(Cuelgo aquí, con el permiso de Arturo Leyte, su contribución a mi clase “Apache Refusal,” en la que se trata de entender la historia de las guerras contra los Apaches en el siglo XIX, en su doble versión mexicana y estadounidense, como al mismo tiempo voluntad de dominación y conquista técnica desde un mandato civilizacional y rechazo de tal dominación mientras pudo mantenerse. La guerra anti-apache fue en realidad la guerra más larga mantenida por Estados Unidos, alrededor de seis años más larga que la reciente en Afghanistán. Con ella se consumó la llamada “Conquista del Oeste” y su apertura total a la explotación europea. ¿Cómo evitar verla como un episodio más de la historia de la metafísica, contra todos los que insisten en que la metafísica no cuenta y solo vale la política para explicar la historia de la humanidad?)
(Nota inicial: este texto tiene un carácter exclusivamente escolar, elaborado como resumen de mi intervención en el curso arriba referido. En consecuencia, no está pensado como texto para su publicación, sino como recordatorio de mis palabras. Las referencias a pasajes de la lección de Heidegger se hacen siguiendo la edición de la Gesamtausgabe u Obra completa, editada por Vittorio Klostermann en Frankfurt: se cita como GA, seguido del no de volumen, en este caso el 8 y no de página, para que pueda servir de ayuda a la hora de localizar algún pasaje en la edición inglesa).
La larga lección, “¿Qué significa pensar?”, puede ser entendida como una diagnosis, en el exclusivo sentido de “reconocer” y “discernir” (no de “conocer”). “Diagnosticar”, por lo tanto, en este contexto no tiene el sentido de producir un nuevo conocimiento sino de preguntarse por el sentido del conocimiento.
Del diagnóstico –“todavía no pensamos”, expresado sumariamente al hilo del formulado por Nietzsche en su obra Así hablaba Zaratustra: “el desierto crece”– se puede concluir que “el desierto crece porque todavía no pensamos” (o “mientras no pensemos”). La vinculación de ambos diagnósticos que propongo se sustentaría en Heidegger a partir de una diferencia radical entre los significados de “pensar” (essential thinking) y de “conocer” (conventional thinking): lo segundo sigue el sentido habitual del conocimiento en sus dos grandes esferas, la puramente cotidiana, en la que conocemos las cosas que nos rodean, les damos nombres y las utilizamos, y la científica, que no es más que una depuración y abstracción de esta primera, en la medida en que de ella solo toma los rasgos y la información que interesa a su propósito experimental (propósito que siempre tiene como meta poner a prueba la experiencia con el fin de obtener determinados resultados ya buscados de antemano). Sea en la esfera cotidiana o científica, el conocimiento tiene un carácter productivo y se encuentra orientado a la acción (al hacer y obrar en todas sus dimensiones) y, en definitiva, a la producción de más realidad, aunque eso siempre sea a costa de destruir la realidad inmediata. En realidad, la única meta del conocimiento así entendido, por más que se enmascare con propósitos determinados, se define como “voluntad de obtener más conocimiento” y, en consecuencia, provocar mayor transformación (=destrucción) de la realidad. Es en este sentido en el que Heidegger dice que la ciencia solo “hace” y “no piensa” o, dicho de modo paradójico: en la medida en que solo conoce, “la ciencia no piensa”. Volvemos así al punto de partida de la lección: la oposición entre conocer y pensar. El problema de semejante diferencia reside en lo siguiente: mientras que resulta relativamente simple definir en qué consiste el conocimiento –la capacidad de “ver” las cosas exclusivamente bajo aquellos rasgos que resultan visibles para una percepción; es decir, en aquellos rasgos que resultan objetivos u objetivables–, el pensar no tiene objeto y, en esa medida, resulta inicialmente indefinible, porque aquello en que consistiría su cuestión queda al margen del conocimiento. Así, la pregunta que plantea el escrito de Heidegger, ¿a qué se puede llamar pensar?, tendría que ser completada con esta otra: ¿qué puede ser lo que piensa el pensar? Ambas preguntas solo podrán ser desarrolladas como pregunta, sin esperar una respuesta que lo único que conseguiría es equipararla con una respuesta de conocimiento, propia de la ciencia. Habrá quedado claro que para Heidegger el problema filosófico no reside en una pobreza de conocimiento, sino en un hecho más original: “el hecho de que no pensamos”, en parte porque “la voluntad de acción (voluntad de acción que es la otra cara del conocimiento productivo) ha arrollado al pensamiento” (GA 8, 27). Traducido a una imagen, podríamos representarnos una gran autopista que crece sin parar y sin meta, siguiendo una “vía única” cuya dirección solo viene definida por el aumento de conocimiento, del que es solidario el aumento de la acción. En esta gran autopista incluso se produce el espejismo de que, como se puede circular en dos direcciones opuestas, tenemos la posibilidad de cambiar de dirección, cuando la realidad es que ambas direcciones están insertas en una única vía de la que resulta imposible salir, justamente porque es la vía del conocimiento, que entretanto ha adquirido una dimensión absoluta. Es en esta vía única en la que “pensar” se ha hecho sinónimo de “conocer”, de tal manera que los dos términos vienen a significar lo mismo. Eso mismo es lo que Heidegger llama la “vía única” (GA 8, 28 y 37).
Sin nombrarlo, Heidegger sabe que esta diferencia entre “conocer” (conventional thinking) y “pensar” (essential thinking) viene de antiguo. En realidad, es una diferencia establecida inicialmente por la propia filosofía con el fin de separarse del conocimiento habitual de las cosas (dóxa): esta separación o “distancia” es la que acabará ya en Grecia identificándose con el conocimiento solo teórico o, simplemente, con la teoría. Cuando Heráclito habla de un lógos que es común a todas las cosas, pero que no coincide con ellas, o cuando Platón habla igualmente del lógos referido, no al conocimiento de cosas, sino a la búsqueda de principios, se está gestando la diferencia entre conocer y pensar y, también, entre pensar y hacer. Hay que fijarse en que Platón, responsable para Heidegger de la primera gran transformación del lógos en lógica y dialéctica, sin embargo, también sostuvo que la misión y meta del lógos no era la de producir conocimiento, sino la de poner de modo permanente a prueba los principios del conocimiento y del ser, esos que de modo habitual y cotidiano damos por sobreentendidos (=las verdades incuestionables que, en realidad, son simples frutos de un conocimiento que ha fijado algo cuestionable como verdadero). Para Platón, como para Heráclito, como más tarde para Aristóteles, la teoría, es decir, el lógos, no produce más conocimiento, sino que se interroga por la verdad de los propios principios del conocimiento y del ser. Y de ese modo, la verdad obtenida será de una naturaleza completamente diferente a la obtenida por la ciencia, porque no tiene ningún contenido: su función solo remite al examen de sus supuestos. Esta viene a ser, formulado de modo muy sumario, el origen y la historia de ese “pensar” que Heidegger distingue del conocer y que él vuelve a retomar al final de la historia de la filosofía, pero en un marco completamente inédito.
Pero volvamos a la pregunta crucial, que habíamos dejado de lado: si el pensar no conoce algo –un contenido– ¿en qué puede consistir? y, sobre todo, ¿qué puede ser eso que piensa? Para responder, tenemos una primera pista: lo que el pensar piensa no puede ser un objeto. En realidad, no puede ser nada. En esta expresión, “ser nada”, aparentemente negativa, se encuentra la primera señal positiva de aquello que Heidegger entiende por “pensar”: si el conocimiento siempre es conocimiento de algo (de una cosa, de un ente), el pensar solo remite al ser, pero ya no solo al ser de ese ente (es decir, a la causa o principio de ese ente), sino al ser a secas. Y resulta que del “ser a secas”, porque no es algo, no se puede decir nada. Estamos comprobando que cada vez que nos referimos a la posible delimitación del significado de pensar, aparece la palabra “nada”. Y si para el conocimiento la nada es algo inservible y sin interés, puesto que remite a lo nulo y vacío, que solo constituye una barrera, para el pensar resultará decisiva.
Se podría decir que toda la historia de la filosofía persiguió identificar el ser con algo, con un ente, por singular que fuera, al punto de que como resultado de esa búsqueda el mismo significado de ser acabaría identificándose con el de un ente superior (por ejemplo, Dios o la Razón). Este proceso de identificación es el que resultó de la transformación de la filosofía en metafísica. Porque la metafísica no es más que el proceso en el que ocurre una transformación esencial, que consiste en que todas las cosas, de naturaleza física y sensible, acaben siendo entendidas a partir de ideas y de conceptos, que son de naturaleza suprasensible. La metafísica es la historia de la transformación de lo sensible en suprasensible, de lo que derivó un abandono de las cosas inmediatas y, tan importante como eso, de una destrucción del propio sentido de “inmediatez”. Es esta transformación la que también puede ser reconocida como “lógica”. La Lógica o “reino de las ideas” (=de lo suprasensible) solo vendría a ser una interpretación derivada y fijada de la esencia del pensar, de lo que la filosofía antigua llamó lógos. En ese sentido, la lógica solo vendría a ser una desfiguración del lógos. Ocurre, sin embargo, que esa forma derivada y desfigurada de entender el pensar acabó siendo primera y hegemónica, al punto de que decir “lógica” y “pensar” resultará sinónimo. El protagonismo del pensar habría sido usurpado por la lógica, que no es más que una producción formal de conocimiento, completamente extraña a aquella inmediatez propia de las cosas sensibles, ya perdidas al resultar invadidas y sustituidas por ideas suprasensibles. La filosofía se vuelve así definitivamente “metafísica”, que vale como nombre para aquella autopista de la que hablamos, cuya única meta consistía en producir más conocimiento y, en consecuencia, mayor dominación. Es a esta hegemónica práctica de la lógica a la que Heidegger reconocerá como “logística”, de la que profetiza que llegará a ser (sobre todo en América) “la auténtica filosofía del futuro” (GA 8, 23).
Pero este recorrido por la metafísica nos ha despistado, aunque solo aparentemente, de contestar la pregunta esencial: ¿a qué se puede llamar pensar? (Was heisst Denken, como dice el título de la lección), de la que hasta ahora solo hemos podido decir que no tiene significado. Además de esa extraña señal, otra pista que se ofrece en el escrito es que “no pensamos todavía”. Esta situación, pues de una situación se trata, se deja entender desde lo dicho a propósito de la metafísica: no pensamos porque aquel pensar iniciado por Heráclito y Platón se ha convertido en conocimiento metafísico, único marco dentro del que cabe pensar (que es como decir: no pensar). En realidad, ya hemos visto que por medio de la transformación metafísica aquella inmediatez de las cosas (perdida para siempre) se ha vuelto inmediatez de las ideas, porque lo que fácticamente tenemos delante cuando vemos algo no es ya una cosa sino la imagen o idea o concepto de una cosa. Es como si nuestra vinculación con el mundo se hubiera roto como consecuencia de aquella separación iniciada por la propia filosofía que, en su afán por conocer las cosas (teoría), acabó separándose de ellas y destruyéndolas. Sin embargo – se reclama ahora desde Heidegger como tarea–, se trata de pensar de nuevo, cuando de una u otra manera la metafísica no deja de ser ya algo pasado, pasado precisamente porque sus metas se han cumplido absolutamente.
Es en relación con ese cumplimiento con el que Heidegger deja aparecer a Nietzsche en su lección. En su interpretación (formulada en su gigantesca dedicación a Nietzsche entre 1936 y 1943) este habría culminado la metafísica, paradójicamente en su intento por desactivarla. En el diagnóstico de su propio tiempo, como dijimos, Nietzsche se habría adelantado a Heidegger sentenciando que “el desierto crece”. Pero lo decisivo del dramático sentido de la frase es que esa devastación no acabaría alcanzando solo al sentido de lo humano, sino a la propia naturaleza, y no procedería de una falta de conocimiento, sino de un exceso. Si se quiere: del exceso que ha supuesto reinterpretar lo real en términos absolutamente lógicos y metafísicos, porque esa interpretación conlleva de modo inherente un destino: no detenerse (la logística, frente al límite de las cosas, se basa en la potencia ilimitada de su proceder). Si el progreso es el benévolo término con el que la Ilustración denominó a ese desarrollo del conocimiento, que habría de traer solidariamente la democracia y la solución de nuestra dificultosa relación con la naturaleza, para Heidegger ese desarrollo habría dejado aflorar un destino enraizado de antemano en la misma voluntad de conocer. Heidegger llama “técnica” a ese destino, que entiende como la figura culminante de la metafísica (la técnica no es una consecuencia, sino un origen –incluso origen del mismo conocimiento– descubierto por la transformación metafísica). La técnica ha sustituido el ser de las cosas por la reiterada e incesante forma de producirlas y transformarlas, de manera que siempre se pueda disponer de ellas, de manera que no guarden ningún secreto, porque a la postre el destino de las cosas no consistirá en ser, sino en ser producidas. En realidad, desde esta perspectiva, la técnica es “señor absoluto” y no instrumento para alcanzar un medio, porque ha convertido todo lo ente (las cosas) en ser (=lo suprasensible) y al ser (lo que no puede ser una cosa) en un ente, aunque ese ente consista en una grandiosa e interminable operación (=producción, tanto de cosas como de ideas). El destino final consistiría en conseguir que todo sea lógico, es decir, explicable y transparente, tanto en el ámbito de la naturaleza, gracias a la Física, como en el de lo humano, gracias a las ciencias humanas (Psicología, Sociología, Economía…). En este sentido, la técnica tiene como resultado el des-encubrimiento total; la des-ocultación e iluminación de todo (absoluta verdad lógica). Por ese fin se define al menos su meta. Resultará obvio que lo que Heidegger llama “pensar” tiene que guardar una relación con la reorientación de esa meta y, en consecuencia, con otro sentido de la “verdad”. Pero antes de seguir por ahí, volvamos a Nietzsche, figura ambigua en “nuestro tiempo problemático”, porque cuando Nietzsche habla de un tránsito que llevaría a la humanidad más allá de la metafísica, del que la figura del super-hombre sería el responsable, resulta incierto saber si ese tránsito nos hace esperar todavía algo nuevo o, al contrario, “semejante esperanza suprema esconde en sí precisamente la auténtica desertización” (GA 8, 101). Si Heidegger puede juzgar a Nietzsche en términos tan duros, a pesar de su admiración, es porque este ha cifrado la escapatoria de la metafísica en el “espíritu de venganza” contra el carácter del tiempo, específicamente contra ese pasado comprendido bajo la fórmula verbal “fue”; un “fue” contra el que la voluntad de poder se estrella, pues no puede modificarlo (precisamente porque ya fue) (GA 8, 107-108). En realidad, esa determinación del ser como “voluntad”, que le llega a Nietzsche de la filosofía idealista y post-idealista (Schelling y Schopenhauer), para la que no hay más ser que “el querer”, será a la par voluntad de conocer y de hacer, que de este modo no vendrían a ser más que formas indistintas del querer. Así, cuando Nietzsche se vuelve contra la metafísica, o sea, contra el espíritu del tiempo, cuya naturaleza consiste en pasar y no-permanecer, no haría más que potenciarla hasta su grado supremo, haciendo del tiempo, que en la metafísica clásica funcionó como ingenua expresión de la sensibilidad, idea suprema y dominable (en este marco se encajaría la idea, para Heidegger complementaria de la “voluntad de poder”, del “eterno retorno de lo mismo”, “triunfo supremo de la metafísica de la voluntad, GA 8, 108). Así entendido, el super-hombre, en su rebelión contra el tiempo y la metafísica del tiempo, solo buscaría la inmortalidad, una inmortalidad que solo puede brindarle la técnica. El “último hombre” (todavía “metafísico” en el sentido clásico), por el contrario, todavía sería mortal, de ahí que todavía no se encuentre preparado para alcanzar el dominio de la tierra. La pregunta que formula Nietzsche: “¿Está preparado el hombre para ejercer el dominio de la tierra?” (GA 8, 61) resultaría sinónima de esta otra, que propongo: “¿está preparado el hombre para su inmortalidad?”. Porque la respuesta es para Nietzsche todavía negativa, la llamada al superhombre se hace necesaria. Pero con esa llamada, y aquí se reitera la ambigüedad de Nietzsche: ¿se inicia el pensar o, por el contrario, se reafirma el conocimiento bajo su forma suprema, como Técnica? Para Heidegger, no hay duda de que la opción es la última: el pensar queda al margen del super-hombre. La voluntad de poder, que lo caracteriza y define, sigue siendo metafísica y, además, “absoluta”, porque en ella coinciden saber y hacer, el ser y la técnica. Pero ¿es este el ser del que habría de ocuparse el pensar, según el escrito de Heidegger?
Desechado Nietzsche, cuya visión superó con todo la de cualquiera de su tiempo, la pregunta por el pensar vuelve a su origen como pregunta por el ser, pero ya no como pregunta por “el ser de lo ente”, ni tampoco como pregunta por el ser “tal como aparece”, sino, al contrario, por el ser “tal como no aparece”, donde el “no” gana una importancia original. Descartado que pueda haber una investigación sobre el ser, porque eso solo resultaría en conocimiento (y, por lo tanto, en técnica); descartado igualmente que “ser” sea una característica de los entes (de las cosas), queda igualmente descartado que el ser se pueda representar o producir como un objeto. En definitiva, el ser solo se puede caracterizar como lo no-ente, pero eso es justamente lo que la filosofía llamó “nada”. Pero esa nada, como ya se dijo antes, se encuentra muy lejos de ser vacía o nula, sino antes bien se encuentra “llena de una misteriosa pluralidad de sentidos”. Lo único que cabe decir de la nada, en consecuencia, es que es la cara indisociable del ser, porque “ser” tampoco es algo, una cosa, una sustancia, sino aquel “surgir desde…” (aparecer); aquel des-ocultamiento del que resulta inseparable la ocultación. Si la técnica se puede describir como la des-ocultación total y sin sombras, del ser resulta inseparable su propia sombra: esta sombra es la nada, aquella oscuridad intrínseca a las cosas mismas, cuyo destino es sustraerse, deslumbrada por la propia manifestación de los entes. Si esa sombra o nada es constituyente del ser de un ente, paradójicamente desaparece cuando el ente se hace manifiesto…y así cae en el olvido. Pero ese “olvido” (“el olvido del ser”) es precisamente aquello que se hace preciso pensar, porque es el que revela, aunque sea de modo negativo, esa necesaria nada que siempre queda técnicamente velada como consecuencia del despliegue de aquella voluntad de poder, que se revuelve contra el tiempo y sus sombras como si fuera su enemigo. Para Heidegger, al contrario, el tiempo, entendido precisamente como temporalidad (Ser y tiempo), solo se puede entender a partir de esa nada, a partir de ese no-aparecer, que tiene que hacer acto de presencia como tal no-aparecer, que resulta tan difícil de pensar como necesario.
Al pensador, al que piensa, culmina Heidegger, solo le cabe decir el ser; al poeta, nombrar lo sagrado. Ciertamente hay una relación entre ese ser lleno de nada y aquello indescifrablemente sagrado: el reconocimiento común de que no hay un principio que dependa de nosotros y pueda ser conocido (y menos que nada, la técnica), porque en ese caso ya no sería principio. “Principio” solo puede remitir a lo estructuralmente desconocido, que a la vez nos precede y es ajeno. En realidad, habría que denominarlo “no-principio”, en cuya búsqueda, que solo puede ser interpretación, se mueve el pensar. Solo así puede darse un pensar que no remita a la dominación y al crecimiento del desierto, sino a la detención. El pensar, ciertamente, exige un paso atrás.