Estas breves notas (debo limitarme a veinte minutos) no quieren ser la expresión de un desacuerdo con Jorge Alemán, sino que son más bien resultado de mi fascinación con su trabajo, con su articulación especial de postmarxismo, heideggerianismo y freudo-lacanismo. Espero que lo que sigue pueda escucharse como un homenaje crítico, aunque breve, en el que lo que está en juego para mí es establecer la posibilidad de un diálogo revisable y sostenido. Como se sabe, Jorge Alemán es un importante intelectual kirschnerista que también tiene un papel significativo en la teorización del momento de Podemos en España. Su importancia es para mí muy precisa: su uso concreto de las tres grandes tradiciones intelectuales ya mencionadas supone potencialmente una gran renovación de la izquierda. En ese sentido busco indagar con él, y no contra él.
Hacia el final de En la frontera. Sujeto y capitalismo (2014), Alemán ofrece una descripción abreviada de su proyecto intelectual y existencial: “el discurso analítico puede contribuir destacando qué aspectos estructurales en la constitución de la existencia hablante, sexuada y mortal no son susceptibles, por razones ontológicas, de ser absorbidos por el movimiento circular e ilimitado del Capital” (124-25). Eso que escapa al discurso capitalista, y que en la clínica lacaniana puede referir a la misteriosa instancia conocida como “el sujeto del inconsciente,” es por supuesto la promesa de un comienzo otro, una vez abandonada la creencia en una lógica de la historia que llevaría al capitalismo a su propia disolución inmanente. Alemán revisa postulados hegeliano-marxistas tradicionales, con los que rompe a favor de una articulación postmarxista generalmente laclauiana. Su apuesta por el discurso analítico contra el discurso capitalista es una apuesta en el límite, una apuesta radical a favor de otro comienzo histórico (aunque creo que Laclau no le hubiera acompañado en esa dirección). Muchos querrán cuestionar esto como meramente ilusorio—querrán cuestionar la noción de que es factible implementar políticamente un comienzo otro que rompa con coordenadas históricas a las que no es fácil de entrada verles salida alguna. Alemán relee la plusvalía marxiana desde el plus-de-goce lacaniano y el inconsciente freudiano desde la subversión del sujeto en Heidegger y en Lacan para establecer una apuesta política que pide la suspensión del principio de equivalencia, que es el principio desde el cual el capital produce subjetividad. En esa suspensión de la lógica principial equivalencial Alemán puede permitirse la pre-dicción de una salida que es al mismo tiempo una salida del capitalismo y también una salida de la metafísica. Son palabras mayores.
Alemán dice que esa salida, ese comienzo de salida, esa extrema posibilidad en nuestro mundo, tendría que ser entendido como “otro discurso del amo” (121), en donde el amo sería el inconsciente o bien la filosofía misma, ahora homologadas ambas instancias. Ahora bien, ¿quién ancla este nuevo discurso del amo que ya no es el discurso del mercado? ¿En qué cuerpos se manifiesta? Para Alemán la respuesta es rotundamente clara: la hegemonía, en su versión laclauiana, o más bien en la versión que da Alemàn de la versión laclauiana. Esto es crucial. La hegemonía es para Alemán la configuración aporética e imposible de una soledad y de una comunalidad que, al articularse, subvierten al sujeto de la voluntad de poder, al sujeto moderno, al sujeto cartesiano-hegeliano-nietzscheano que se sienta en el centro del discurso capitalista o que más bien constituye al discurso capitalista en cuanto tal. Dice Alemán: “el discurso del amo puede ser interpretado como el concepto de hegemonía de Laclau. Y ello porque si . . . no existe una voluntad colectiva a priori, ni un pueblo que ya esté constituido en su campo y en su ser, solamente la hegemonía, cuando aparece, permite la traducción, retroactivamente, a una voluntad colectiva” (En la frontera 121).
Prestemos atención a eso. La hegemonía es solo lo que queda, es el resto de una enorme conflagración histórica, es el precipitado ruinoso de los grandes edificios metafísicos de la modernidad. La hegemonía no es sino la articulación precaria y contingente de un conjunto de demandas singulares o particulares que se vinculan en cadena de equivalencias—la cosa no es muy prometedora, pero, piensa Alemán, es lo único que todavía guarda promesa. Del colapso de las categorías modernas solo nos queda—es nuestra herencia civilizacional—la hegemonía en toda su inestabilidad precaria y cambiante. La hegemonía tiene la capacidad de oponerse a la dominación porque articula singularidades múltiples en su misma demanda común contra la dominación. Es en este sentido que, para Alemán leyendo a Laclau, la articulación de singularidades múltiples es lo primario y lo irrenunciable, nunca cesa en la medida en que la hegemonía es la articulación misma, y nunca, por definición, puede alcanzar el punto de identificación con un líder, puesto que la hegemonía trasciende toda figura de líder. Esta es la versión de Alemán de una posible nueva simbolización igualitaria—la articulación de demandas heterogéneas y singulares en el común de su singularidad misma–, que solo la izquierda podría conseguir en su búsqueda material de una salida del discurso capitalista contra todo “sueño nostálgico y conservador de un retorno al padre simbólico” (En la frontera 107).
Pero aquí está, a mi juicio, el problema: Del hecho de que una praxis política dada—digamos, el juego de la articulación hegemónica, esto es, el juego de la articulación equivalencial de cadenas de demandas—pueda, tenga la posibilidad, de crear un nuevo vínculo social o de moverse hacia crear un nuevo vínculo social no se desprende necesariamente que vaya a darse así. Si la hegemonía es lo último que nos queda, no hay garantía alguna de que ese resto en cenizas vaya a producir una nueva configuración histórica; no hay garantía alguna de que no revierta, cada vez, a una catexis patética en la función del líder. Sí, la teoría de la hegemonía, en la teorización de Laclau, afirma que toda articulación hegemónica es siempre puntual y contingente, finita, nunca dada de antemano, nunca eterna, radicalmente abierta, y solo sostenida y sostenible en su inversión de goce, que depende de la articulación de singularidades sociales. El resultado es que el vínculo social es precario y siempre parcial. Pero esa precariedad no garantiza, o garantiza menos que nunca, que el mismo proceso hegemónico, en virtud de su precariedad misma, no se mueva hacia la articulación de una conversión que suture la singularidad a la equivalencia de la forma más brutal y menos sutil posible. ¿No es esa la política real? ¿Cuándo hemos visto otra cosa? La articulación precaria de cadenas de demanda equivalenciales no constituye defensa contra lo que yo a veces veo como inevitable y sempiterna reaserción del principio general de equivalencia en la teoría de la hegemonía—la equivalencia se impone una vez más contra la singularidad, porque así son las cosas políticamente dadas. Incluso cabría decir, de forma más pesimista o más realista: la capacidad articulatoria de la singularidad es solo el fundamento de su cierre equivalencial. Tenemos ejemplos de ello por todas partes en España hoy, y los hemos tenido recientemente en muchos lugares de América Latina.
El libro de Alemán Soledad: Común. Políticas en Lacan (2012) ofrece una idea de lo común que me interesa por su vinculación a lo que yo llamaría destrucción infrapolítica de facticidad. No es la noción convencional, es decir, la noción que ha venido a ocupar un cómodo lugar en el pensamiento contemporáneo. Alemán invierte sus valencias. En la primera nota a pie de página de Soledad: Común lo vincula a la noción lacaniana de sínthoma. Quiere moverse a establecer que lo común no tiene nada que ver con un fundamento que pueda ser compartido por una colectividad dada, mucho menos por ninguna universalidad: “El Común es la imposibilidad de la relación que impone que se responda a dicha imposibilidad con la invención de un suplemento constituido por el vínculo social” (25). La singularidad sola es lo común, lo común es lo singular, en la medida justa en que lo singular es lo común. Dado que no hay relación de comunidad, el vínculo social tiene que aparecer como suplemento, igual que el amor es el suplemento que compensa ante la inexistencia de relación sexual y, podríamos decir, la poesía es la solución supuesta a la ausencia de metalenguaje. Está claro entonces: para Alemán la hegemonía organiza la única posibilidad política, la única posibilidad de construcción colectiva de mundo, a partir de la ausencia de relación comunitaria. Por eso la hegemonía otorga ya la única posibilidad de política de izquierdas, en el supuesto, un tanto iluso, diría yo, de que la derecha no necesita construcción hegemónica alguna pues está totalmente del lado del discurso capitalista y de su producción específica de subjetividad. En la izquierda es solo lo precario de su articulación lo que le da una posibilidad otra, una posibilidad de apuesta libre a favor de un comienzo otro, que a veces Alemán llama “proyecto.” Aquí está la definición:
Lalengua carece de puntos de anclaje que garanticen su significación. Así se puede entender que esta Lalengua que se habla sea más “originaria” que el lenguaje, pues la misma surge del encuentro traumático entre la masa corporal del ser vivo y los signos que lo capturan. Si bien Lalengua alcanza a todos, como el germen, el parásito, el equívoco que afecta a la vida del ser hablante, se reinventa en cada uno de un modo singular, bajo la modalidad del sínthoma. No hay forma de habitar Lalengua si no es a través del sínthoma que singulariza a cada uno. El sínthoma es el modo singular en que en cada uno se cifra Lalengua, constituyendo una dimensión “incurable” de la vida, a diferencia del síntoma freudiano que puede remitir en la interpretación-construcción de la cura. . . . el sínthoma es el sostén de la existencia hablante, sexuada y mortal. Su vocación insondable. Este sostén sinthomático es la materia con la que se puede, eventualmente, construir un “proyecto.” (Soledad: Común 16-17)
Se trata entonces, y hay mucho de fascinante en ello, de establecer una posibilidad política que sea en cada caso la puesta en común del sínthoma—es aquí donde cobra sentido la eventual insistencia de Alemán sobre el hecho de que su política no es una política del sujeto en el sentido tradicional, sino que es en todo caso una política del sínthoma, recalificable en cuanto tal como política del sujeto del inconsciente. El sínthoma es el vínculo entre una soledad radicalmente no-equivalencial y el hecho desnudo de que tal soledad es común, lo más común, lo que se comparte en la separación misma. El sínthoma es una estructura de separación común a todos, y no hay comunidad que no quede siempre hecha y deshecha en la radicalidad de la estructura sinthómica. Por eso, si hay un comunismo para Alemán, es el comunismo de la soledad.
Alemán insiste en llamarlo política hegemónica, usando el término de forma un tanto descaradamente sui generis, no atendiendo al hecho de que la hegemonía en su constitución política misma—esto es, en el uso necesario de la articulación hegemónica equivalencial a favor de una práctica que ya no es articulatoria, sino antagonista con respecto de un adversario que es, por definición, todo aquel que rehúse sumarse a la cadena equivalencial, o que ponga reparos a ella–es ya de antemano voluntad de borrar el conflicto, tanto externa como internamente, y por eso siempre se constituye como violencia mayor. En una situación de hegemonía consolidada hay siempre un horror–horror hegemónico, kataplexis–silencioso o acallado: el de los que están fuera de la sumisión al consenso. Algo tan básico como eso–que la democracia nunca puede medirse como dominio de la mayoría–es lo que el énfasis en hegemonía olvida. Para malcitar un énfasis de María Zambrano, toda hegemonía es ya siempre de antemano humillación de lo real.
A mí me gustaría reenmarcar la propuesta de Alemán para una política hegemónica en la dirección de una infrapolítica posthegemónica, que no ignora la política, sino que la situa cabalmente contra el trasfondo sinthómico de un rechazo radical de toda comunión. El intento formalizador de Ernesto Laclau–su teoría de la hegemonía como descriptora de la lógica política–funciona mejor que el de tantos otros o el de ningún otro. Nadie, quizás, puede mejorar el poder articulador del espacio político de las descripciones laclauianas. Lo que pasa es que Laclau, describiendo la política mejor que nadie, expone también su miseria radical. La infrapolítica reconoce la miseria de la política y quiere recortarla en la renuncia posthegemónica. Jorge Alemán, por ejemplo, no quiere reconocer esa miseria, prefiere mantenerse en su mera represión o denegación, como si bastara con soplar el polvo debajo de la alfombra. Para Alemán, el sujeto de la hegemonía—y hay siempre producción de sujeto hegemónico, y no es el sujeto del inconsciente, sino que es más bien el sujeto sometido de la interpelación althusseriana—es la figura “política” destinada a suspender el principio general de equivalencia y a poner en marcha un comienzo histórico alternativo, que para Alemán se define como un paso más allá del discurso capitalista. Asi, para Alemán, como ha dicho repetidas veces, la hegemonía permite una conversión sostenida de la “masa” en el “pueblo” (Horizontes 70), y no duda en afirmar que la hegemonía destruye la política del afecto propia de la política de masas a favor de una política del goce que puede otorgarle algo así como felicidad a un sujeto sinthómico del inconsciente. Pero ignora—no lo ignora, sino que no lo tematiza—que toda articulación hegemónica consolidada usará del afecto de la masa para garantizar un cierre comunitario efectivo. Uno puede estar perfectamente de acuerdo en que la entrada en una dimensión colectiva y propiamente política desde lo que no es intercambiable como mercancía, desde la más radical singularidad o agalma del sujeto, es condición de la política transformadora y emancipadora sin creer necesariamente que baste pronunciarse a favor de populismos hegemonizantes para entrar en la dimensión realmente transformadora de lo político. Como ha mostrado con gran cuidado y precisión Nora Merlin en un libro que merece análisis sostenido, es posible “diferenciar la construcción populista . . . de la organización de masas” (Populismo 14), pero no es tan fácil garantizar que lo primero no esté siempre amenazado por su degeneración hacia lo segundo. Así, está muy lejos de bastar, y supone más bien un acto políticamente ligero, decir: “La ‘hegemonía populista’ es el nombre que se le da al movimiento histórico capaz de asumir el antagonismo constitutivo de lo social” y así “una voluntad colectiva transformadora de la institucionalidad vigente” (Horizontes 25). Excepto si “transformar la institucionalidad vigente” supone simplemente eso, destruir y cambiar, sin mayor orientación emancipadora.
A mí me parece que esto tiene más sintonía con la idea general de una izquierda lacaniana, por la que Alemán tanto ha luchado. Es una propuesta posthegemónica porque rehúsa ceder en sumisión a todo cierre articulatorio hegemónico, y es infrapolítica porque encuentra su punto de apoyo en esa decisión pasiva que es en cada caso la singularidad sinthómica, más allá de toda finalidad, de toda pregunta, más allá de cualquier resurrección de lo simbólico, pero también atenta en expectativa abierta al suplemento de la felicidad política, solo entendible, efectivamente, como puesta en común de cada singularidad.
Alberto Moreiras
Texas A&M University
Obras citadas
Alemán, Jorge. En la frontera. Sujeto y capitalismo. Conversaciones con María Victoria Gimbel.
Barcelona: Gedisa, 2014.
—. Horizontes neoliberales en la subjetividad. Buenos Aires: Grama, 2016.
—. Soledad: Común. Políticas en Lacan. Buenos Aires: Capital intelectual, 2012.
Merlin, Nora. Populismo y psicoanálisis. Buenos Aires: Letra viva, 2015.