La brevedad buscada en mi comunicación anterior (ver “Respuesta a Germán Cano” abajo) tuvo sus inconvenientes. Esto es un intento por aclarar algunas de las cosas que han motivado interpelaciones privadas. Refieren a, 1), la noción de anarco-populismo o populismo sin líderes, 2), la noción de posthegemonía y su conexión con la teoría de la hegemonía de Ernesto Laclau, y, 3), si todavía conviene, en vista de la descomposición política de Podemos a la que estamos asistiendo (y que solo se ha acrecentado de ayer a hoy, juzgando por la prensa), seguir manteniendo la necesidad política de un populismo de izquierdas en España.
Pienso que es perfectamente posible que un partido, y Podemos en concreto, aunque sea un Podemos después de la caída, pueda institucionalizar un acercamiento anarco-populista a través de una pluralidad interna real y abandonando su referencia fuerte al liderazgo carismático y a todo identitarismo (no solo los identitarismos más obvios, étnicos, de género, etc., también los que han empezado a oírse más o menos recientemente con cierto ánimo de trazar líneas de exclusión: obrerismo o conciencia proletaria). El populismo en el sentido grandilocuente que está en la base constructiva de Podemos, y que Errejón sigue santificando referencialmente a través de la noción de “construir pueblo,” irá perdiendo fuerza o se irá solo, pues vamos hacia la desmovilización general como consecuencia de los conflictos que estamos viendo. Sin movilización ningún populismo puede sostenerse en forma triunfante o persuasiva.
Hay un populismo fáctico, que consiste en la movilización política general basada en la doble invocación de un antagonismo y de una comunidad por construir, y hay un populismo teórico, que remite a la agenda ideológica de un partido. Si el populismo fáctico se desvanece, una vez perdida la capacidad de movilización política general, queda todavía la pregunta acerca de la agenda ideológica, es decir, político-práctica pero también teórica, de la propuesta de un partido. Lo que quede en Podemos después de esta crisis a la que llamamos Vistalegre 2 será transversal y antagónico o no será interesante. Esa transversalidad inclusiva basada en el antagonismo demótico es lo que merece retenerse. Y a eso le llamo yo todavía populismo, es decir, el populismo que me interesa, que se atiene solo a sus condiciones mínimas. Llamémosle de entrada populismo democrático, para distinguirlo del destropopulismo, que es antidemocrático en la medida en que usa reivindicaciones identitarias como forma de exclusión despótica. Me interesa un populismo democrático, an-árquico, parrésico, marrano, y posthegemónico.
El populismo es cualquier estructuración de la política que tenga esas características mínimas de transversalidad general y antagonismo. Claro que el problema práctico empieza ahí, en el contenido político que se le de a esa transversalidad genérica y en el contenido político que se le de a la formulación del antagonismo. Y eso es quizá lo que está en juego sustantivamente en la discusión actual en Podemos. Para mí, sin embargo, la discusión entre diversas transversalidades y antagonismos es ya interna a la discusión sobre el populismo. Hay muchas formas populistas que no me gustan, o no me gusta casi ninguna: la mía, ese anarco-populismo posthegemónico y marrano, se da en la confianza provisional de que puede relacionarse de forma productiva con lo que defiende Recuperar la ilusión, es decir, con la plataforma vinculada a la figura de Iñigo Errejón.
Antagonismo remite a una división del campo social entre un nosotros y un ellos. El único antagonismo fumable es el antagonismo entre demócratas y antidemócratas—entendiendo “democracia” en un sentido sustantivo, demótico, vinculado al hecho de que, en democracia, nadie manda y nadie obedece excepto a sí mismo, como miembro de un colectivo que ha aceptado ya que su libertad es funcional a la libertad de todos los otros, y también condición de ella, igual que la libertad de todos los demás es condición de la propia. El antagonismo así entendido es también condición de la práctica política democrática, cuya primera conceptualización moderna le debemos quizá al Maquiavelo que decía que los poderosos quieren mandar y los no poderosos se limitan a no querer obedecer. La democracia es práctica de los que no quieren obedecer. En ese sentido, la democracia es una de las condiciones mínimas del populismo aceptable–es, justo, el lugar donde el populismo se hace demótico. Por ende no solo es posible sino que es necesario un populismo parrésico, que no se entregue a la mentira o a la exageración retórica manipulativa en ningún caso (puesto que la mentira es siempre práctica de dominación.) Lo llamamos populismo marrano, antiidentitario, que es escéptico y anárquico, puesto que si la anarquía es an-árquica lo es en y desde su apelación a una posición de verdad (política), y no por mero capricho de desobediencia. Este es por lo tanto un populismo sin líderes, es decir, un populismo en el que la posición de líder—el notorio “significante vacío” de Laclau—está ocupada por el gestor de la radicalidad democrática, y solo por él o ella en cada caso, a cualquier nivel administrativo.
Transversalidad no es obviamente frentepopulismo. El frentepopulismo fue una trampa soviética, impulsada por la Comintern stalinista, en la que el horizonte último era captar despistados y ponerlos al servicio de la marcha de la historia, que solo el comunismo conocía. En forma caída, es posible que esa sea la versión de transversalidad que todavía manejan Monedero, Monereo, Iglesias y todo ese grupo afín al último. Pero una transversalidad genuina es o puede ser otra cosa, aunque para ello haya que dar un paso más y limpiar la retórica de lo que podríamos llamar laclauismo ortodoxo, y por supuesto del plebeyismo que no deja de ser una importación española de las teorías de Alvaro García Linera.
Mi referencia es no solo la obra de Laclau, a la que me remito críticamente, sino también el trabajo que sobre ella están haciendo Yannis Stavrakakis y su grupo de Salónica. Son estos últimos los que establecen las condiciones mínimas del populismo en esos términos: transversalidad y antagonismo. Y a mí me parecen persuasivos. Sin esa base propiamente política en un populismo de condiciones minimas—en el que la batalla política interna es por supuesto no permitir que las condiciones mínimas se muevan hacia vicios terminales—la posthegemonía se hace desdentada e irrelevante. Puede argumentarse que el republicanismo nunca supo que era posthegemónico siempre de antemano, porque no le hacía maldita falta saberlo. Si la posthegemonía es una contribución al pensamiento republicano, lo es sobre esa base populista mínima, pero también desde su antagonismo hacia todo verticalismo identitario y hacia todo identitarismo verticalizante. La opción que tiene Podemos por delante es esa, populismo mínimo o populismo máximo, y desde ese punto de vista no conviene lamentarse tanto de una discusión o de una disputa más que necesaria.