El número está compuesto de los siguientes textos: un breve prefacio de Alejandra Castillo centrado sobre todo en la relación entre infrapolítica y política; tres ensayos, respectivamente, de Maddalena Cerrato, cuyo interés se centra en la inversión autográfica de la reflexión infrapolítica, dándole por lo tanto un énfasis especial a lo que es reflexivo en la reflexión misma, de Angel Octavio Alvarez Solís, cuya contribución fundamental es el estudio de la relación entre infrapolítica y el concepto de lo impolítico en Cacciari y Esposito, con referencias finales al llamado nuevo realismo de Maurizio Ferraris, y el de Samuel Steinberg sobre la infrapolítica como pliegue interno o excepción a la guerra entendida como unidad del ser. Obviamente simplifico y reduzco mucho en estas descripciones. Hay una segunda parte que consiste de un breve texto mío en el que intento dar una definición precaria de infrapolítica, y una entrevista conmigo de varios autores que se centra también en contribuciones a una posible definición de infrapolítica. Hay después tres ensayos: el primero, de Benjamín Arditi, es sobre las modalidades de insurgencia contemporáneas, de las que hace emblemáticas a la llamada Primavera árabe y a la revuelta estudiantil chilena en Chile de los últimos años; el segundo es un ensayo de Pablo Pérez Wilson sobre la relación de la infrapolítica con la cuestión de la negatividad en Hegel, y secundariamente con el pensamiento negativo italiano de los años setenta y sus secuelas posteriores; y el tercero es un ensayo de Bruno Bosteels sobre el gramscianismo contemporáneo y la cuestión de si la teoría de la hegemonía constituye el corazón real de la contribución de Gramsci al pensamiento contemporáneo. Por último, el número cierra con la traducción de Cristóbal Thayer del ensayo de Jacques Derrida, “Admiración de Nelson Mandela, o, las leyes de la reflexión,” anticipo de la próxima publicación en La Cebra del volumen dos de Psyché, de Derrida. Recordaremos que el texto de Derrida está muy fuertemente comprometido con una reflexión sobre la democracia y la ley.
Así, el número es extrañamente coherente, con una coherencia que no va sin embargo de suyo, sino que habría que explicitar. Y lo que me parece de entrada explicitable es el desafío específico que el número le plantea al proyecto en curso sobre infrapolítica. Si podemos decir que, de manera harto efectiva y elegante, Cerrato, Alvarez Solís y Steinberg introducen y exponen perspectivas infrapolíticas desde un cierto nivel de compromiso interno con el proyecto, que están tratando de explicar y al mismo tiempo desarrollar, tanto el prefacio de Castillo como los artículos de Arditi, Pérez Wilson y Bosteels parecerían pedir—sólo Pérez Wilson es explícito: para Pérez Wilson la llamada por él “confrontación fundamental” es la confrontación entre la negatividad hegeliana y el pensamiento heideggeriano de la diferencia ontológica, y él le pide a la infrapolítica que se haga cargo de ella, que la asuma como su tarea esencial—una clarificación de las implicaciones políticas de la infrapolítica: le piden a la infrapolítica que haga o se declare política, que explicite su politicidad, o que no la esconda, aunque ni Bosteels ni Arditi mencionen en lugar alguno la palabra infrapolítica: digamos que es su posición estructural en el número, más que su interpelación directa, la que elicita esa pregunta, como pregunta en un caso por la noción de insurgencia, y en otro caso como pregunta por la relación con el marxismo. ¿Cómo se vincula la infrapolítica al marxismo, cómo se vincula la infrapolítica a la insurgencia contemporánea? ¿Cómo se vincula la infrapolítica a la gran tradición hegeliana, lo cual quiere decir, a la relación entre historia y sujeto humano? ¿Por qué, parece querer preguntar Castillo sin llegar a hacerlo, ese “afuera” de la política que Moreiras invoca debe también ser pensado como un adentro? Y por supuesto, entonces, la pregunta de Derrida: si hay admiración posible y necesaria por Nelson Mandela, si la admiración por Mandela es una necesidad de nuestro mundo, y si la admiración por Mandela pasa ineluctablemente por una relación con la ley más allá de las leyes, con la incondicionalidad de una democracia y de un pensamiento de la democracia donde nadie sea más que nadie, donde incluso el número no exceda nunca en dignidad a la singularidad, ¿dónde se sitúa la infrapolítica, en su pretensión de éxodo relativo respecto de la política, en relación con esas cuestiones?
Así, este ejemplar de Papel máquina supone un desafío, aunque sea también un amable y generoso reconocimiento, o mejor: es un reconocimiento porque es un desafío. ¿Cómo reaccionar a él no defensivamente, cómo aceptarlo y darle la bienvenida sin que hacerlo sea un gesto meramente “político,” en el mal sentido, en el sentido de oportunismo, en el sentido hipócrita denunciado siempre por Kant como mal radical?
No es fácil para los que no estén en el grupo llamado Deconstrucción infrapolítica tener una idea clara de lo que la infrapolítica busca. La palabra empezó a usarse a principios de la década del 2000 en algunos textos que no tuvieron particular continuidad, pero fue retomada con entusiasmo entre 2013 y 2014, y llevó a la fundación de un colectivo de trabajo que funciona cotidianamente en red social y cuyos miembros más comprometidos se ven cara a cara y se reúnen en general un par de veces al año. Hay un blog en el que se han recogido algunas polémicas y que va creciendo en cuanto a tamaño pero que sigue, a mi juicio, infrautilizado por el grupo. Hay unos veinte artículos ya publicados, y dos números especiales de revistas, y quizá podemos considerar esta edición de Papel máquina un tercer número, y seguirán una serie de libros, uno de Sergio, dos míos por el momento, algunos más en preparación, varias tesis doctorales en curso, varios otros proyectos en preparación. Desde el principio nos autoconcedimos diez años para darle visibilidad real a la infrapolítica, y la verdad es que no tenemos ninguna prisa, y yo menos que nadie. No me parece que ninguno de esos materiales en preparación o en trance de publicación vaya a solucionar ninguna de las preguntas que insistentemente se nos hacen o a aclarar de una vez por todas los muchos malentendidos que circulan en torno al concepto, o al cuasiconcepto—pero lo cierto es también que ninguno de esos materiales en preparación busca responder a esas preguntas ni deshacer definitivamente ningún malentendido.
Hizo falta una mirada fresca, de alguien del que ni siquiera sabíamos que habíamos logrado interesar, Michele Cometa, profesor de la universidad de Palermo en Sicilia, el que en una reciente intervención se animó a ofrecer una definición de infrapolítica como una práctica de escritura (y hay que oir escritura en el sentido barthesiano, blanchotiano y derrideano, como algo más y algo menos que escritura en el sentido convencional) caracterizada por cuatro rasgos que para Cometa son los siguientes: carácter postacadémico, o más radicalmente postuniversitario, empresa autográfica, en el sentido de escritura de la existencia, labor desmetaforizante, entendida como deconstrucción de toda tropología estable, y por último carácter de “non-finito,” esto es, carácter inconcluso y siempre abierto, no capturable por ninguna noción de fin. Todo esto le da a la infrapolítica un fuerte sabor de precariedad tenue.
Es más que posible que una práctica infrapolítica sea o busque ser ante todo una práctica de escritura, pero entonces habría que trazar su diferencia con cualquier modalidad de inscripción directamente política—no todas las escrituras son lo mismo ni la misma. No que la infrapolítica sea antipolítica: no lo es. Pero la antipoliticidad lo es porque niega la política, y al negarla se hace sistema con ella. La infrapolítica aspira o desea una relación de retirada o de abandono de la política a partir de lo que no tendremos más remedio que llamar afectuosamente un cierto odio visceral a la relación entre pensamiento y política tal como se entiende en nuestra contemporaneidad. En ese odio está la clave de su politicidad—la infrapolítica es sólo una práctica de abandono, y vive su política en ese movimiento de reflujo exódico que es también, sin duda, una forma explícita de insurgencia. Cómo negarlo.
Su condición postuniversitaria está también vinculada a ese afecto sosegado—el odio visceral, no a la universidad misma, sino a la universidad en clave corporativa, en clave neoliberal, a la universidad como el último reducto de colonización por el principio general de equivalencia que es, para nosotros, también el último nombre de la metafísica.
Su condición autográfica, consustancial a su condición como práctica de escritura, debe abrirse también a la noción de lucha existencial, de intento por encontrar en la propia vida, la de uno y la de todos, la vida común y también la vida corriente, los recursos para una cierta substracción a los mecanismos de tecnopolitización explotativa que caracterizan de forma cada vez más intensa la vida en la sociedad contemporánea, hoy más allá de la sociedad disciplinaria de Foucault o de la sociedad de control deleuziana, y ya francamente reconocible por doquier como la sociedad expositiva de la que habla Bernard Harcourt. Contra la exposición total, la total substracción, que no es por supuesto posible, pero que no por ello debe dejar de intentarse en alguna medida. En ese sentido la infrapolítica es también práctica del secreto.
Y nos llevaría demasiado tiempo discurrir apropiadamente sobre el rasgo llamado desmetaforizador, vinculado a la empresa deconstructiva, y así también a cierta recepción del pensamiento heideggeriano, y así también a cierta recepción de la historia del pensamiento en clave hegeliana y antihegeliana al mismo tiempo, y vincularlo a su vez al último rasgo decidido por Cometa, ese rasgo de incompletitud o de inconclusión permanente que la infrapolítica cultiva como parte crucial de su estructura de deseo, de su propia máquina deseante.
Quizá sea esa apertura inconclusa, y apertura e inconclusa con respecto de lo que el viejo Borges llamaba en un poema famoso la “antigua inocencia” de la felicidad, contraponiéndola al deber o la obligación de sentirse siempre miserables, quizá sea eso en última instancia lo que nos impide apresurarnos con la definición precisa, con la determinación de los límites del proyecto, con la mención final y definitiva de qué es aquello que queremos hacer o que hacemos, que es, por supuesto, la mejor forma de traicionarlo, y de no hacerlo ya nunca.