Nacionalismo y sentimiento de nación.

En un grupo de Facebook Pedro Caro me pregunta por la relación entre nacionalismo e infrapolítica y aduce como contexto ciertos discursos académicos sobre nacionalismo étnico y nacionalismo cívico.  En realidad la pregunta de Caro no remite más que indirectamente al nacionalismo.  La pregunta previa en la discusión de grupo era una pregunta sobre el sentimiento individual de nación en los participantes.  El nacionalismo, a mi juicio, tiene una relación distante y más bien perversa con el sentimiento de nación.  Pero es lógico que este último haya quedado radicalmente ocluido, ciertamente para millones de españoles, por ejemplo, donde el que no es nacionalista en un sentido u otro queda reducido a experimentar sensaciones difusas, vagas y “débiles o fugaces” de pertenencia, decía Pedro.  Es notorio que no solamente el discurso académico, heurístico o crítico en el mejor de los casos, haya perdido de vista la diferencia, sino que también lo haya hecho la izquierda, y por lo pronto la izquierda española.  Ha habido recientemente intentos “débiles y fugaces” de restituir la posibilidad de un sentimiento de nación para los biempensantes por parte de ciertas figuras jóvenes de la izquierda española, pero han sido descalificados como mero “buenismo.”  El nacionalismo es para los duros y aguerridos militantes de Vox o el ala aznarista del Partido Popular, o bien para los no menos duros y aguerridos militantes de grupos independentistas catalanes y vascos y gallegos, sin que tal proliferación merme la capacidad de que aparezcan más nacionalistas singulares, nobles émulos, en otros lugares locales de la geografía peninsular.   Pero a mí no me interesa el nacionalismo, sino el sentimiento de nación, que en principio no excluye ninguna posibilidad política en democracia.  La pregunta infrapolítica puede bien remitir a lo segundo, pero en ningún caso a lo primero. 

El borramiento de la diferencia entre nacionalismo y sentimiento de nación tiene que ver con la sobrevaloración de la política sobre la existencia.  Es un fenómeno estrictamente ideológico, un desplazamiento notable por su fuerza.  Nadie piensa ya que la única manera de establecer una relación adecuada, esto es, ni fetichista ni compensatoria, con la práctica política pasa por una reflexión existencial previa y sostenida en tanto previa.  La desdichada izquierda contemporánea lo ignora y por lo tanto ha sido incapaz no solo de llevarla a cabo, sino tan siquiera de proponerla.  La política, entendida en general como la única instancia de redención posible, se ha convertido en la gran falseadora de nuestras vidas, como en otro tiempo puede haberlo sido la religión, también en clave fetichista o compensatoria.  No digo esto desde ningún modo de posición antipolítica.  Conviene la pasión política, pero no como cajón de sastre.  Y es cajón de sastre en tantas pobres vidas, como sintomatizan los ámbitos académicos incapaces de ver más allá de su autopolitización sacrificial, que es la única manera que encuentran de aspirar a un mínimo de relevancia discursiva. 

La cuestión del sentimiento de nación es políticamente relevante, desde luego, en la medida precisa en que pueda sustraerse a las teorizaciones sobre el nacionalismo de los profetas del momento.  No dudo que haya nacionalismos políticamente eficaces, tanto como los hay políticamente perniciosos.  Mi tesis es que un nacionalismo democrático solo puede sostenerse en un sentimiento de nación no-nacionalista—de otra forma será siempre pernicioso. 

En la reciente novela de Louise Erdrich, The Night Watchman, que tematiza los esfuerzos del Congreso norteamericano en 1953 a manos del senador de Utah Arthur Watkins, un “racista pomposo” y mormón, para “terminar” las ayudas federales a tribus indígenas ya reducidas a la pobreza por los robos y expolios continuos en la expansión norteamericana hacia el Oeste, uno de los personajes dice que nunca se irá de esa tierra por la sencilla razón de que la tierra y su cielo están llenos de fantasmas y espíritus que nunca se fueron, y que esos fantasmas y espíritus le reclaman.  Podemos desechar tal noción como un ejemplo más de realismo mágico, apto para primitivos y subdesarrollados, pero también podemos pensar que todo sentimiento de nación es en el fondo una relación con los muertos, con la sobrevida de los muertos cuya existencia ha pasado a ti, sin que la hubieras pedido pero de la que eres directamente responsable.  De esa responsabilidad—una responsabilidad hacia los muertos que se proyecta necesariamente hacia vidas futuras, por las que los muertos se preocupan justamente en tanto fantasmas y espíritus—nace una pasión política nacional, puesto que mis muertos entrelazan sus vidas con las de muchos otros muertos cuya experiencia histórica fue compartida, para bien o para mal.  Si para bien puede cuidarse el legado y si para mal convendrá pedir cuentas.  Ese es el sentimiento de nación, que por supuesto no excluye sino que incluye simpatía y solidaridad hacia otros sentimientos similares, que la infrapolítica puede aceptar, a mi juicio.

Si nadie es más que nadie, nadie tiene legitimidad de dominación.  Nadie, en democracia, está legitimado para vivir de la dominación o subordinación de otros.  Ocurre, por supuesto, pero no ocurre legítimamente.  En algo tan sencillo como eso se liquida la aspiración nacionalista a favor de un sentimiento político de nación.  El nacionalismo no es otra cosa que la proyección fetichista y compensatoria del sentimiento de nación a favor del imperativo de dominación y control.  El nacionalismo demanda o, si tiene éxito y logra hegemonía, establece la dominación de unos sobre otros sobre una legitimidad bastarda e impostada, siempre bastarda e impostada en la precisa medida en que busca dominación.  Revienta el sentimiento de nación como afecto por las generaciones enterradas y su semilla futura a favor de una hipóstasis de poder excluyente basado en el privilegio de pertenencia, que para ser privilegio debe ser negado a otros.  Pero cualquier constitución nacional en democracia es siempre existencial antes que política, es el precipitado de las voces y acciones de los muertos—la ley no es sino la palabra de los muertos.  Sobre esa base hay civismo democrático, cuyo imperativo es la disminución de la violencia como relación entre personas.  Solo en el ámbito de una violencia menor es posible vivir infrapolíticamente, lo cual quiere decir en primer lugar: vivir sin estar secuestrado ni por la dominación ni por la pretensión de dominio. 

Sin duda es fácil—desde luego, no tan difícil–extrapolar desde todo esto al ámbito directamente político.  Pero hace falta querer hacerlo. 

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