Irse de Facebook

En los próximos días cancelaré, espero que definitivamente, mi cuenta de Facebook.  El asunto es trivial, sin duda lo es desde cualquier perspectiva no solipsista.  Pero toda experiencia es en cierta medida solipsista, y por ello quizá merezca algo de reflexión.  Además, el solipsismo—solus + ipse, solo y el mismo—es una parte crucial, lo que está mayormente en juego, aunque en parte denegado, en Facebook mismo. 

No lo recuerdo con precisión, supongo que podría mirarlo, pero no me apetece: creo que abrí mi cuenta después de dos miserables años como jefe de departamento en mi universidad, sabiendo o intuyendo que se abría para mí un período de alienación institucional (bienvenido en las circunstancias, ciertamente) y de relativo aislamiento.  Mi lugar de residencia era y todavía es un desierto simbólico, sin apenas lazos sociales.  No sé de otros, pero en mi experiencia personal, cruzada por haber venido a Estados Unidos, expatriándome, por razones exclusivamente profesionales, y cruzada también por experiencias directamente traumáticas de hostilidad y hostigamiento, y de desoladora traición personal, durante mis últimos años en la universidad de Duke, las relaciones sociales profesionales son crucialmente importantes, o al menos lo han sido siempre hasta ahora.  Y yo sabía desde mi dimisión—lo cual no nubla mi convicción de que esa fue una de las mejores decisiones de mi vida—que esas relaciones sociales estaban en peligro o iban a desaparecer.  Ya no podía contar con una colectividad académica amplia, vibrante y activa como la de Duke, en donde los medios eran suficientemente abundantes como para permitir contactos renovados casi diariamente en la asistencia asidua a conferencias y talleres, en las visitas tan frecuentes de interlocutores invitados, en los viajes facilitados por cuentas de investigación y estipendios varios y generosos.  Todo eso había cambiado, pues los escasos recursos financieros a mi disposición como jefe de departamento habían desaparecido, y no tendría ya dinero para invitaciones ni para otros usos académicos: solo mi sueldo.  Quizá sea así para casi todo el mundo, pero yo venía de veinte años de otra historia, privilegiada en ese sentido, con medios sobrados tanto en Duke como en la universidad escocesa en la que pasé cuatro años. 

Así que me esperaba una cierta soledad, desconcertante por ser nueva y desacostumbrada.  Mis amigos no estaban en Texas, estaban lejos, y visitarlos no era tan fácil ni podría sostener mi cotidianeidad.  Traté de encontrar otros lugares, de irme, con poca convicción—a mis cincuenta y tantos años no me apetecía ya volver a comprometerme con un campo institucional para mí ya para siempre teñido de siniestro, que me había desilusionado y aburrido hasta la médula, y en el que por lo tanto había dejado de creer.  Y la historia de Duke me perseguía, en al menos tres casos con interferencia recalcitrante y maldad notoria, puedo decirlo porque no tengo ni nunca he tenido nada que ocultar (pero otros sí), aunque me gusten los secretos.  El caso es que se abría para mí un período de interlocución incierta y difícil, complicado además por el hecho de que mi escritura había quedado sacudida por la pesadilla de Duke, por mis malencaminados esfuerzos de renovación intelectual en Escocia, y por los dos años de burocracia nihilista y letal en Texas.  Mi carrera misma estaba amenazada de extinción, no desde fuera, sino internamente.  Si algún amigo millonario me hubiera ofrecido un trabajo en alguna otra rama de la industria, lo hubiera aceptado con placer y entusiasmo y sacudiéndome el polvo pedagógico de los zapatos.  Pero no ocurrió.  Estaba aviado.

Hice un intento de crear una red profesional con todos los departamentos de estudios latinoamericanos e hispánicos en Texas, pero no llevó a nada.  La gente decía que sí, y luego no respondía, insólitamente, a mi juicio, puesto que en cada caso su situación de aislamiento intelectual era igual o peor que la mía, no sé si había alguna excepción a eso.  Quizá estaban ya acostumbrados a ello y no podían contemplar alternativas.  Fue entonces cuando apareció Facebook—para mí, digo.  A pesar de mis recelos, pues siempre supe que en Facebook uno nunca les hablaría a sus amigos, sino que le hablaría a Facebook a través de los amigos, era fácil ver que Facebook se estaba ya llevando de calle la poca interlocución que todavía subsistía en grupos de email, y no iba a haber más remedio que dejarse enredar.   No tardé mucho en acumular varios centenares de “amigos,” en su gran mayoría del campo profesional, y decidí crear un grupo llamado Crítica y Teoría dedicado a cuestiones latinoamericanistas e hispanistas en general, pero con cierta voluntad teórica.  Funcionó bien durante unos meses, llegó a tener alrededor de mil miembros, quizá mil cien, recuerdo, antes de que ciertas dinámicas internas se impusieran hasta tal punto que se hizo desaconsejado no apartarse de allí y dejar que siguiera su propio rumbo libre.  Mientras tanto fueron creciendo otros grupos, como Capital y Equivalencia o Infrapolitical Deconstruction, más limitados, más restringidos, allí no entraba todo el mundo, sólo gente con determinados intereses, pero todavía con una buena cantidad de miembros.  Y funcionaron bien, incluso muy bien, durante muchos meses, quizá incluso más de un año, hasta que, de nuevo, las dinámicas internas de esos grupos los llevaron a su abandono o disolución.  En estos últimos casos los problemas no fueron de antagonismo intelectual o incómodos enfados y rabietas varias, como en Crítica y Teoría, sino que tuvieron más que ver con otra dinámica que empezó a hacerse demasiado patente.  Había miembros activos, pero nunca pasaban de una docena, mientras que tantos otros fueron asumiendo actitudes tan pasivas que acabaron por hacerse alarmantes, en la medida en que a nadie le gusta acabar sintiéndose como el que habla en el escaparate para una audiencia muda.  ¿Para qué regalar ideas y exponerse ante quienes no querían mojar su lindo trasero hablando a su vez?   Así que todo ello llegó a su fin, frustrantemente en realidad, porque lo que dejó en su estela fue silencio y más silencio, pero esta vez un silencio sin promesa.  Los caballos muertos nunca vuelven a correr.  Y eso da tanta más pena cuando uno recuerda las brillantes carreras del caballo.  Lo pasamos muy bien en algunas de esas discusiones, que fueron muy relevantes para mí personal e intelectualmente.    

Lo intentamos.  Buscamos y busqué otras plataformas y otras ideas, otros proyectos, pero uno tras otro todos fueron cayendo en la misma rutina de silencio incomprensible, o tan comprensible: mucho trabajo, mucha ocupación, te leo con afición pero prefiero no decir si el otro no dice, estoy muy ocupado ahora, pero seguid vosotros, y demás.  Hasta cierto punto, en realidad, se fue imponiendo un curioso imperativo categórico, del que uno oía pruebas de vez en cuando, no de los amigos más íntimos, los que todavía creían y buscaban interlocución intelectual adecuada, sino de los otros, por otra parte tan necesarios en redes sociales, pues sin ellos no hay red social.  El otro día lo leí en un assassination thriller de Barry Eisler: “Act as if a passel of nameless badasses is looking to punch your ticket even if you can’t imagine a single thing you’ve done to deserve it.”   Esa tenue paranoia se hizo consustancial al final de la primera época de Facebook, cuando en Facebook todavía se podía plantear una discusión seria esperando que otros hablaran.  Y creo que llevó el experimento a su fin. Todo tiene su tiempo.  Ahora ya no. Los nameless badasses están en las esquinas y no se sabe cuándo saltarán. Así que mejor no decir nada, no meterse en nada, no arriesgar nada, o hacerlo solo para cagarse al otro, que siempre gusta. Después de eso quedaba, eso sí, la oportunidad de colgar artículos de periódicos y hablar de Trump, o hacer concursitos sobre quién sabe más de rock de los 70, o felicitarse efusivamente unos a otros por el cumpleaños.  Mientras tanto empezaban a dispararse los likes a las celebridades internas de Facebook, que siempre las hay, o a las celebridades que condescendían en su celebridad a entrar en Facebook, que también las hay, y que llegaban en un periquete a 586 likes y 64 shares sin que su entrada lo justificara de ninguna manera.  Era la cosa.  Eso era Facebook: eso, y el gato, y el taco del restaurante Viva la familia que uno se había encontrado yendo a poner gasolina, y las fotos de vacaciones y encuentros varios.  Todo muy divertido, pero no era la cosa.  No para mí.  Yo precisaba de más.

Y así se me fue planteando—no presumo de esto, es un hecho, por eso lo escribo—un problema.  A estas alturas Facebook ya era parte de mis hábitos, en casa y en la calle, al levantarme y al acostarme y a todas horas, siempre mirando el teléfono si el ordenador no estaba a mano, siempre contando la falta de respuesta de otros a cualquier cosa que para mí fuera urgente o importante, mis noticias, mis intereses, mis entradas de blogs, mis fotos.  Claro, había respuestas, pero siempre insuficientes, yo quería más, buscaba más.  Era una estructura clásica de adicción tardía, cuando el siguiente cigarrillo o la siguiente copa ya no producen placer sino que solo evitan parcialmente el displacer.  Fue en esta época cuando empecé a leer libros sobre la implicación de Facebook en el capitalismo de vigilancia extractiva.   Todo empezó a colorearse de verde, digamos.  A partir de ese momento se trataba solo ya de encontrar la energía suficiente para romper la adicción, otra adicción más, no fácil para mí.  Pero creo que ha llegado la hora, y este texto ayuda y la sanciona.

Y, cada vez más, la impresión era la de no hablar con los amigos, sino de hablar con Facebook a través de unos amigos que no comparecían ya, o apenas lo hacían, no como antes.  Prefiero conservar esa primera memoria antes de que se desvanezca.  No me voy de Facebook para dejar atrás a mis amigos—no hablo de los 1200 nominales, sino de la veintena de ellos que cuentan, y con los que yo he contado para sobrevivir en esa jungla especial.   A ellos se dirigen estas palabras, que ya no colgaré en Facebook, así que es más que posible que no las lean nunca.   Pero hay otras formas de comunicarse, sin el monstruo por el medio, y espero que podamos renovarlas y dedicarnos a ellas.  No hay ya mucho que perder en ese cambio.  De otra manera crecerá la soledad, pues no hay retorno ya a los grupos de email de los noventa ni lo habrá a la fácil interlocución de las conferencias y los talleres y las reuniones profesionales. Ese mundo ha quedado suspendido de momento sine die.

Aunque la soledad también puede ser productiva, cuando uno se ha librado del mono.   

2 thoughts on “Irse de Facebook

  1. ¿Y si te quedaras como lumpen-Facebookero? Yo por supuesto admiro a los que se van de Facebook, tienen razón, pero tus perspectivas serían interesantes en el grupo Remaking the University.

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  2. Yo desactivé mi cuenta gracias a una repentina paranoia, y a una necesidad de descansar. A los tres meses volví, con más resignación que entusiasmo, para colgar mis anuncios de “se vende limonada”. Realmente no sé si se pueda tener una relación más indiferente, menos adictiva o tormentosa, con las redes sociales. En el fondo creo que el dilema no es Facebook o no Facebook, sino aceptar o no aceptar el silencio, el abismo de cada quien.

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