
Me parece que hay muchos que están, respecto de Giorgio Agamben y sus posiciones sobre la política gubernamental generalizada en torno a la pandemia, en la posición de la muchacha griega que se reía de Tales de Mileto porque se cayó a un hoyo por mirar el cielo. Sí, todos somos, como Tales, un poco idiotas cuando llega el momento, pero quizá no convenga reírse tanto. Lo que quiero decir merecería y merece más trabajo que el que ahora tengo ocasión de dedicarle, pero quiero redactar esta nota como recordatorio futuro. Lo hago después de leer varios textos y entrevistas con Agamben, pero también después de haber leído el cuidadoso texto de Sergio Villalobos-Ruminott respecto a la polémica que esos textos y entrevistas inician (https://infrapolitica.com/2020/04/23/el-affaire-agamben/). Sobre todo lo hago porque, en esta última semana del curso, acabo de leer y discutir con mis estudiantes el par de capítulos que José Luis Villacañas le dedica a la Inquisición española en su libro Imperiofilia (Madrid, 2019). Remitiéndose a trabajos suyos anteriores, Villacañas expone que el “partido fernandino,” esto es, los partidarios de Fernando de Aragón, lograron estabilizar un poder monárquico cuya función política negativa más importante fue destruir el poder de las ciudades españolas y desmantelar su control fiscal para apropiarse de él, y que la Inquisición fue el instrumento idóneo para ello, puesto que los conversos eran sus élites políticas y en muchos casos económicas. Y entonces dice Villacañas (perdón por la larga cita, pero creo que está ampliamente justificada): “Dada la práctica posible de la delación, el miedo a ser investigado por cualquier vecino rompió todo vínculo comunitario real. Ese miedo particular a un tribunal de Estado cuyos agentes eran los mismos vecinos—los famosos familiares—es el tipo de sentimiento que no puede fundar comunidad. Al contrario, el Tribunal solo podía funcionar quebrando vínculos comunitarios previos y, cuanto más cercanos fueran, más oportunidades daban para fundamentar la denuncia. La desconfianza se impuso por doquier. De este modo, el Tribunal solo producía cristianos nuevos discriminados y señalados, y dejaba el resto bajo el manto de una cristiandad vieja que siempre era provisional y que seguiría siéndolo en la medida en que no fuera investigada. Todos eran en el fondo todavía no cristianos nuevos. Así se extremó la fidelidad a un rito externo que nunca en el fondo protegía ante la realidad ancestral de la sangre, siempre discutible, pues dependía de lo lejos que se llevase la investigación. Podemos llamar a esta que forjó la Inquisición una comunidad negativa, pues solo identifica al que sale fuera de ella. Los demás se mantienen implícitos e inseguros. Lo que sale a la luz y se destaca es siempre su fractura y sus consecuencias: confiscación, mancha perenne, ciudadanía de segunda, discriminación y el miedo que reverbera en todos los demás, que se saben investigables, dado el largo proceso de enlaces interraciales matrimoniales previos. Aunque todos se reúnan en la iglesia, o en el auto de fe, nadie se sabe completamente libre de estar en el otro lado. Todos se aferrarán con tanta más fuerza al rito público cuanto más teman ser mirados por el Tribunal y separados de aquel. Lo que unía en todos los casos no era la confianza recíproca, sino el no ser mirado” (Villacañas, Imperiofilia, 161).
La “comunidad negativa” está marcada por una pertenencia precaria y absolutamente interrumpible, y por lo tanto absolutamente deseable, y a la vez está constituida, paradójicamente, por aquellos que salen de ella y entran en el afuera inquisitorial, que viene a ser también, por lo mismo, la interioridad más íntima en todos los casos. Esta comunidad contradictoria es como aquella figura que, por ser una figura aporética, sin afuera y sin adentro, era la mejor representación de ciertas fuerzas del inconsciente que le gustaba invocar a Lacan: invivible, pero condición de vida. El viejo historiador de Pennsylvania Henry Charles Lea decía que, bajo la Inquisición, nadie podía ya existir excepto en la sombra del terror. El país entero quedó sumido en la sombra del terror, que no por potencial era menos terror en la medida en que el terror siempre es potencial y nunca encuentra estásis. En cuanto a Agamben, podemos pensar que su reducción de la posición del humano en el presente a homo sacer o vida desnuda es excesiva, en tanto no somos todavía sujetos de vida desnuda, igual que un converso toledano no caía bajo la Inquisición hasta que caía bajo la Inquisición. Pero lo que cabalmente propone Agamben, como Villacañas para la comunidad de los cristianos viejos que “todavía no” habían perdido su calificación, es que la vida desnuda es el sentido tendencial o potencial de la vida en nuestro horizonte civilizatorio. Desde ese punto de vista no sería tan descabellado proponer que nuestras comunidades son igualmente comunidades negativas. Si es posible que la reducción de la vida de cada cual a vida desnuda sea el horizonte biopolítico fundamental de nuestro tiempo, y si es posible por lo tanto, como propone Agamben, que en cada uno de nosotros haya siempre un homo sacer latente, listo para ser ejecutado sin asesinato ni sacrificio, listo para pasar a disposición de la autoridad pertinente, política o médica o laboral, no debería sorprender que el elemento político dominante en nuestro mundo sea negativo y contracomunitario. Igual que la Inquisición en España produjo una comunidad social negativa y aterrada, también las tendencias civilizatorias descritas por Agamben la producen y la vienen produciendo. Eso es lo que él señala, y quizá lo que produce mayor irritación en sus palabras, en estos momentos de la pandemia. Su preocupación—quizá monotemática y en ese sentido sujeta a la risa de la muchacha de Mileto–es que las actitudes gubernamentales generales son parte de esa lógica y no una excepción a esa lógica. No es tan fácil discutirlo, pues no será fácil acertar a formular una solución al problema ni improvisar un cambio civilizatorio inmediato.
La estructura inquisitorial causó un colapso de toda posibilidad política en España durante siglos–había un poder dentro del Estado, un poder intocable, que era superior al Estado mismo, y con respecto de él no había emancipación predecible. De la misma forma la estructura homo sacer tiene esa potencialidad de producir colapso político y comunidad negativa: si somos solo en la medida en que no somos vida desnuda, y así vivimos en el resto que hay entre nosotros y nuestro abismo como vida desnuda, en el que nunca querríamos caer, es fácil que nuestras ideas de comunidad no sean más que la deseable impugnación imaginaria de tal estructura existencial. No es solo comunidad negativa la que se organiza condicionada por la potencialidad reductiva del homo sacer biopolítico, sino que también las soluciones o reacciones comunitarias solo a medias pensadas y solo a medias concebidas acaban siendo igualmente contracomunitarias o dando origen a comunidades perversas (nacionalismos, sectas, ideologización radical). Esto es a mi juicio importante y muy valioso y hay que agradecérselo al pensamiento de Agamben.
La otra cuestión que a mí me preocupa cuando le leo es que su solución a todo ello, en cuanto solución política, no me parece todavía persuasiva. A mi juicio se hace necesario someter a Agamben a un pequeño ajuste de los que a él le gustan (recuerden que admira mucho el “pequeño ajuste” de Benjamin con alguna fábula de Scholem o de Kafka o de ambos). Y ese ajuste es que, si somos solo en la medida en que no somos vida desnuda, ese ser debe atenerse, para ser propiamente, no a una inversión de la comunidad negativa en positividad imposible o gloriosa, no al juego de la inversión contracomunitaria hacia la animalidad del fin de la historia, sino más bien al logro de una exterioridad radical, ni inquisitorial ni biopolítica, con respecto del mundo socio-político contemporáneo, y tanto más radicalmente cuanto más totalitario sea este último. Y esa exterioridad es ejercicio infrapolítico, y acaba constituyéndose, por poco que se piense, como condición de toda política que no sea meramente la inversión de lo que hay, y así, por ende, todavía parte de lo mismo. No hay emancipación por ese lado. No es, por lo tanto, diría yo, ni la soberanía ni la violencia ni el poder lo que más preocupa a Agamben (o si lo es lo es solo en la medida en que trata de hurtarse a todo ello), sino cabalmente todo lo contrario.