Plomo hegemónico en las alas, II. Hegemonía y kataplexis. Borrador de ponencia para conferencia “All’ombra del Leviatano: tra biopolitica e posegemonía” (Universitá Roma Tre, mayo 2017). Por Alberto Moreiras.

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Hegemonía y kataplexis

La lectura del muy reciente libro de Perry Anderson, The H-Word. The Peripeteia of Hegemony (Londres: Verso, 2017), puede, quizás paradójicamente, servir para introducir la discusión sobre posthegemonía que me gustaría plantear aquí con la mayor claridad y sencillez posible. No quiero meterme en demasiadas complicaciones, aunque las hay, sino tratar de exponer algo así como las condiciones básicas de la noción, y quizás todo acabe siendo o pareciendo demasiado modesto por el momento. Pero hay ya demasiados malentendidos sobre posthegemonía, y quiero dedicar el poco tiempo disponible a deshacerlos o prevenirlos, aunque naturalmente lo haré solo desde mi perspectiva personal, sin la más mínima intención de hablar en representación de nadie que también haya usado o quiera usar el término a su manera. Convendrá entonces tratar de trazar los rasgos mínimos de mi propia inversión en él. (Y me gustaría también explicitar lo que yo entiendo que es sintonía implícita con las tesis centrales de Contro il potere, de Giacomo Marramao [2012], y me gustaría explorar las relaciones de todo ello con lo que dice Mario Tronti en Dall’estremo possibile [2012] y Per la critica del presente [2013] y lo que dice Roberto Esposito en Le persone e le cose [2014] y Da fuori. Una filosofia per l’Europa [2016].)

Lo haré remitiéndome a la última página del libro de Anderson en primer lugar. El interés fundamental de Anderson en su estudio es de carácter geopolítico, y presta mayor atención, no a la versión gramsciana de la teoría de la hegemonía, aunque también, sino a la historia de los usos del término en la literatura del campo intelectual de relaciones internacionales desde los años treinta, y en especial a partir de la Segunda Guerra Mundial. No será ninguna sorpresa que, en esa historia, analistas norteamericanos o norteamericanistas acaben primando. El interés de Anderson, en otras palabras, es analizar la historia de la percepción del modo de poder norteamericano en sus relaciones internacionales hasta el presente.   Y conviene decir–porque, ya se verá, tal giro es significativo para entender qué puede querer decirse con “posthegemonía”–que “hegemonía,” que en sus orígenes griegos trataba ya de distinguirse, sin poder del todo reducir cierta ambigüedad, de la palabra más claramente remitida al mando, la arkhé, termina en nuestros días, y en lo que se refiere al poder hegemónico norteamericano, en la indisoluble ambigüedad de su cercanía a la noción de “imperio.” Es pertinente por lo tanto que el libro de Anderson termine invocando un famoso fragmento de Diodoro Sículo. El fragmento dice: “Los que quieren conseguir hegemonía la adquieren con valor e inteligencia (andreia kai sunesis), la aumentan con moderación y benevolencia (epieikeia kai philanthropoia), y la mantienen con miedo y terror paralizante (phobos kai kataplexis)” (Diodoro Sículo, citado por Anderson, 182). Kataplexis, que Anderson traduce por terror paralizante, es, dice Anderson, la “última palabra” de la hegemonía, ciertamente la última palabra de la “guerra con el terror,” de la “guerra como terror, sin frontera ni final” (183).

Podrá no parecer particularmente intuitiva esta asociación de hegemonía y kataplexis. Al fin y al cabo, muchos de los que hoy conocemos como fervientes defensores de la noción de hegemonía en la tradición marxiana o postmarxiana, de Antonio Gramsci a Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, la negarían o harían lo posible por evitarla. La hegemonía se supone que es todo lo contrario del terror, es más bien mando o gobierno por persuasión y consentimiento, servidumbre o sometimiento voluntario, y que en cuanto voluntario no sufre la ansiedad del terror.   La hegemonía es hoy quizá, en su giro contrahegemónico, la palabra fundamental de la izquierda, o por lo menos lo es en la izquierda latinoamericana no menos que en la izquierda española, representada ante todo por Podemos.   Y me pregunto qué hará o haría esa izquierda si fuera forzada a reconocer que la noción de hegemonía no puede enjuagarse de su vinculación con una forma de mando que, en relaciones intraestatales, tiene una relación no ignorable con la autoridad despótica, del mismo modo que, en la historia que cuenta Anderson, en las relaciones interestatales aparece sometida a su última verdad en la kataplexis de la guerra como terror o del terror como guerra. Volveré a ello.

Orígenes del término

Para mí la noción de posthegemonía remite a ciertas discusiones y lecturas de mediados de los años 90, todas ellas condicionadas o determinadas por mi calidad de miembro, durante dos o tres años, del Grupo de Estudios Subalternos Latinoamericanos.   Este último fue por supuesto una derivación del trabajo hecho anteriormente por un colectivo hindú, fundado por el historiador bengalí Ranajit Guha en la Universidad de Sussex a finales de la década de los 70, de inspiración directamente gramsciana, si bien en abierta ruptura con la ortodoxia comunista de la época.   Anderson cuenta que, desde finales de los ochenta, en el grupo hindú “bajo el impacto del postestructuralismo, hubo un giro creciente hacia construcciones discursivas de poder y hacia determinantes culturales más que materiales de la conciencia y de la acción” (100). Esa es la herencia que recibe el grupo latinoamericanista, que empieza su andadura unos años antes de que yo me acercase a él.   Pero Anderson cifra demasiadas cosas en su frase “bajo el impacto del postestructuralismo.”

Es verdad que, en ambientes académicos, el postestructuralismo era dominante en los 90, pero hay que entender contra qué era dominante, esto es, qué era lo que el postestructuralismo estaba dejando atrás específicamente en su vinculación a los “estudios subalternos.”   De entrada, desde luego, el marxismo en sus versiones ortodoxas, pero también en otras versiones no tan ortodoxas históricamente, pero institucionalmente importantes en la década anterior, como el eurocomunismo, que llevaba ya unos catorce años mordiendo descarnadamente el polvo en medio del colapso efectivo de los partidos comunistas de casi todos los países occidentales antes y después de la caída del Muro de Berlín y de la disolución del imperio soviético.   Solo ciertos marxismos—los inspirados por el operaismo italiano, marxismos en cierto sentido postdialécticos representados por pensadores como Mario Tronti y Antonio Negri, o el marxismo abiertamente culturalista y antipolítico de Fredric Jameson—retenían un cierto prestigio, a los que se sumarían unos años después los marxismos en general sui generis de personajes como Slavoj Zizek o Alain Badiou, Etienne Balibar o Jacques Ranciére, que permitieron un rescate parcial y sesgado del althusserianismo, que desde luego fue todavía poco importante para los subalternistas hindúes.   La tradición de la Escuela de Birmingham, sobre todo a partir de Raymond Williams y Stuart Hall, se mantenía y fue ampliamente influyente en el desarrollo de los estudios culturales, que pronto pasó a ser dominada, sin embargo, por un postmarxismo postcolonial vinculable a figuras como la de Homi Bhabha.

Los subalternistas hindúes no eran ajenos a estas influencias y a este estado de cosas, y muchos se debatían entre un marxismo residual y un postmarxismo emergente que, efectivamente, derivó en muchos casos hacia un culturalismo muy inspirado en las llamadas “políticas de la identidad,” que se hicieron muy fuertes en la maltrecha tradición de izquierdas de las universidades anglosajonas, y que desde luego habían infectado radicalmente al postcolonialismo de la época. Cuando llega la hora de su adopción en el campo académico de estudios latinoamericanos, abundan las mismas ambigüedades, pero necesariamente acentuadas porque, en el caso del latinoamericanismo, además del marxismo residual, ahora rebotado de numerosos fracasos políticos en América Central y en la frustración de sus intentos revolucionarios, prevalecía sobre todo un fuerte identitarismo endémico. El acercamiento latinoamericanista al subalternismo hindú fue identitario de entrada, por lo tanto radicalmente culturalista de entrada, y desde luego muy poco escorado hacia lo que Anderson entendía como el estudio de “determinantes materiales de la conciencia y la acción,” excepto en un sentido genérico y más bien banal.  Y eso significaba que fue mal asunto entrar en relación vital o profesional con todo ello para algunos de nosotros, ciertamente para mí, por razones muy puntuales: mi formación no era marxista, porque yo tenía y tengo por el marxismo un interés respetuoso pero distante, y no comparto con él ni su ontología produccionista ni su subjetivismo antropológico ni su filosofía de la historia; mi interés por el culturalismo, en cualquiera de sus versiones, era mínimo; y mi relación con las pretensiones identitarias camufladas como acción política claramente escéptica o incluso antagonista en cada caso. Las tensiones vendrían enseguida.

Cuando se produce la confrontación intelectual intergeneracional inevitable, en 1998, el grupo subalternista latinoamericanista se escinde en tres partes: una de ellas, marxista culturalista; la segunda, identitaria postcolonial; y una tercera que tarda algún tiempo en encontrar su nombre, y que lo encuentra en medio de desacuerdos e incomodidades varias: el subalternismo posthegemónico, que entendía sobre todo que ningún culturalismo podría satisfacerle.   Pero el grupo no sobrevive a esta escisión, y se puede decir que desde 1998 no hay subalternismo latinoamericanista propiamente dicho. Yo creo que la necesidad de identificar esa facción disidente del subalternismo de los más veteranos del grupo como “posthegemonía”—una identificación que no es unánime, desde luego—está directamente relacionada con dos influencias intelectuales dominantes que dan, por su parte, origen a dos formas diversas de entender la posthegemonía: la primera, la influencia de Antonio Negri y el operaísmo italiano, que marcará el acercamiento a la posthegemonía de Jon Beasley-Murray en particular; y la segunda, la influencia de la deconstrucción derrideana, a la que me voy a ceñir en los comentarios que siguen, pues fue y es mi tendencia.   No es necesario quizá repetir que la posthegemonía, en cualquiera de esas dos tendencias, dejó de considerarse subalternista en y a través del proceso mismo de ruptura con un subalternismo que no remitía solo a los mayores latinoamericanistas, sino que pasó también por un proceso crítico en relación con la obra de los hindúes, incluyendo a Guha, pero extensible a Dipesh Chakrabarty, a Gyan Prakash y a Partha Chatterjee entre otros.

Todavía no he mencionado la influencia de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, a quienes leíamos con asiduidad por entonces pero nunca de manera totalmente entusiasta: nos parecía que en los esquemas teóricos de Laclau y Mouffe había mucho que aprender pero también algo decisivo que criticar, y precisamente en el intento de deslindar sendas dimensiones—lo aceptable y lo criticable—fue precipitándose con el tiempo la necesidad de tomar distancias respecto del concepto maestro de hegemonía, también ampliamente estudiado por Guha de forma para nosotros iluminadora, pero poco persuasiva. Podíamos algunos de nosotros aceptar que la teoría de la hegemonía, en sus versiones guhiana o laclauiana, sirviera para entender procesos históricos de formaciones de poder de forma más o menos exacta, pero, si la teoría de la hegemonía había de acabar proponiendo que la solución política en general pasaba por la construcción de cadenas articulatorias de demandas identitarias contrahegemónicas bajo un líder en función de significante vacío, esa no era una solución que nos interesase mayormente. Parecía condenarnos a lo que analíticamente nos molestaba, que era el privilegio absoluto de la demanda identitaria. Y parecía condenarnos a lo que políticamente nos parecía intolerable, que era el proceso infinito de la espera por el líder, por la aparición o incluso por la creación de un líder cuyo carisma habría de ser garantizado o inventado y sostenido como demanda misma de la teoría.

Debo añadir, sin embargo, que, al menos en mi caso, la noción de posthegemonía no tenía la pretensión inicial de convertirse en un concepto político—mi interés no era oponerle ninguna teoría de la posthegemonía a la ya formalizada teoría laclauiana de la hegemonía, por ejemplo. La posthegemonía era y es para mí sobre todo una categoría analítica cuya función disolvente debería dirigirse en primer lugar a las pretensiones de todo poder, que la teoría de la hegemonía tendía a definir como poder siempre ya identitario.   La posthegemonía fue inicialmente para mí, y quizá nunca ha dejado de serlo, una herramienta de deconstrucción, una noción que permitía seguir en el texto político, o en el texto político-cultural, operaciones de lectura ya intentadas previamente con respecto de otro tipo de textos, como los literarios por ejemplo. Así, la posthegemonía era un recurso crítico frente a cualquier instancia legitimante del poder y de la dominación.   Si la hegemonía en cualquier formación político-discursiva remitía, siempre en cada caso, a un principio hegemónico explícito o implícito, y si alrededor de ese principio hegemónico podía consolidarse una ideología cuya función era necesariamente el sostenimiento del poder en la subalternización inmediata de cualquier afuera ideológico, la posthegemonía resistía críticamente el proceso subalternizante—invertía el signo de la construcción equivalencial desde lo que Laclau llamaba su “afuera constitutivo,” cuyo lema venía dado por una conocida frase de Gayatri Spivak que nos gustaba citar. Si, para Spivak, la posición subalterna era estructuralmente, y en cuanto tal, la posición no narrativizada ni narrativizable en ninguna lógica del poder, excluida de las narrativas del poder, la posthegemonía se preguntaba si era posible extraer energía política desde la exclusión misma, desde la desnarrativización o la prenarrativización, es decir, desde una hibridez salvaje e innominada y siempre previa a la construcción del sujeto de la demanda identitaria—buscaba así darle dignidad a los vectores políticos subalternos en la precisa medida en que no habían entrado en procesos de formación de subjetividad articulatoria y siempre por lo tanto hegemonizante.

Hegemonía y democracia

En ese sentido no dudaré ahora en calificar el libro de Perry Anderson, The H-Word, como un libro decisivamente posthegemónico, estructurado como está en torno a la peligrosa ambigüedad, sostenida en toda la historia del concepto de diversas maneras, y a veces denegada, entre hegemonía e imperio (cuyo corolario es la kataplexis). Que la hegemonía sea siempre ya pensamiento de la dominación no debería sorprender—sorprende más que la piedad izquierdista haya llevado a pensar que puede postularse una hegemonía sin dominación, o que se haya tratado en algunos casos de denegar la instancia de dominación en el poder hegemónico, que solo teóricos demasiado comprometidos de antemano con el poder político, como Joseph Nye, pueden calificar de “poder suave,” poder sin poder, pura amistad generosa del hegemón.   Los proponentes de la hegemonía, a nivel interestatal o intraestatal, pueden quizá alimentar su ilusión de que hay dominaciones y dominaciones, y de que algunas son más generosas y amables que otras, y quizá no estén equivocados.   Pero eso no implica que la teoría de la hegemonía no retorne siempre en cada caso al corazón de la vieja noción de la política entendida como búsqueda del monopolio exclusivo de la violencia, que no es nunca, para usar ciertas frases de Maquiavelo, sino el interés de los gordos que buscan la dominación de los demás; mientras que los pequeños solo quieren no ser dominados.   La posthegemonía está resueltamente del lado del rechazo de la dominación, y es en ese sentido no solo pensamiento democrático sino condición hiperbólica de la democracia: no hay democracia sin posthegemonía, aunque pueda haber posthegemonía sin democracia.

Los hegemones eran en la Grecia de Pericles los considerados como posibles portadores de la arkhé, o principio de mando.   La lucha por la hegemonía era la lucha por el acceso árquico, de ahí que ya en Lenin la palabra, que había sido objeto de diversas discusiones en el ámbito de la filología decimonónica, aparezca fuertemente asociada con la formación de una clase social destinada a tomar las riendas del poder político. La educación tenía la doble misión de preparar agentes contrahegemónicos para una toma efectiva del poder, pero también la no menos importante de generar consenso dentro del proletariado. Como dice Anderson sobre Lenin, la revolución “prospectivamente era . . . una ‘dictadura democrática del proletariado y el campesinado,’ donde el oxímoron remitía a un régimen político en el que la dictadura—el mando por la fuerza—sería impuesta a las clases enemigas, esto es, a los terratenientes feudales y a los capitalistas burgueses, mientras que la hegemonía—mando por consentimiento—gobernaría la relación de las clases trabajadoras con las clases aliadas, sobre todo el campesinado, que constituía la mayoría abrumadora de la población” (16).   Importa enfatizar que la hegemonía, en sus primeros usos marxistas, tenía que ver con la capacidad de influencia para la dominación—dominación por persuasión en relación con las “clases aliadas” y dominación por fuerza en relación con las clases enemigas. El mismo Antonio Gramsci, que expandió el concepto y le dio un alcance mucho más central y sistemático en la estrategia comunista, explica Anderson, “nunca abandonó su creencia de que, para un entendimiento más profundo de la hegemonía, la coerción no podía divorciarse del consentimiento, ni la ascendencia cultural de la capacidad represiva” (23).   La hegemonía impone sumisión voluntaria, pero lo hace siempre desde su capacidad de imponer, si la voluntad falla, sumisión pura y simple, mediante cualquier recurso disponible.

En el texto de Anderson se despliega abiertamente la inquietud, en todos sus análisis, de que la hegemonía sigue, desde esos parámetros, una “ley fatal” que coincide con el proceso diacrónico notado en la cita de Diodoro Sículo: una vez en el poder, la hegemonía degenera gradualmente en un “instrumento de tiranía y servidumbre” (33), se hace portadora y detentadora de imperio en cuanto poder desnudo.   Y esto fue lo negado en las luchas dentro y contra el eurocomunismo en el Partido Comunista Italiano a propósito de la herencia de Gramsci—era importante entonces disolver la relación entre hegemonía y dictadura del proletariado, a favor de la primera entendida ahora como un proceso meramente interno a las estructuras democráticas de un estado parlamentario.   La obra de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe se instala para Anderson en esa crisis del comunismo tardío y capitaliza el abandono de la cara oscura de la hegemonía “trayendo al postestructuralismo a incidir atrevidamente en la tradición marxista, en simpatía política con lo que había sido el eurocomunismo, pero en una perspectiva teórica ahora declaradamente postmarxista” (93) desde el abandono de todo tipo de esencialismo de clase y de la renuncia a la noción gramsciana de “guerra de maniobra” (94). El camino estaba abierto para la invocación de una noción de hegemonía desprovista de dientes de dominación, una noción de hegemonía comprometida en la profundización de la “democracia radical” que, en la teorización de Laclau y Mouffe, vendría no a sustituir, sino a incorporar el socialismo como una de sus dimensiones.   Laclau radicalizaría en su última obra sistemática, La razón populista, la noción de democracia radical hacia el populismo, entendido ahora como la definición de toda política. Pero, nota Anderson, si toda política es populista, y si la teoría de la hegemonía define toda forma de política, entonces tanto hegemonía como populismo se hacen conceptos supernumerarios, sin especificidad.   Y es en este momento cuando Anderson, reconociendo la extraordinaria forma en la que la teorización de Laclau y Mouffe anticipa las modalidades de reacción al ciclo histórico del neoliberalismo no solo en la América Latina desde finales de los años 90 sino también en la Europa contemporánea, también en Estados Unidos, habla de Podemos y dice del partido español que constituye ni más ni menos la adopción de la teoría laclauiana por una fuerza política con apoyo de masas: “En España, los líderes de Podemos—también ellos con una temporada en América Latina detrás—basaron su estrategia expresamente en sus prescripciones para un populismo hegemónico” (95).

Debo concluir, por cuestiones de tiempo. Quiero hacerlo enfatizando la prestidigitación que Anderson atribuye, como consecuencia del “tiempo largo” de su libro, al nivel intraestatal en Gramsci o Laclau y Mouffe, y al nivel interestatal en algunos de los estudiosos de geopolítica y relaciones internacionales que estudia, a la teoría de la hegemonía en su intento de hacer desaparecer de sí el conejo de la dominación coercitiva. En cualquier caso, hoy, la izquierda global parece depender más que nunca de esa interpretación desdentada de Gramsci. Dice Anderson: “Gramsci se habría quedado asombrado” (98). El problema, como sabemos, es que no hay garantía alguna de que los actos teóricos de prestidigitación no resulten en realidades políticas también prestidigitadas—el problema es que, en política, retorne lo reprimido en la teoría.   La noción de posthegemonía se instala en este problema para advertir, como mosca cojonera, y para quien se interese, de que cualquier articulación hegemónica del espacio político no solo no puede ser exhaustiva—deja siempre fuera de sí un resto constitutivo, un afuera que es y será siempre el lugar de la subalternidad no identitaria, el lugar marrano; sino que en esa maniobra de dominación, por sumisión excluyente, revela su virtualidad biopolítica antidemocrática. Ese es hoy, a mi juicio, el mayor problema de Podemos, que es síntoma aquí de un problema endémico y absolutamente central, pero denegado, en la izquierda contemporánea.

La posthegemonía insiste en su compromiso hiperbólico con la democracia entendida como la defensa de los que no quieren ser dominados—en ese sentido es antihegemónica y también antibiopolítica, aunque la biopolítica se entienda contrahegemónicamente, como administración de la vida al servicio de la felicidad de los administrables.   La posthegemonía se instala, modestamente, en la no-administración de la libertad como la sola instancia de legitimación en un mundo sin principios legítimos de mando: contra toda kataplexis, y contra todo disimulo culturalista o identitario de la kataplexis entrópica en el corazón de la hegemonía.

Alberto Moreiras

Texas A&M University

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