista’, que el movimiento de la clase trabajadora deba ahora supuestamente recoger del polvo al que la arrojó el capital . . . , ha llevado a la investigación teórica marxista al reino de la fantasía. Pero también ha impuesto como práctica ‘realista’ cotidiana la preservación de una tradición que debe ser aceptada y salvaguardada como la herencia de la totalidad de la humanidad que avanza en su camino” (254). Tronti propone un “golpe destructivo” que empezaría en la “crítica de la cultura” (254). “El Hombre, la Razón, la Historia . . . estas divinidades monstruosas deben combatirse y destruirse igual que el propio poder del jefe. No es verdad que el capital haya abandonado estos antiguos dioses. Solo los ha convertido en la religión del movimiento oficial de los trabajadores: así es como continuan activamente gobernando el mundo” (254). La solución: “No hay cultura, no hay intelectuales, fuera de los que sirven al capital. Esta es la contrapartida de nuestra solución al otro problema: no puede haber un replanteamiento de la revolución burguesa por la clase trabajadora. Pues no hay revolución, nunca, fuera de la clase trabajadora, fuera de lo que es la clase, y así fuera de lo que la clase se ve forzada a hacer. Una crítica de la cultura significa el rechazo a hacerse intelectuales” (255). Ese es el trago: si la administración nos ha reducido siempre de antemano a funcionarios de la lengua, si nuestra misma condición como intelectuales es impugnada por la acción administrativa, el paso, aunque doloroso, se hace más fácil: dejemos absolutamente de ser intelectuales y entreguémonos totalmente al “momento de la práctica subversiva” (255). Esa es nuestra posibilidad metonímica: quizá convenzamos a alguien de que se nos una. Se trataría de encontrar una forma de antagonismo hasta hoy desconocida en la universidad: “La forma de esta lucha es el rechazo, la organización del ‘no’ de la clase trabajadora: el rechazo a colaborar activamente en el desarrollo capitalista, el rechazo a avanzar un programa positivo de demandas” (255).
“El capital no puede destruir a la clase trabajadora, pero la clase trabajadora puede destruir al capital” (257). Se trata de poner en práctica una estrategia, que es la estrategia de la práctica subversiva más allá de la cultura, más allá de la tradición, más allá de la hegemonía, más allá de todas las trampas del capital, que son trampas para asegurar el autoesclavizamiento del intelecto general, empezando, desde luego, por el autoesclavizamiento universitario, su disciplinamiento y especialización.
Se dice–lo dicen los administradores, pero lo dicen también nuestros propios colegas, entregándose con ello a prácticas reaccionarias e inquisitoriales–que estamos muertos, y se presenta la propuesta de vida como la elaboración necesaria de una cultura capaz de hacer razonables demandas autorizadas, demandas en todo caso débiles y huecas: lo que se llama producción cultural en los departamentos de estudios hispánicos, que suele ser más bien comentario a producción cultural sin autonomía alguna, es parte de esa fantasía que denuncia Tronti y que tiene que ver con la presunción intelectual de mediar entre capital y clase trabajadora. Pero Tronti muestra la trampa: “la cultura ‘oposicional’ [léase ‘contrahegemónica’]” “se convierte en una mediación de la relación social del capitalismo, una función de su conservación continuada” (254). “Meramente presenta el cuerpo de las ideologías del movimiento de los trabajadores en la vestimenta común de la cultura burguesa. Pero aquí no estamos interesados en si la figura histórica del intelectual-del-lado-de-la-clase-trabajadora pudo haber existido en algún momento. Porque lo que es decididamente imposible es que tal figura política exista hoy” (254).
Así que mejor sería otra cosa: el apocalipsis en libertad. Cada quien puede llenar las casillas que esta nota deja en blanco.
[1] Ver Mario Tronti, “The Strategy of Refusal.” En Workers and Capital. David Broder trad. Londres: Verso, 2019. 241-62.
Apuntes desde una discusión sobre Pensiero istituente de Roberto Esposito.
La conversación de hoy en 17 Instituto de Estudios Críticos, en el marco del Foro Euroamericano de Pensamiento Contemporáneo (disponible en YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=mjHSh2RMwyQ), fue para mí particularmente importante, por el ritmo de la conversación misma, porque fueron hilvanándose hilos relevantes, uno detrás de otro, y se tocaron de forma nueva, al menos en mi conciencia, temas que han dado lugar a controversia. Se trataba de una conversación sobre un libro reciente de Roberto Esposito, Pensiero istituente, y los conversantes fueron Sergio Villalobos y Gerardo Muñoz, con la presencia esencial de Benjamín Mayer como presentador. Yo no tenía que estar allí–había preferido sumarme como audiencia por YouTube, pero algo falló con mi conexión a YouTube y Benjamín y Gerardo me mandaron el enlace directo a Zoom. Así que estuve, y me alegro mucho de eso. Nada puede reemplazar la escucha. Pero, pidiéndole a Sergio y a Gerardo que suban sus textos si los tienen disponibles para este blog, porque no quiero pisarles el terreno, voy a tratar de anotar lo que en la conversación misma, es decir, después de sus precisas y penetrantes presentaciones pero en su estela, fue surgiendo; y voy a concentrarme en cuatro apuntes. Para mí esta es solo una forma de dejar constancia de lo que ocurrió–de algo que ocurrió, que hay que escuchar en la conversación.
Ya Sergio había hecho alusiones concretas pero fue la referencia de Gerardo a una “cuarta vía,” es decir, a una vía que no cabría encajonar ni como destituyente, ni como constituyente, ni como instituyente según las categorías de Esposito, la que motivó que la discusión se centrara pronto en la infrapolítica. En una conversación reciente con Esposito, Esposito me descolocó diciéndome que la infrapolítica podía asociarse a lo decolonial. Eso fue raro, pero pienso que fue quizá productivo en formas que habrá que pensar y matizar. Y me descolocó todavía más al decirme que en su opinión la infrapolítica estaba entregada a la pulsión de muerte. No lo esperaba de él, aunque es un tipo de crítica (¿crítica o ataque?) a la que hemos venido habituándonos. Recientemente, como se registra en varias entradas más abajo en este blog, John Beverley vino a decir lo mismo: la infrapolítica es pulsión de muerte y camino de la muerte. Hablamos de eso. Benjamín observó que la única pulsión es la pulsión de muerte, dentro de la cual el Eros solo es un bucle. Si la infrapolítica piensa el fondo oscuro, por supuesto que la infrapolítica es y debe ser pensamiento de la pulsión de muerte, y esa es su distinción, en la medida en que toca lo ineludible y no lo evita.
Pero es obvio que eso no es lo ya entendido por Esposito o Beverley–lo dicen como reproche. ¿No será una crítica sintomática, que revela sobre todo que la pulsión de muerte es precisamente lo que tanto Esposito como Beverley tratan de evitar denodadamente? La infrapolítica busca una politicidad otra mientras que ellos–pero paso a referirme solo a Esposito, puesto que era una discusión de su libro–están todavía prendidos de la escisión reforma-revolución, sin querer autodenominarse reformistas pero sin atreverse del todo a plantear una posición revolucionaria, en la medida en que pesa malamente la historia de las revoluciones en el siglo XX. De ahí el énfasis de Esposito en lo instituyente pensado como aquello que elude el reformismo sin plantearse como un vuelco social total. La infrapolítica no tiene ese problema y puede afirmar ser revolucionaria, es decir, aspirar a una posición revolucionaria vinculada a esa politicidad otra precisamente porque es otra y no la misma. No se trata de ultraizquierdismo, como es habitual para muchos suponer, sino de algo diferente–que en líneas generales, y para empezar, puede vincularse, como señaló Sergio, a la crítica destructiva de la noción de praxis en el marxismo desarrollada, por ejemplo, por Reiner Schürmann en su texto recientemente publicado sobre Marx. La infrapolítica no es reformista, aunque no tenga ningún problema con reformas necesarias y útiles, tampoco es revolucionaria en el viejo sentido–de Lenin a Daniel Ortega, digamos. Pero a lo que podría ser instituyente en ella deben sumarse formas destituyentes y formas constituyentes que, juntas, forman esa “cuarta vía” de la que hablaba Gerardo. Que esto no pueda entenderse, y que deba asociarse a falta de mejor idea a la pulsión de muerte freudiano-lacaniana, es ni más ni menos que un fallo catastrófico de imaginación compartido por una buena parte de la izquierda contemporánea.
Se preguntó desde la audiencia si la infrapolítica podía sentirse cómoda en un escenario de pauperización creciente–otra forma de hacer el mismo ataque vinculado a cierto entendimiento de la pulsión de muerte: incapacidad de negociar la economía, etc. Como si el desarrollismo capitalista o el socialismo de estado hubieran sido grandes éxitos en ese terreno. Pero no: la infrapolítica busca simplicidad, no pauperización, busca mantenerse al margen del produccionismo consumista, o del consumismo produccionista, y puede así aspirar, como dijo Benjamín, a una riqueza otra, la riqueza de lo incalculable contra el cálculo sistémico del que la izquierda nunca ha logrado librarse. De alguna manera esto quedó vinculado a la teoría de la hegemonía gramsciano-laclauiana, entendiendo que es bien distinta en cada pensador. En la versión gramsciana la hegemonía se ofrece como un cálculo social total y en la laclauiana el cálculo está mediado por la suma de enlaces en la cadena de equivalencias. Pero, precisamente, es la infrapolítica y no la hegemonía la que puede hacerse cargo de demandas existenciales radicales, fuera de todo cálculo: demandas feministas o queer, raciales, incluso decoloniales, o de otras clases. La hegemonía, al usarlas en cadena de equivalencias, las instrumentaliza al servicio de un proyecto siempre otro que viene al cabo a ser más de lo mismo en el terreno del cálculo sistémico y de la subordinación de la existencia al mando y al poder político. Y este es un fallo teórico que, por ejemplo, vino a ser responsable de la incapacidad de Podemos para mantener la ilusión de cambio político en España.
El tercer apunte tiene que ver con la noción de improvisación que planteó Benjamín–la improvisación es siempre existencial y es siempre una liberación de deseo (por eso no pauperiza sino que enriquece). Es errática por definición, es decir, es libre y no sigue programa. Por eso es necesario vincularla, desde el punto de vista político, a una organización que, para cumplir las condiciones a ella asignadas, tiene que ser organización posthegemónica. Alain Badiou dice en algún lugar que la organización es siempre lo más difícil, porque está más allá del acontecimiento y más allá de la movilización y es más bien su memoria e implementación: al ser lo más difícil, es también el lugar donde están todos los peligros. Pero pensar la organización como el problema político decisivo es ya una posición post-populista–entendiendo el momento populista como el momento movilizador.
Son temas que deben discutirse y desarrollarse. Pensar una organización posthegemónica de lo social es directamente hacerse cargo de la politicidad otra que la infrapolítica, en una de sus caras, propone. La otra cara es la del fondo oscuro existencial, siempre de antemano singular, que queda fuera de la política, que sub-cede a la política y no es sometible a ella. Y que, yo diría, si busca una relación a la pulsión de muerte, está lejos de consumirse en ella.
Marranismo y latinoamericanismo
Tratando de sacarle algo de partido a las discusiones de estos días motivadas por la sorpresa que produjo el artículo de Beverley comentado más abajo en este blog (no registradas en este blog, claro, porque han tenido lugar en otros canales), una primera conclusión es que, efectivamente, el llamado latinoamericanismo en humanidades parece estar dominado por un tipo de labor entre filológica y crítica, no teórica, ostensiblemente comprometida de forma eminente no necesariamente con la política sino con una voluntad política emancipadora a la que trata de servir. Y no hay mucho más. No aciertan a salir, o no se hacen públicas, otras posibilidades–no contestan la definición de Beverley, la aceptan, callan y otorgan. Lo decolonial cierra o parece cerrar filas con las opciones hegemónicas o pro-construcción hegemónica y con el marxismo en términos generales, y viceversa, y todos acaban diciendo más o menos lo mismo a nivel de marco o de registro metacrítico. Otra cosa es lo que cada uno haga en su escritura concreta con temáticas concretas. Está bien: cada uno que haga lo que quiera. Y ojalá les vaya saliendo de la mejor forma posible.
Y luego está la opción atacada una y otra vez, la que acaba siendo condenada en esa especie de insólito testamento latinoamericanista que escribió Beverley en el que le dice a los estudiantes jóvenes: hacer lo que yo he hecho, solo más de lo mismo, pero sobre todo, hagáis lo que hagáis, no leáis a Moreiras ni hagáis caso de toda esa mierda de la deconstrucción, la infrapolítica, la posthegemonía, el marranismo y cualquier otro término que se saquen ellos del sombrero mágico de los conejos muertos–ni caso, solo silencio, solo muerte social, es inadmisible, debería prohibirse, etc. Beverley en este texto se olvida de añadir que parte del consejo es que tampoco se lea a los amigos de Moreiras, que meterían al mismo diablo en la casa. Pero supongo que se da por descontado. Me pregunto cuáles serán las opiniones de los otros y otras que no se sientan identificados ni con lo que propone Beverley ni con lo que proponen aquellos que Beverley nombra, por metonimia, como enemigos, o simplemente como cadáveres. Pero de momento han estado también callados, quizá porque teman la asociación metonímica ante la necesidad de tomar partido en algún sentido. Hay mucho armario y mucho temor por ahí, en la tierra de la presunta libertad académica.
Bien, es una opción, y cada uno tendrá que elegir en la tranquilidad de su casa o en la oscuridad de la noche. Hay dos caminos, o hay al menos dos caminos–hasta que aparezca alguien para decir que hay otro camino u otros caminos. A mí no me interesa, sería tedioso, criticar a Beverley ni a ninguna de esas tendencias identitarias cortadas por el mismo patrón y que llevan sesenta o setenta años repitiendo lo mismo, sin más que sintonizar más o menos con los problemas que la realidad histórica va trayendo pero sin modificar en medida notable el curso de preguntas (o el curso de respuestas). Todo esto está hilvanado con viejas piedades tardo-criollas. A fin de cuentas de una manera o de otra esa es la verdad final del latinoamericanismo, en la medida en que raras veces ha hablado de otra cosa. Es una forma de entender el subalternismo, obviamente la más popular. Siempre que eso tenga alcance emancipador real, sin embargo, aunque todavía a estas alturas esté por probarse, no hay objeciones. Cada uno que haga lo que quiera.
La objeción es sin embargo a que tal opción sienta la necesidad íntima, y aparentemente incontenible, de prohibir alternativas. ¿Por qué? ¿Por qué se prohiben alternativas y quién autoriza a esa prohibición de alternativas? ¿Sobre qué autoridad o qué soberanía? Ese artículo de Beverley hace claro que el latinoamericanismo debe ser objeto de vigilancia policial a cargo de los autoproclamados guardianes–y lo que guardan es una identidad específica. Hay que empezar a lidiar con la idea de que el latinoamericanismo está muy lejos de ser un espacio abierto en el que caben múltiples formas reflexivas, que se ha convertido ya sólidamente en una disciplina, y que su único objeto disciplinario es la identidad latinoamericana siempre que coincida con presupuestos hegemonizantes. El latinoamericanismo debería entonces definirse como la historia de las variantes identitarias propuestas por el latinoamericanismo en su ostensible relación con la historia, aunque tal definición sea circular. Pero el círculo no parece inquietarles. Eso sí, añadiendo siempre la noción de que esa actividad circular y circulante debe apoyar prácticas políticas emancipatorias, y por lo tanto también crítica de lo visto como no-emancipatorio desde el punto de vista identitario.
Los que, incluso manteniendo en el punto de mira la emancipación y la voluntad democrática, incluso manteniendo simpatías políticas en la izquierda, aunque no de forma indiferenciada, no se pliegan a eso deben ser expulsados. Deben ser marranizados. Deben ser consignados a la mortificación crítica y a la muerte social. Está bien: aceptémoslo. Por eso es hora para muchos de nosotros de abandonar el campo, de abandonar cualquier pretensión o voluntad de pertenencia, de dejar de hacernos cómplices en la propia subalternización y dominación, en el propio silenciamiento, y de pasar a otros espacios, supuesto que la universidad–el latinoamericanismo no es otra cosa que un discurso universitario–permita que existan o en la medida en que todavía los permite. Los demás, que se queden dentro y que traten de hegemonizarlo como puedan: que hegemonicen la hegemonía, que logren transformar el discurso del saber en el discurso del amo–ya no importará, ya no nos importará a los que estemos fuera, como los marranos, a medias entre la propia voluntad de irnos y la necesidad de largarnos para no ser destruidos. Ese es el precio de la libertad.
A Beverley parece que le molesta profundamente lo del marranismo. No lo entiende, dice que es una cosa europea que tiene que ver con renunciar a la metafísica de la presencia. No lo entiende, pero no se puede forzar a nadie a entender nada. No entenderá nunca que marranismo, infrapolítica y posthegemonía, por ejemplo, van juntas, y que las derivaciones internas entre ellas son determinantes. Y que la deconstrucción también tiene mucho que ver con ello–por eso le toca tanto la moral, hasta el punto de hacerle olvidar otras cosas. Como el análisis lacaniano, nunca mencionado pero funcional a todos los enigmáticos términos ya mencionados.
Pero lo que sí cabría decir es que esa multitud de los excluidos del latinoamericanismo identitario no repetirán la voluntad de exclusión de aquellos que no se ajusten a la identidad asignada. Si el marranismo fuera dominante, cosa que puede acabar ocurriendo, sorpresas da la historia, el marranismo no excluiría a nadie. Aunque quizá dejara abiertas las puertas para que los que no puedan tolerar la diferencia singular, la renuncia identitaria, se vayan cuando quieran, no vaya a ser que se sientan metidos en un túnel incómodo.
Postscript to On the Recommendation of Social Death
I left out of the longer Beverley quotation in the blog note below the lines: “He never leaves the field of European philosophy, or as he likes to say now ‘critical reason.'” Further down that section he clarifies the reference: “Gramsci was also a European, of course, but as a Sardinian somewhat at a postcolonial slant to European philosophy.” How to read these thoroughly overdetermined references? I think this is going to hurt more than the previous text, but what the hell. He should have worded things differently.
Beverley has criticized me in the past for not owning my Galicianness, ridiculous as the critique was. He must mean Gramsci owned his Sardinianness, so he was not so much of a European, and his full endorsement of historical materialism in his “philosophy of praxis,” presented by Gramsci himself as a total system with no appropriate exits (yes, I have read Gramsci from beginning to end, every page he ever wrote), was somehow prompted by some postcolonial ghost. Hence Gramsci’s credentials are proper and acceptable, whereas mine are not just dubious but deserving of considerate exclusion and consignment to hell, I mean, social death. It is, “naturally,” for that kind of mentality still gaining ascendancy, or perhaps now more than ever, to be taken for granted that no European philosophy framework is acceptable for thinking about Latin America. That is probably one of the reasons why the Spanish peninsular area of the Pittsburgh department was dismantled, after making the life of those in it not particularly pleasant, as I have heard from them. Of course this reminds me of the long-standing stupidities one has forever had to listen to coming to us from the field, like the one time in which a friend of mine was rejected out of hand as a job candidate because she had written a dissertation on Borges and Benjamin, whereas, the department chair told her, “had you written on Borges and Ortega, you would have had the offer.” Or the other comment by a notorious decolonialist: “We already have Mariátegui, what do we need Gramsci for?” Or the rejection of the candidacy for a position in Spanish of an important Chilean philosopher because “we already have French thinkers in the French department.” One would have imagined that Beverley would be beyond those things, but sometimes one wonders. Like when reading this piece. The brand of clumsy woke political correctness that has made Beverley’s career–and his own sense of empowerment–sometimes betrays the carrier. Because the implications of his paper are that, as a Spaniard, I was not qualified to be a proper Latin Americanist, or only under a cloud of immense suspicion people like Moraña and him would have to watch over. In fact, I cannot tell you how many times I have had it reported to me by well-intentioned friends that someone or other referred to me as a “gallego de mierda.” And this was done repeatedly by one of those people, among others, whispering in Beverley’s ear, as he himself knows. Anti-Spanish prejudice is extensive in Latin America, as everybody knows, and of course it translates to the Latin Americanist field–sometimes with a vengeance. Is it racism? It is a version of racism because, in the United States at least, in the professional field, it does not matter what political or intellectual or class or regional features qualify your Spanishness: the Spanishness is in itself reason enough to put you under a cloud, if not to be rejected. And I am cutting the story short. For instance, I could tell you that my indignation in the face of some egregious malice done to me at a previous university I prefer not to think about was dismissed by some Latin American so-called friends who had taken the other side as “typical Spanish pride; he thinks he is a caballero.” Would you call it racism? I would. It was intended that way.
Those who know me know I am very dark-skinned. Never in my life have I been considered a white man in the United States. Never in their lives have my children, whose mother is also a Spaniard, been considered white. In fact, not many months ago I had to hear from a colleague of mine that I was involved in a “mixed marriage,” meaning that my wife might be white, but certainly not I. For me, in spite of the obvious and for the most part hidden and secret inconvenience it has caused me (but these things always end up revealing themselves), my dark skin has always been a matter of pride and certainly also of solidarity with other dark-skinned people. So it is paradoxical that I have had to put up with stupid prejudiced if not racist rejection from my field of endeavor–no longer, but for many years–on the basis of being a Spaniard, when dominant culture in the US considered me a classic Latino, certainly not white, certainly not one of them. And yet Beverley takes it as almost offensive that I would qualify myself as a marrano, that is, someone whose life has been subjected to an at least double exclusion. But that is the problem with the theory of hegemony. Hegemony wants sameness, and non-sameness must be excluded or eliminated. Which is another reason why the future of reflection on Hispanic culture should keep well away from the failed wokeness hegemony, in the Gramscian version, cannot but represent. Just read Frank Wilderson’s Afropessimism.
On the Recommendation of Social Death.
I am not sure John Beverley is “coming out of a tunnel” with his retirement, as he himself likes to think–at least it is not obvious in his “The Pittsburgh Model and Other Thoughts on the Field (Hispanism/Latinamericanism.”[1] And I will try to tell you why. In his second paragraph he enigmatically says: “We should be rightly suspicious of one who, leaving the field out of fatigue or irrelevance, proclaims grandly that the game is over, as if somehow the experience of his or her own life and career mapped onto the movement of history, even the minor movement of the histories of academic fields” (7). The reader may be excused for not understanding much about that sentence until she comes to the final section of the essay entitled “The Option of Deconstruction” (14-16). In that section it becomes retrospectively clear that he is perhaps, or most likely, referring to me, specifically on the basis of the English translation of Marranismo e inscripción, o el abandono de la conciencia desdichada (2016), which is entitled Against Abstraction. Notes from and Ex-Latin Americanist and was published by University of Texas Press in 2020. To be fair, I did not proclaim grandly that the movement of history mapped onto my own career, only that I no longer consider or will consider myself a Latin Americanist, to the extent that I have stopped doing work on that area of endeavor. So I did not want to fool anyone or to continue to take advantage of fairly mechanic or routine academic structures whose own agony is perfectly mirrored in the proliferation of conferences, workshops, or publications on the vexed topic of the “future of” (say, Latin Americanism or Hispanism or deconstruction or cultural studies)–like the very one that prompted his paper. I no longer want to be a part of that kind of activity regarding Latin Americanism–not interested any more, even though I once was. The reasons are primarily biographical, and to that extent not exciting for anyone but me. It does not mean Latin America does not interest me–it does, but I have simply had it with North American academic reflection on it, or the literary and cultural kind of it. It bores me. I am sorry if this offends anyone, but nobody seemed to be particularly grateful when I was taking an active interest. So “irrelevance” may actually be the more truthful word in Beverley’s otherwise false paragraph–if it refers to me. I was irrelevant, like so many are, on the, from a certain perspective, properly democratic notion that there are more like me where I came from, and nobody’s work should have any particular priority whatsoever. I would not be missed, and I had more pressing concerns awaiting me. And some serious things to leave behind.
But Beverley’s paragraph is somehow symptomatic to the very extent that, after announcing his recent retirement, he goes on to say that he is looking at the “mortality of Hispanism” (7): “Hispanism will last longer than my own life–this very volume we are contributing to is part of its continuous remaking–but not too much longer” (7); “In fifty years it will be dead on the tracks, each of the individual cars [this is a metaphor Beverley has been laboriously pursuing: Hispanism, or Hispanism/Latin Americanism, as a train with many cars] rusting and decayed, covered by graffitti” (8). And then, in his next section, “From Lazarillo to Sandinismo: The Pittsburgh Model” (8-12), he elaborates a fairly grandiose and melancholic account of his passage through the field that ends with a reference to his “most recent book” on the “failure of Latin Americanism” (12). So it would seem as if the first quoted passage from Beverley’s article rather refers to his own position, of which, then, “we should be rightly suspicious.” He is the one who proclaims the historical failure of the field and prophesies its death, when I simply thought that I was stepping out of it for various reasons that are better left unspecified. This is only reinforced when he entitles his third section “The Last Hispanist? A Note on Américo Castro” (12-14). If Castro, whose academic life in the United States took place from 1937 until more or less his death in 1972 (he retired from Princeton in 1953), is the last Hispanist, then the last Hispanist is already several generations removed in Beverley’s characterization. Hispanism, then, died a long time ago. No wonder some of us would want out.
So, from now, which is the date of Beverley’s own retirement, to the day when the mortality of Hispanism/Latin Americanism is consummated, “what do we do?,” Beverley asks (14). He should rather ask “what are you people going to do?,” but let us take the “we” as an expression of sheer solidarity. He responds: “One answer might be deconstruction” (14), which introduces his last section. This is the section about which I will write in some detail, but not because I want to. I actually do not, but people have been prompting me to do so for reasons that will become clear in a minute. I have engaged polemically with Beverley before, certainly in Against Abstraction, and I have never enjoyed it much, I prefer friendship, but he likes to provoke. Sometimes, however, his provocations are over the top, beyond the pale, as it seems to be the case here, and failing to respond to them might probably be, rather than a gesture of condescension to an old professor who may be hating his own predicament, a failure of responsibility.
I am one generation removed from that of Beverley. Those of us whose PhD dates from around 1985 to around 1995 came into the so-called field, as we used to call it at the time, at a period of paradigmatic crisis in the production of knowledge, certainly in the Humanities. The 1980s were the years when what Beverley calls “the philologically based historicism which is almost second-nature for many of us” (14) had hit a wall. That was obvious to us, but of course it was less than obvious at the time to those formed in that paradigm, quickly becoming dated and less than attractive to the newer generation of students. This is not the place to rehearse the historical moment properly, so let me just say that the political disorientation at the time of the rise of neoliberalism was strongly felt, and as old leftist as well as so-called New Left pieties were crumbling into dust, taking a lot of things with them, the irruption of theory in literature departments (deconstruction, yes, but also feminist theory, French or Italian much more than North American, Lacanian analysis, queer studies, and other aspects of European philosophy that were catalogued under the general term of poststructuralism) ended up producing disarray, conflict with the students, and naturally enough a great deal of rancor and resentment in the old philology-cum-historicist-leftism crowd of professors. As to the latter, I do not think they ever emerged from their hole, or their tunnel–it is hard for me to think of more than one or two older professors who were successful in their aggiornamento, and most of them were left pissing up a rope, as the undoubtedly male-chauvinist expression goes. Yes, academic routines sustained them. But that does not erase the fact that most members of my generation were forced to come into their careers without the obvious benefit of masters of discourse in our own field–there were few, if any, we could look up to, and we had to turn our need for guidance elsewhere, which we did. They never forgave us. As we moved into professorial careers our attention became centered on protecting our own students from the older generation. I will not mention names or retell old battles, but this was a fact, and a defining one of our academic lives. That is, when we did not also have to protect ourselves. I can say these things now, when they can no longer do anything to me (they have done enough). The real problem, to my own personal dismay and that of many friends of mine (well, of some friends of mine, relatively few compared with the cohort we had to face), emerged later. Let me try to name it as economically as possible but without mincing words: the sheer difficulty and labor imposed on us by the new tasks brought about by theory prompted many in the newer generations, when theory had lost some of its novelty, to recoil. They saw an abyss that would not serve them well. What had been no more than a thin veneer of fashionable theoretical sophistication did not have the time to deepen its roots in the field, particularly not in Hispanic Studies for reasons that you know or should know as well as I do, but which I will not dwell upon. And most people went back into the usual run-of-the-mill, age-old routines of literary or cultural interpretation, but now farcically as it were, and therefore they also became prey to a great deal of rancor and resentment, which ended up defining them as intellectuals. Yes, some of them “applied” theory, meaning they quoted someone or other, and almost all of them were more than ready to claim some kind of ready-made position within the small range of options made available to them by the common opinion. But far from them the pretension to do theory, to produce it: that was strongly discouraged, or their head might be chopped off. I am sorry if this sounds harsh, but it is my own life I am talking about, and I am afraid I have the right to speak clearly about it. At the end of the day, after all, all of them are ostensibly happy in their positions and enjoying whatever power has accrued to them as gatekeepers of intellectual inanity (for the most part).[2]
I do not need to argue my friends’ or indeed my own intellectual superiority. That is indeed not what I am doing. Superiority is not the issue here. I am simply pointing out the fact that an engagement with theory in the field, as an academic option, and as an option for life, was very bad news for a host of colleagues–first in the older generation and, as time passed, also in the newer ones. The consequences were no good: paths were blocked, discourses were silenced, positions were withheld, and conflict, almost always unilaterally created, happened endemically, all of it imbued with a brutality, or a vulgarity, or a lack of elegance unworthy of university discourse as it should be or should have been. And I am afraid that is the problem that, once again, emerges disturbingly, that is, disturbingly for those of us who wish things had been otherwise, in John Beverley’s last section of his essay on the so-called “Pittsburgh model” (provided it ever existed). He says:
(Mabel Moraña, if you are reading this, I am admitting you were right about Moreiras and I was wrong back in the days we debated this.) Moreiras seems to be seeking in his engagement with Latin American literary and cultural thinking, or beyond it, a “supplement” that could summon up an originary and radical experience, something like Heidegger’s Dasein . . . He describes his kind of thinking as marrano, that is, in terms of sixteenth-century Spain, neither Jewish/Muslim nor Christian. In between. Abject. He would like to claim by this that his location of enunciation is neither Hispanist or Latin Americanist, neither postcolonial or European, to the extent each of these categories involves a philologically constructed idea of identity, a “metaphysics of presence.” (14-15)
Leaving aside the woeful mischaracterization of what a “metaphysics of presence” might be, the critical significance of this paragraph seems to be, beyond denouncing a certain Eurocentrism, as they call it, to set the stage for a denunciation of what I have been calling “infrapolitics” and “posthegemony,” together with deconstruction, as “a dead end” (15): “At best, it can only finally point to itself, with the self-satisfaction of a magician pulling a rabbit out of a hat. The first time we see this leaves us astonished; the fourth or fifth time it has become familiarized” (15). I can take criticism, but I prefer it when that criticism actually engages with what I say, instead of opting for the long-familiar figure of its preemptive consignment to death. I may not be completely alive, but I like to think of myself as a kind of “muerto vivo,” to quote a favorite song of mine. Beverley does not do me the honor of according me that status: instead, he sighs for a time, the time of Moraña’s whispering into his ear, in the mid-1990s, when I could have been accorded proper symbolic death, social death, which they failed to give me (but, alas, not completely). Or perhaps he does, in a roundabout way: he calls me a muerto vivo, because now I do infrapolitics and posthegemony, understood as “blanqueamiento” (15) in some queer racialization of the work I am trying to do, which also hints at sepulchers. (I will come back to this issue in a Postscript to this piece, to be posted above.) My work is a dead end, Beverley thinks, and should be buried. But I disagree, and not because I think highly of it, god knows it is never good enough, only because I know that there are so many more things to think and say ahead of me. There is so much to study.
It is not deconstruction or posthegemony that Beverley recommends for the future: rather, he recommends “Gramsci and the conditions of hegemony” (15). If my hat only produces all-too-familiar rabbits, I wonder what could be said about Beverley’s own hat. Gramsci, he says, embodies a “‘worldly’ criticism,” that is, a criticism that is “historically and politically inflected” (15), whereas deconstruction “is at the same time aporetic (undecided) and apocalyptic” (15). Professor Beverley has still not understood what deconstruction, or the general field of theory, is about. After so many years. He prefers to bypass it entirely, fully into character, and go back to the old truisms of humanist piety as a recommendation for the future. But “deconstruction” is only code: I, for one, while freely admitting that I have been influenced by deconstruction, which I simply take as an epoch and an inflection in Western metaphysics that I am grateful for, do not consider my work to be contained, or defined, within it. Deconstruction exceeds me, which Beverley fails to realize. And, whatever one thinks of the current relevance of the Gramscian theory of hegemony (I have written at length about it and do not wish to repeat myself), the point he makes is really not that hegemony is superior to posthegemony–although that too, obviously enough, without bothering to think about it. The point Beverley is making, if I may cut to the chase, is that theory, or at least a theory that tries to think beyond the pieties of conventional leftism, even if from a left perspective, anything that is new or pretends to newness, infrapolitics, posthegemony, or the old horsebattle deconstruction, is dead or should be killed. This is serious stuff, but the proof of it is that Beverley does not bother to engage with what is said–he only pronounces it dead. As if that were enough. Well, it has been, for the field in its dominant version, over the past forty years. It is a sad future that Beverley wants to legate–dead set against theory and intellectual newness, even against the attempt at them. He should revise his own position in the field of academic hegemony–he might run into some surprises when he does it with clear eyes. Until he does, though, we shall have to say he is still not out of his tunnel, although we would like for him to emerge into the light.
In the meantime, we should recommend the newer generation of students, as they themselves wait for their long-announced deaths and try to make the most of it, or at least those who do, a different kind of look at their own futures, or at the future of their work. Or there won’t be any.
[1] In Revista Hispánica Moderna 74.1 (2021): 7-16.
[2] I do not have any problem with people doing whatever they want, whether it seems inane to me or not. The social sciences departments that surround me are full of people doing things I consider inane, and I certainly let them be. I only ask them to reciprocate. My problem is when those people decide to foreclose the possibility of anything else, and take active measures for it.