Sobre lo oscuro

                  Muchos de nosotros, especialmente los expatriados, seamos o no a estas alturas ciudadanos de Estados Unidos, estamos afectados por el curso de las cosas.  Se me ocurre volver a colgar aquí dos entradas de 2021.  Ya entonces para mí la cuestión era de sobrevivencia y tenía que ver con encontrar una relación con lo que vine a llamar “plata o plomo.”   Más allá de la autoprotección ideológica, de no arriesgarse al peligro de la censura directa, la pérdida de trabajo, etc., lo que está en juego es encontrar una forma de vida más allá del imperativo de protección y auto-defensa, que no es más que necesariamente reactivo. 

Plata o plomo (Septiembre 2021)

Empezando a enseñar un curso sobre narco, y fijándome en la noción de “plata o plomo,” tan distinta de la opción más antigua, “la bolsa o la vida,” de la que habla Lacan.  Aparece desde las primeras lecturas del curso: en la versión nueva de Miss Bala de Catherine Hardwicke y en el libro de Sergio González El hombre sin cabeza.  Pero estará en todas o en casi todas las lecturas del curso.  Con “plata o plomo” la cuestión es: “entrégate o muere.”  Hay jouissance en la entrega, claro, pero también la hay en la muerte, esto es, en el “no.”  Eso es lo que los chicos del “lying flat movement” a la vez saben y todavía tienen que averiguar, y veremos cómo va. 

Mi pregunta es si es correcto pensar que “plata o plomo,” lema del mundo narco, es válido como alegoría general de la condición humana en el presente (quizá siempre, pero pensemos el presente de momento).  Sería una alegoría infrapolítica.  Por ejemplo, sin ir más lejos, el miedo general de los assistant professors a no recibir tenure los clava en una situación de la que muchos no salen ya jamás: internalizan el miedo, y encuadran su vida profesional en la pulsión de sometimiento.  Todo conformismo universitario es siempre ya de antemano consecuencia de un “plata o plomo” original.  La política empezaría entonces una vez hay un acomodo inmemorial con el “plata o plomo,” que es extendible, claro, a todos los trabajos asalariados.   En mi universidad esa estructura es tan visible que resulta imposible no verla.  Es explícita.  En Duke era menos visible pero quizás por ello todavía más insidiosa.  Las recompensas eran más obvias y así disimulaban mejor, o incluso exacerbaban, la violencia soterrada. 

El miedo–el miedo a que no nos reconozcan como suficientemente entregados, suficientemente listos a sacrificar nuestra libertad o nuestro deseo–es la condición bajo la que vivimos nuestra vida como ciudadanos productivos.  La reciente decisión de la legislatura texana sobre el aborto–el hecho de que a partir de ahora toda mujer que quiera un aborto puede ser denunciada por cualquier cazador de botines–es un síntoma significativo.  En ese sentido el mundo del narco es un espejo oscuro: nos devuelve una imagen de la existencia tal como es, contra las mistificaciones y las ilusiones de la existencia “legal.” 

¿Cómo vivir, entonces, una vez reconocemos que “plata o plomo” es el imperativo categórico real de nuestro presente?

Plata o plomo II.  La Muerte del Decano (Septiembre 2021)

Se trata de una novela de Gonzalo Torrente Ballester de 1992.  Yo la tengo en edición de bolsillo publicada por Planeta en 1999.  La debí de comprar en algún verano en España en 1999 o poco después, y nunca la leí.  Ayer, buscando en mi biblioteca el Sepharad de Antonio Muñoz Molina, que voy a incluir en un curso el semestre próximo, me la encontré y empecé a leerla.  Ocurre en Santiago de Compostela a finales de los años cuarenta del siglo veinte, y cuenta la investigación que sucede a la aparición del cadáver del Decano de Filosofía y Letras y Catedrático de Historia Antigua en sus aposentos en uno de los Colegios Mayores de la universidad gallega.  Los personajes relevantes son el Juez, el Comisario, el Fraile, don Enrique y Francisca, casada con don Enrique.  El pobre don Enrique es el asistente o auxiliar del Decano, un hombre joven, de alrededor de treinta años, que acompañó al Decano a Santiago desde Barcelona y está preparando sus oposiciones.  Don Enrique le debe todo al Decano, pero en la novela se presentan indicios de que el Decano prepara su propia muerte para hacer aparecer a don Enrique como su asesino. 

No quiero estropearle la lectura de la novela a ningún incauto lector de este blog, así que no revelaré nada referente a conclusiones.  Lo extraordinario (para mí, por esa coincidencia en la que no creo) es que el texto de Torrente Ballester incide de forma un tanto siniestra en la nota que redacté ayer para el blog, la llamada “Plata o plomo.”  En respuesta a una pregunta de Edwin Culp en los comentarios a esa nota, yo decía:  “Dado que no es posible eludir la opción plata o plomo, solo cabe encontrar una relación a ella. El abanico de opciones ofrece algo así como una fenomenología psíquica–desde la opción más abyecta, que es el sometimiento puro al imperativo llamémosle institucional, sin residuo, hasta la opción del que no quiere renunciar al propio deseo y pasa su vida tratando de encontrar resquicios de aire en lo abrumador del imperativo. Hay más de lo primero que de lo segundo, sobre todo porque sabemos que esa primera opción de sometimiento se camufla tantas veces bajo diversos disfraces. Vivir en lo segundo, en cambio, es difícil y doloroso y no siempre puede ejercitarse sin fracaso. Yo le llamaría a la primera opción Torquemada, mientras que la segunda sería la opción marrana. Entre ellas estamos todos.”  Lo que me resultó intrigante fue pensar qué posición ocupa don Enrique en esa fenomenología psíquica a partir de las siguientes palabras de Francisca al Juez instructor: “Nunca creí que Enrique pudiera alcanzar un sometimiento y una ceguera tales.  Su identificación con el Decano llegó al punto de no darse cuenta de que quien pensaba era él, y no el Decano.  El Decano era hombre agotado desde hace ya tiempo, pero mi marido no se dio cuenta.  Uno dejó de pensar, pero pensaba el otro” (113-14). 

Ese sometimiento auto-identificatorio de don Enrique parece colocar a don Enrique en una posición abiertamente torquemadesca.  Don Enrique, aun sin darse cuenta, canibaliza el cuerpo institucional hasta el vampirismo, aunque todavía no ha pasado las oposiciones a cátedra, o quizá justamente por ello.  Y es curiosamente esa autoidentificación extrema la que le llevará al presunto fracaso.  El Decano no puede sino reaccionar con violencia insólita e insólitamente autodestructiva ante la pretensión o la práctica excesiva de don Enrique, que ha conseguido engullir simbólicamente su pensar mismo: ya no piensa el Decano, solo don Enrique piensa.  Así, el Decano encarga a don Enrique, o eso dice don Enrique y corrobora Francisca, que le compre un poco de cianuro en la farmacia para matar a una rata, y se hace visitar por él la noche de autos, con la consecuencia de que don Enrique es la última persona de la que se sabe que vio al Decano, en cuyo estómago la autopsia encuentra cianuro, en vida.  La misma tarde del suceso el Decano le cuenta al Fraile su sospecha de que su asesinato es inminente.  Pero ¿es asesinato o suicidio?

Hay torquemadismo en don Enrique, consciente o no.  Las condiciones en la España de los años cuarenta no permitían demasiado marranismo activo.  Aunque quizá, desde otro punto de vista, el marranismo activo fuera precisamente todo lo permisible, lo únicamente permisible.  No sé si han cambiado tanto las cosas.  Don Enrique no podía permitirse la mínima disidencia intelectual o vital con respecto de su maestro y mentor, su protector institucional.  Y entonces elige la máxima identificación simbólica con él.  La pregunta que parece insinuar Torrente es entonces la de si esa máxima identificación simbólica no implica por lo tanto un marranismo también máximo y así máximamente denegado.   Ese marranismo podría entonces fácilmente evolucionar hasta el parricidio patente y grosero.   La investigación, por otro lado a cargo de un Juez y un Comisario de poca experiencia, este último, aunque alférez provisional, habiendo aprendido de las novelas policíacas que leía en el frente casi todo lo que sabe sobre homicidios y asesinatos, debe establecer si eso fue lo que pasó.  O si pasó alguna otra cosa.    

Todo tiene que ver con “unos papeles,” notas de escritura que el Decano le dice al Fraile haber mandado al archivo de la Academia de la Historia para que sean leídos solo veinte años después de su muerte.  “Entonces, usted supone que el Decano montó toda esta máquina complicada y confusa sólo para aniquilar intelectualmente al acusado” (179). El Decano quiere protegerse del robo de su propiedad intelectual–sus esbozos y notas de investigación, si es que eso es lo que son, demostrarían retrospectivamente el plagio indebido de cualquier impostor advenedizo, incluido el mismo don Enrique. “Algo referente a su pensamiento, así como un resumen.  Temía que se lo robasen. Pasados veinte años, al publicarse ese escrito, se vería que ciertas obras eran un plagio” (129).  El Decano, al final de sus posibilidades de pensamiento, en opinión de Francisca, encuentra fuerzas de flaqueza para pensar y tramar su propia vindicación póstuma.  Si es que es eso lo que está haciendo. 

La alternativa plata o plomo ya está insinuada en el intertexto, aunque de forma invertida.  El Decano, esa es su función, demanda y requiere sometimiento: plata o plomo.  Pero el excesivo sometimiento invierte la encrucijada.  Es ahora don Enrique el que le hace comer plomo al decano, prefigurado en la alarmante cena en Casa Ramallo, en la noche de autos del invierno gallego, en la que el Decano deglute dos raciones inmensas de empanada de lamprea (contra la ascética merluza cocida de don Enrique) sabiendo que le van a sentar como un tiro. 

Si es incapaz de demostrar su inocencia, don Enrique debe enfrentar cuarenta años en la cárcel de La Coruña.  ¿Es esa la intención oscura del Decano, que habría conseguido con ello la inversión de la inversión y así restituir la verdad primera de la alternativa plata o plomo?  Tu total sometimiento es falaz y marrano, rebelde, insumiso, diría el Decano, y pagarás por ello aunque yo también haya pagado con la pérdida de mi pensamiento por confiar en ti.  Más te hubiera valido ser un idiota abyecto.

Y eso así sería incluso si el Decano le dice la verdad al Fraile cuando le confiesa estar enamorado de Francisca.  Querer apropiarse de Francisca sería no más que una extensión de su prerrogativa, frustrada en este caso, y así sin duda ocasión de una terrible venganza.  Solo los Decanos tienen ese privilegio, contra todos nosotros.  Al menos este murió, justo antes de indigestarse de lamprea. (Fin de la entrada de blog.)

A eso siguió una nueva interpelación de Edwin, y mi respuesta.  Copio las dos: 

Edwin: Me quedé pensando, Alberto (y espero con esto no traer demasiado el agua a mi molino), si aquí el marranismo no supone una serie de pliegues de ficciones, de superficies que muestran y ocultan —o, que cuando ocultan, muestran. Ahí quizás una posibilidad de escapar a la sumisión del plata o plomo, no sé.

Alberto: Edwin, en algún momento de El hombre sin cabeza Sergio Gonzalez cita a Kafka: “Pensar en la vergüenza de ser hombre, ?no es la mejor razón para escribir?” Yo de ninguna manera pienso que someterse al imperativo “plata o plomo” sea inevitable. Solo creo que es necesario desplazar esa disyuntiva lo más radicalmente posible. Es el trabajo de una vida. Me interesa pensar y decir que esa labor trasciende la política, en la medida misma en que la política está pringada en la alternativa e incluso vive de ella.

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