Vuelta a L’avventura de Giorgio Agamben

Hace tres años, cuando apareció la traducción de Lorenzo Chiesa del opúsculo de Agamben, escribí una nota en este blog (copiada abajo) que quiero ahora suplementar brevemente. Lo hago motivado por una lectura de otro texto de Agamben, en traducción al inglés What Is Philosophy, texto al que quizá volveré en otra nota futura. Y también motivado por la lectura de Donner le temps II, la transcripción de un seminario de Derrida, una parte que no publicó en vida, quizá por buenas razones. El tema de la totalidad de ese seminario, Donner le temps, es el don, y en particular el don del tiempo. Derrida presenta su seminario como un inmenso prolegómeno a la temática del tiempo en el último Heidegger, del don del tiempo, bajo el supuesto de que Es gibt Zeit y Es gibt Sein son equivalentes y dicen lo mismo. En fin, Derrida quiere pensar el enigma del don, que, a través de Agamben, podemos traducir como el don antropogenético, el “hacerse humano del humano.” Se trata de un enigmático don sin donante, impensable, pues tiene que ver, en Agamben y más oscuramente en Heidegger y más oscuramente en Derrida, con el don de la lengua. No es fácil pensar la relación antropogenética de lengua y tiempo excepto quizá en el sentido más bien banal de que es la lengua la que da el tiempo. Pero en esa banalidad hay un abismo o dos. Podemos querer pensar que el Es en Es gibt Sein/Zeit es la lengua. La lengua da tiempo/ser. Hay tiempo/ser en lengua. Sin lengua ni tiempo ni ser. Si hemos de prestar atención adecuada a la vinculación de denken y danken de la que habla Heidegger en Qué (se) llama al pensar, en primer lugar a través del término germánico antiguo “thanc,” que significa recuerdo o memoria, entonces la respuesta al don, el agradecimiento, es la memoria del acontecimiento antropogenético que inaugura la mismidad de tiempo y ser en la lengua y que hace al humano humano. En ese sentido el “zoon logon echon” conmemora el umbral de su entrada en la existencia no con la razón sino con la memoria–la memoria inmemorial que vincula lo antropogenético a lo ontogenético. Y que es por lo tanto también memoria del futuro.

La vinculación de memoria y agradecimiento en pensamiento es confirmada en el segundo capítulo de la autobiografía de Gerónimo dictada al superintendente de educación Barrett. Geronimo le dice a Barrett, por un lado: “Estamos desapareciendo de la tierra, pero no puedo pensar que seamos inútiles o Usen no nos hubiera creado.” Y por otro: “Así fue en el comienzo: los Apaches y sus moradas fueron creadas los unos para los otros por el mismo Usen. Cuando los Apaches son apartados de sus moradas enferman y mueren. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que se diga que ya no hay Apaches?” Los Apaches en cautividad, entendiendo lo imprescriptible de su aniquilación existencial, sufren un bloqueo de memoria en su imposibilidad de agradecimiento, y viceversa. No pueden sino morir, dejarse morir.

Agamben llama al acontecimiento antropogenético el “acontecimiento de acontecimientos” y “la aventura de aventuras.” Pensar es repetir en la memoria la aventura de aventuras. La aventura, dice Agamben, invocando su invocación en la literatura medieval, en las novelas caballerescas, en los lais de Marie de France, en el ciclo artúrico, no es, contra su entendimiento moderno, radicalmente ontoteológico, que Dante formalizó y que Hegel y Simmel y Oskar Becker confirmaron, un “tiempo robado” al tiempo cotidiano, no es algo “puramente externo,” que podamos perseguir desde una idea de “estetización de la existencia,” sino que es la trama misma del pensamiento, el hacerse humano del humano en repetición incesante, en un universo de mismidad que no excluye la diferencia. La aventura es el lektón estoico, lo decible o expresable, puesto que si no fuera dicho, si no entrara en la lengua, no vendría a ser, pero en cuanto decible es también lo vivible y condición extática de la existencia.

Agamben utiliza indistintamente dos formulaciones para atender a la forma de vida que se ejercita en la repetición de la experiencia antropogenética: vida demónica y vida poética. El énfasis en lo demónico insiste en la conversión de carácter en destino y de destino en carácter–es una praxis de aventura, una praxis existencial en la aventura. El énfasis en lo poético insiste en la tranfiguración de existencia en praxis de creación, contra el tiempo caído de aquellos que relegan la aventura al tiempo robado, al tiempo expropiado.

En la Introducción a la edición en Penguin de los lais de Marie de France Glyn S. Burgess y Keith Busby dicen: “The lai concentrates almost uniquely on the crisis which is at the same time the crux and core of the narrative. The lai in fact generally starts from a position of lack and crisis which is resolved into a period of happiness; the happiness is then confronted with a test which leads either to a satisfactory or an insatisfactory resolution. The events of the lai are usually . . . the decisive moments in the lives of the protagonists, and may lead to their living happily ever after or dying a tragic death” (26-27).

La aventura puede ser desventura, y así muerte, y toda aventura se hace eventualmente desventura, pero en la medida en que aguanta como aventura es vida poética y demónica: no interpretación del mundo sino transformación del mundo.

Por eso Agamben concluye que “una vida poética es la que, en toda aventura, se mantiene obstinadamente en relación no con un acto sino con una potencia, no con un dios sino con un semidiós.” Es potencia ontogenética, que repite el don antropogénico.

Insistimos en que la pretensión política es la de recuperar el tiempo robado, expropiar a los expropiadores, deshacer lo que es Enteignis en la potencia de Ereignis. Pero es una pretensión vacía en la medida en que no se haga explícita la forma de vida buscada a través de esa acción política, o pretensión de acción. La pretensión política requiere un ajuste infrapolítico para encontrar sentido. Pienso que Agamben cifra en la vida demónica esa posibilidad abierta de forma de vida entregada a la repetición ontogenética de la aventura de aventuras. Y esa cifra no tiene nada de destituyente. Es todo lo contrario (es decir, tampoco constituyente ni instituyente).

Esta es la nota de 2018:

El opúsculo de Giorgio Agamben titulado L’avventura, de 2015, y que acaba de aparecer en traducción al inglés de Lorenzo Chiesa (The Adventure, Boston: MIT P, 2018), tiene un centro, que es el de la propuesta de traducción a “aventura” del término alemán que se convierte en un término especial en el pensamiento de Martin Heidegger, Ereignis.  Si Ereignis significa en alemán corriente “acontecimiento,” y si está relacionado con el verbo eignen, “apropiar,” las traducciones de Heidegger tienden a darlo como “acontecimiento de apropiación,” que es una traducción a todas luces torpe y patosa.  Agamben propone ahora “aventura,” y su opúsculo es en su totalidad, diría yo, un esfuerzo de justificación de tal traducción que conviene tomar en serio.  Agamben nota que, en cuanto término “especial” del pensamiento heideggeriano, Ereignis remite al “fin de la historia del Ser, esto es, de la metafísica” (76).   Esto es así porque en Ereignis Heidegger piensa el fin de la diferencia óntico-ontológica y el momento en el que se da la co-pertenencia de Ser y Da-sein–el momento, en otras palabras, que podría ser descrito desde otras tradiciones de pensamiento como fin de la alienación y reconciliación activa de ser y pensar (o existir).  Agamben refiere a un “vestíbulo,” que sería el momento en el que el humano se hace “propiamente” humano, como “acontecimiento de acontecimientos” (77) o más bien “aventura de aventuras” (81).  Cruzar el vestíbulo, pasar el pasaje: esa es la experiencia de con-versión que la palabra Ereignis lleva hacia lo propio, pero que “aventura” restituiría a su esencia espacial (en la aventura ad-vienen a un mismo lugar esencialmente lo humano y una cierta experiencia del ser).

Con-versión o transformación o transfiguración más que apropiación: a esto le llama Agamben el “acontecimiento antropogenético” (83) que, en cuanto tal, “no tiene historia propia y permanece como tal ininteligible; pero arroja a los humanos a una aventura que todavía continua sucediendo” (83).   Agamben insinua por lo tanto que hay una contingencia radical en la “aventura,” y que la aventura es solo su propio suceder.  “En el Perceval de Chrétien no hay nada santo en el Grial; es solo un vaso de metal precioso” (82).  El encuentro entre lo humano y la aventura, que transfigura lo humano y abre (a) una nueva experiencia de ser, es azaroso y contingente, en ningún caso necesario.  Pero esto también significa: es improgramable.  Aventura es tyché (85).  Aún así, define la vida “poética” que es trasunto de la vida del caballero andante (22), y con ella toda vida sustraída a lo que es “ordinario” en la concepción moderna (que, en el texto de Agamben, Dante Alighieri parece pre-ordenar teológico-jurídicamente como vida desprovista de aventura y cerrada en su circuito de castigo y recompensa, perdición y salvación [42-43]).

Al comienzo de su opúsculo Agamben comenta las Saturnalia de Macrobio en referencia a las cuatro deidades que “presiden el nacimiento de todos los seres humanos” (3): Daimon, Tyché, Eros, Ananké.  Llama “ética” a “la forma en la que cada persona se relaciona con tales poderes” (5).  En cualquier caso la relación con tales poderes forma parte de la vida humana en forma continua e imprescriptible–pero yo propondría que tal relación no es primariamente ética, supuesto que “ética” refiera en Agamben a un cierto domiciliarse de la vida, a un morar en el tiempo y el espacio.  Antes de la ética hay una exposición al poder de esas deidades cuyo carácter es infrapolítico, con respecto del cual la ética es una toma de partido y una orientación específica, como lo sería la política.   En uno de los ejemplos de “aventura” que da Agamben, el lais de Marie de France llamado “Bisclavert,” la historia es la del barón que debe transfigurarse en lobo durante tres días cada semana.  La relación del barón con su daimon no es, diría yo, fundamentalmente una relación ética; pero lo es infrapolítica, en la medida en que lo expone a una condición existencial irremediable, la aventura misma entendida como aventura de aventuras.  El encuentro es infrapolítico–al margen de la ética de sus conclusiones.

Por eso importa el comentario que hace Agamben respecto del daimon casi al final de su opúsculo: “el demonio es la nueva criatura que viene a reemplazar en nuestras obras y forma de vida el individuo con nombre que creíamos ser–el demonio es el autor anónimo, el genio al que podemos atribuir nuestras obras y formas de vida sin envidia ni celos” (87).   En ese demonio se da, obviamente, la doble condición de carácter y destino que la tradición cifra desde Heráclito en el hacerse humano del humano.  El demonio–en cuanto daimon que suma carácter a destino y destino a carácter, que los iguala y así los releva–es para Agamben un “semidios,” “puede significar la potencia y posibilidad, no la actualidad, de lo divino” (87).  Así, “el demonio es algo que perdemos incesantemente y a lo cual debemos permanecer fieles a toda costa.  Una vida poética es una vida que, en cada aventura, se mantiene obstinadamente en relación no con un acto sino con una potencia, no con un dios sino con un semidiós” (88).

Amor y esperanza serían para Agamben los ingredientes propiamente éticos que pueden regular nuestra relación con el daimon, pero a mí me interesa más el albur preético de la relación potencial con la aventura, que es la potencia de la aventura misma en relación con Da-sein–con su carácter ex-tático.   En ese intento permanente de con-versión, de transformación y de transfiguración hay una potencia de aventura que se sustrae a toda ética en el reclamo singular de existencia abierta, en cuanto tal expuesta sin condiciones.

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